Carlos Battaglini en Guinea Conakry (4) de (6). Subiendo la montaña de la verdad en Kindia.

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“Si vas a Kindia, ya sabes: sube el Gangan y ve a ver a mi familia guineana, me había dicho mi amiga belga Monique en Liberia. A pesar de que Monique no había salido con buen pie de Guinea-Conakry, se acordaba mucho de su “familia”. En esto Samory hizo una llamada y asintió con la cabeza, “mi amigo Moussa te llevará”. A los pocos minutos se presentó un tipo con sonrisa de media luna y me abrió las puertas  de su Renault gris.

Dejar atrás Conakry no fue fácil, estorbada la capital por un tráfico que serpenteaba en colas maratonianas e irregulares. El bullicio insistía incluso una vez habíamos salido de la ciudad, encontrándonos muchas veces en medio de una fila infinita de coches incapaces de avanzar siquiera un metro. Era un poco. Desesperante. Refulgían los colores, y el polvo se introducía sigiloso dentro del Renault, víctima de los escupidos de las llantas de los vehículos que se colaban por el camino de tierra de la derecha, opción que Moussa acabó por hacer suya y sólo así pudimos avanzar.

Durante el camino nos abrigó un paisaje verdoso, ondeado de colinas y un cierto tono a espigas que insinuaba la sabana y el área del Sahel mucho más al Norte. El paisaje constituía un ente ordenado, en armonía con la vegetación colindante, con los otros árboles: había sitio para todos. El día era soleado, y en medio de una brisa quizás agradable, llegamos a Kindia y sus rasgos africanos: casas de zinc y adobe, caminos de tierra. Desde arriba, el verde y las montañas nos observaban.

En el refrescante y acogedor Hotel Mabasi, Moussa y yo dimos buena cuenta de unas paletas de cordero que estaban de lo más jugosas. Se daba mucho la carne en Guinea. Divisabas abundante ganado transitando y paciendo por los caminos, mucha oveja (pronto se celebraría además la fiesta musulmana de la oveja) abundantes vacas, cabras.

Moussa se limpió la boca y me dijo que regresaría en unos minutos. A su vuelta, apareció con un rostro un tanto cabizbajo que encontró su coherencia cuando me reveló que había sido imposible encontrar un guía para subir el Gangan, la montaña que le da más vida a Kindia. “Ve a ver a mi familia guineana”, me había dicho Monique. Tras varios suspiros intercalados de sonrisas, Moussa concluyó con un “da igual, yo seré tu guía, vamos”.

Sobre caminos de tierra, nos fuimos abriendo paso con el Renault a través de Kindia, Moussa se hizo con unas nueces y frenó justo a los pies del camino que finalizaba en un altísimo y presumido Gangan que nos miraba distante y retador. El orgullo. Acuciado de una sobredosis de urbanismo y coches en Conakry, la paz y calma propiciada por aquel paisaje tan verde, tan tranquilo, tan claro, oliendo a sabana, provocó en mí las ganas de agarrar al tiempo por los hombros y pararlo, una tentación de descansar indefinidamente sobre la mansa hierba.

El puro aire. El mismo aire que mojaba las mejillas de la gente de la montaña, ora aquellas mujeres a lo lejos transportando sus cubos sobre las cabezas, ora aquellos niños correteando… Mientras tanto, los mayores ejercían su derecho a la contemplación.

Moussa hizo un gesto con la cabeza y comenzó a caminar como si le fuese la vida y todo lo demás en ello. Negué con las rodillas varias veces, interiormente molesto por la imposibilidad de pararme, de progresar en círculos, de volver, sabes, perdiéndome entre mis pensamientos y el paisaje, alguna foto. En lugar de ello, debía seguir la estela del olímpico Moussa que no bajaba el ritmo, la locura.

Pensé que a veces un guía es como a veces un taxista, rápido, rápido, otro cliente, otro cliente, dinero, dinero. Aún así. A pesar de todo. Resultaba imposible obviar las caricias de la madre naturaleza, llena de silencios y anestesia, tendiendo alfombras de sosiego y solaz. No había nada que hacer contra. Ella.

Seguimos subiendo. Casi todo era verde y un tanto amarillo, pero al llegar a una especie de rellano, nos topamos con una cascada desde cuya cima los niños se tiraban desnudos a modo de tobogán, viniendo a caer en un pequeño lago. Se lo pasaban bomba y cuando saqué la cámara, todos saltaron en frente mía para asegurarse de que salían retratados.

Algunos niños me llamaban “fote” (o algo así) entre risas, palabra que escucharía a menudo los siguientes días. “Fote”, me explicó Moussa viene a significar ‘hombre blanco’ y vendría a ser paisana del clásico ‘white man’ que tanto se escucha en la África anglófona. Moussa, divertido, me dijo que les contestase a los niños con un “foriat” (o algo así) que quiere decir ‘hombre negro’. ¡Fote! ¡foriat! ¡fote! ¡foriat! Más risas.

Seguimos subiendo y Moussa empezaba a aminorar el ritmo, se paraba, tomaba aire. Tratando de atrapar el presente una vez más, yo intentaba mirar para atrás a la menor oportunidad, captando el ancho y espectacular paisaje que se abría ante mí, amansando el calor sofocante y la sed que calmábamos también con nuestras botellas de agua. “Podrías deshidratarte en el Gangan, me había advertido Samory.

