Buenos días, Monrovia

Monrovia

LEVANTA LA MANO. En medio del juicio, el hombre de pendiente dorado levanta la mano y le pide al juez que le deje ir al baño un minuto. El juez mira a los dos policías y luego concede con una leve afirmación de cabeza. En Paynesville siguen hablando de la mujer de minifalda. La misma que pasó corriendo por aquí para abandonar una caja de cartón rojo en algún lugar del descampado. El abogado de corbata acaba de entrar en una habitación sin ventanas diciendo que no entiende nada. Un hombre que luce una placa de cobre sobre el pecho le ha dicho que se siente y se limite a contestar las preguntas. Harry, el empresario que lidia con el negocio del caucho se rasca su calva cuando recibe una llamada telefónica. Al escuchar la voz al otro lado de la línea, palidece.

En las calles de Monrovia los niños juegan al fútbol y corretean por todos lados chillando y dándole patadas al balón. En los bares suena Takun J y un buen puñado de liberianos mueven la cabeza alrededor de Club Beers y vino de palma. Siempre hay tráfico, siempre hay gente buscándose la vida en medio de cocos, mangos, neumáticos desprendidos de los vehículos que ruedan y ruedan…

El hombre de pendiente dorado se dirige al baño escoltado por los dos policías. Uno de ellos abre la puerta y empuja al acusado dentro de los servicios con desprecio. Los policías se quedan afuera sabedores de que el hombre de pendiente dorado no puede escapar. Un Nissan Sunny destartalado y envuelto en una nube de humo deja a la mujer del vestido rosa en un rincón de Paynesville. Ésta mira a todos lados y comienza a caminar muy deprisa portando una caja de cartón rojo.

El abogado de corbata les invita a pasar a su despacho y a continuación le ofrece un caramelo a la hija de su cliente, una niña de cinco años que lleva un lazo verde en el pelo. El abogado mira a la niña e imita a un elefante abanicando sus manos alrededor de sus sienes. La niña ríe, la madre también ríe y dice que ha de salir a comprar algo y que no tardará.

A las doce del mediodía, Harry llama al director del periódico más influyente de Liberia y con voz firme, con voz temblorosa, acusa a un jefe tribal de comerciar con máscaras africanas y de llevarse una buena cantidad de dinero por ello. La noticia sale en la portada de la edición de tarde. A las doce de la noche, Harry se dirige a un hotel con una botella de ron casi vacía en la mano.

Al hombre de negocios del caucho le acompaña una mujer que no para de carcajear y reír groseramente por la calle. Harry avanza entre tambaleos y también suelta risotadas y otros ruidos. Mucho ruido.

Por una Broad Street flanqueada de flamboyanes circulan varios coches nupciales ataviados de ribetes azules, turquesas y dorados. Los amigos de la novia y del novio van diciendo que hoy empieza una nueva vida para la pareja, una vida de felicidad, hijos y prosperidad. Desde unos altavoces suena el Waka Waka de Shakira que hace sonreír y bailar a más de uno, a más de cuarenta, a toda la calle. Los pequeños comerciantes venden cacerolas, platos, llaveros y ves como Monrovia se mueve, ves como el mundo se está moviendo.

El hombre del pendiente de oro ha dejado una hojilla de afeitar sobre el lavabo y luego se ha quitado los zapatos, los calcetines, los pantalones y la camiseta hasta quedarse en calzoncillos. En unos calzoncillos amarillos. El hombre del pendiente de oro se sienta debajo del lavabo y no recurre al retrete para depositar ahí los excrementos que salen de su ano sino que deja que estos se desparramen por el suelo.

La mujer del vestido rosa sigue caminando deprisa en medio de Paynesville, vuelve a mirar para atrás y se da cuenta que ya casi nadie la ve. Está muy lejos. El abogado mira a la niña de cinco años durante varios segundos. La niña también lo mira un poco con la boca abierta y ojos nerviosos.

El abogado se levanta de su asiento con la agilidad de un gato y se sienta al lado de la niña desde donde puede observar mejor las piernas que se alargan desde la falda blanca y corta de la impúber. Harry cree ver algo, una mujer, una botella de ron, pero realmente lo que está sintiendo es un corte en el brazo, un escozor que lacera como el beso de un escorpión. Todo se ve borroso. Ahora.

En medio del ajetreado mercado, Anthony le dice a sus amigos que ha encontrado trabajo como contable en un banco. Los amigos lo celebran abrazándolo y gritando hurras. Anthony dice que hace unos años hubiese sido imposible encontrar un trabajo como este en Monrovia. Y mientras pronuncia esta última frase, se queda mirando al nuevo puente de hormigón construido por los chinos, a través del cual decenas de coches se abren paso a fuerza de desorden para llegar a Bushrod Island. El mundo se está moviendo.

El hombre del pendiente de oro ya se ha acostumbrado y cuando se traga un trozo más de sus propios excrementos, de su propia mierda, piensa que tan poco sabe tan mal y que todo está por descubrir. Afuera, los policías han golpeado varias veces la puerta y le han gritado que salga ya. Pero el hombre del pendiente de oro prefiere cortarse el cuello con la cuchilla de afeitar y luego toda la sangre se va esparciendo y fundiéndose con la caca, formando un cuadro futuro, más allá de la abstracción: una nueva corriente fundada por un violador.

La mujer de traje rosado llega por fin a un rincón del descampado totalmente abandonado y desierto en algún lugar de Paynesville. Sin brisa. La madre no puede evitar abrir por última vez la caja y observar el rostro de su hijo que ha vivido tres años en esta vida. La mujer de vestido rosa vuelve a cerrar la caja, la deja en medio de los hierbajos y se marcha caminando y luego corriendo y después pensando. Pensando. Pensando.

El abogado ha acariciado el pelo de la niña lentamente ante los escalofríos de ésta y ha empezado a deslizar la otra mano por los muslos de la pequeña hasta encontrar sus bragas y luego su vagina a la que penetra con su dedo índice que introduce repetidas veces. La puerta del despacho se abre poco después y en el umbral surge la figura esbelta de la madre de la niña.

Dicen que cuando Harry llegó al hospital ya estaba muerto. Los doctores hablan de paro cardíaco pero el certificado de defunción no confirma nada. Por la tarde, el móvil de la mujer de las carcajadas y el del jefe tribal comienzan a sonar. Todo es música.

“Nunca mi vida fue tan interesante y especial”, me dice Charly mientras atravesamos en un Toyota Prado el nuevo puente construido por los chinos, “Liberia avanza”. Por la calle, una muchachada salta y corretea mostrando una cartulina donde aparece un muñeco sonriendo bajo un sol hermoso y radiante. La niña se acerca a nuestro coche y nos pega la cartulina en el cristal. Y lo vemos. Vemos un sol hermoso y radiante que atraviesa el puente y llega a la sala del tribunal, al descampado de Paynesville, al despacho del abogado, al tanatorio y a todos los rincones de Monrovia. Un sol gigante y colosal que no para de repetirnos lo mismo, buenos días Monrovia, buenos días Monrovia.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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