Durante la escalada, hablamos con un grupo de mujeres del mercado con sus cubos sobre sus cabezas que subían el Gangan para llegar al pueblo de Kiria donde yo tenía que cumplir la misión. Las chicas subían tranquila y progresivamente, pareciendo que ni ellas ni nosotros queríamos despegarnos de la mutua compañía. La que iba al frente sonreía y me contó que hacían esta ruta todos los días. “Desde buena mañana bajamos la montaña con nuestros cubos cargados de comida y tratamos de venderla en Kindia. A la tarde volvemos a subir. De Lunes a Domingo”.

Moussa se sentó sobre una piedra, completamente transpirado en sudor y con la boca abierta, observando como las mujeres del mercado nos dejaban atrás. “Estoy muy cansado”, me dijo el guineano con la lengua fuera. Yo fruncí un tanto los labios y pregunté cuanto nos quedaba. El guineano me dijo que unos diez minutos y la decisión entonces estaba clara: había que hacer el último esfuerzo. Moussa bebió más agua y al poco nos pusimos en marcha, y casi sin darnos cuenta llegamos a la cima de la montaña, ocupada por una aldeíta con sus casas de adobe y techos de paja. Era Kiria.

Un hombre sentado en un banco de madera nos miró un tanto incómodo, como si le hubiésemos interrumpido su paz. Me senté a su lado y poco a poco nuestras energías se compenetraron, hasta el punto de que acabó ofreciéndome un guayabo. Le pregunté al hombre por la familia de Monique y me indicó con un gesto una casita al fondo y me puse en pie. Caminé junto a Moussa y al llegar a la casa, varias mujeres y unos cuantos muchachos y bebés me miraron entre precavidos y asustados. Llevaban unos harapos muy rasgados y permanecían en pie frente a unos calderos sucios que calentaban unas mazorcas de maíz.

Pasó un siglo antes de decirles que venía de parte de Monique y casi simultáneamente esbozaron una enorme sonrisa y profirieron varios sonidos de alegría. A los pocos minutos me sacaron una silla de mimbre y me rodearon de plátanos, pomelos… A continuación, los chicos de la familia se adentraron en las chabolas y salieron con varias fotos donde se podía apreciar a la blanca Monique rodeada de su “familia”, en la playa, recolectando cocos o simplemente corriendo en medio del bosque.

“Monique apareció un día por Kiria y desde entonces nos acogió”, me dijo uno de los muchachos. Yo sonreí y después de darle una mordida a un plátano, no supe qué decir y les volví a sonreír. Nos intercambiamos varias sonrisas más, sin necesidad de hablar y a continuación les di dinero con todo el placer del mundo, dinero que recibieron con toda naturalidad, con dignidad, sin aspavientos, sin jolgorios. Con la misma categoría que he visto en otros pobres cuando reciben dinero del rico. Moussa también le dio algo a la familia y recogió unos cuantos pomelos y plátanos.

Cuando el sol amenazaba con ponerse, decidimos abandonar Kiria. Moussa agitó su mano y me dijo que lo siguiese, que se sabía bien el camino. Nos acompañaban una madre jovencita y dos muchachos, “familiares” de Monique.

Atravesamos varios caminos verdosos, rodeados de pequeños jardines naturales, adentrándonos en un milagro verde. En medio de una senda de tierra, le pedí a la joven madre que me hiciese una foto, y ésta me retrató y sonrió con una pureza y una bondad imposible de conjugar con la envidia, los celos, la rabia. Todo eso. Un volver a nacer. Como el agua cristalina.

Cuando ya habíamos dejado atrás el vergel verde, la chica y los muchachos se despidieron con más sonrisas tiernas y regresaron a Kiria. Moussa y yo continuamos descendiendo una bajada escarpada y salpicada de rellanos verdosos. A los pocos minutos, el guineano dio media vuelta, se introdujo por una vereda dudosa, volvió a retroceder, se llevó un dedo de su mano derecha y otro de su izquierda a las sienes y no reconoció que se había perdido. Tras varios enredos más, pudimos al fin encontrar un sendero que nos llevaba de vuelta a Kindia en medio del verde y algo de amarillo.

Ya en Kindia, Moussa me propuso visitar las cataratas de La Voile de la Mariée, “aún hay tiempo”, me dijo mirando el reloj, y entonces nos acercamos a las cascadas a través de un camino de tierra y baches. El domingo dormitaba y apenas respiraban por aquí el guardián y un artista tranquilo que me mostró su colección de máscaras.

Yo asentí y di varios pasos sobre el jable y me erguí junto a la colosal catarata que me remojaba de calma y me ofrecía un nuevo mundo compuesto por las gotitas que salían despedidas del contacto del torrente con un lago sereno. Seguía elevado, sobre un trozo de arena, una minúscula playa rodeada de árboles de bambú que te enredaban de sosiego y silencios. Abrí los ojos más tarde y decidí comprar una máscara. La máscara que según los africanos, sirve de transmisor entre el mundo invisible y desconocido y la realidad. Ah, la realidad.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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