Nunca los he tocado. No sé de qué hablan. Ignoro lo que les gusta. En las reuniones suelen estar todos los países menos ellos. He recibido e-mails de compañeros de todas las nacionalidades menos de ellos. Son muchos pero nunca se los ve en los restaurantes, en los bares, en la piscina, tirando un dardo, barajando unas cartas. Donde los ves es por la calle o por las carreteras, siempre de un lado para otro, dirigiendo máquinas excavadoras, dándole órdenes a los obreros liberianos, gritando, alzando manos y levantando los dedos para indicar nuevas instrucciones. Algunos incluso hacen footing por la calle como si corriesen una acera que sólo ellos pudiesen ver. Y es que los chinos en Liberia (en todo el mundo) suelen mirar hacia un horizonte que nadie más puede ver, un océano que sólo ellos pueden entender.
Todas estas palabras las escribo ahora en Monrovia, en frente del Océano Atlántico. Es curioso, supongo: que yo recuerde siempre le he dado a las teclas en frente de muros y rodeado de paredes. No recuerdo en efecto, haber escrito nunca frente a las olas. Y de momento, tengo la sensación de que el mar me distrae, de que el mar es ruidoso y de que el mar me puede dar tantas ideas como olvidos.
No me resulta cómodo escribir aquí. No porque lo esté haciendo en la casa de una terraza ajena en este compound de UN Drive sino por la incómoda silla de plástico sobre la que me aposento, así como sobre la antipática mesa de plástico sobre la que el portátil trata de resultarme verídico a la vez que el polvo procura introducir sus partículas en él.
Mientras tanto, me cuesta lo indecible apoyar mi espalda sobre el respaldo de la silla cuando escribo. Ya estoy sudando y tampoco puedo apoyar los antebrazos. Maravilloso, el mar, maravilloso el Océano Atlántico.
Entonces, pienso en China y en los chinos que trabajan y viven en Liberia de manera casi imperceptible. Pienso en los chinos a los que vemos sin verlos. Pienso en los chinos con los que yo sepa nunca me he intercambiado una sola palabra en Liberia. Sin embargo, veo a los chinos por todos lados. Veo las escuelas que construyen, los puentes que levantan, las facultades que erigen, las carreteras que asfaltan, los hospitales que abren, los puertos que inauguran, las vías de tren que montan. Y sin embargo, no los veo. No puedo hablar con ellos, aunque si escucharlos.
Aunque en realidad, sólo los he escuchado una vez, una noche. Ocurrió en un hotel de Freetown en Sierra Leona. Por primera vez les escuché. Había llegado a un hotel chino porque era barato y además ofrecía unas vistas de la playa de Lumley Beach. En este hotel del que olvidé su nombre, había algo así como una jefa recepcionista china con la que se supone debía tratar los asuntos pecuniarios, la reserva de la habitación y todas esas cosas que deben hacerse en un hotel. La mujer tenía su punto y no sé si llegó a verme durante los tres días que pasé allí. Curiosamente, fui yo el que le recordé el último día que tenía que pagarle. Ella asintió indiferente, apretó varios botones de una calculadora gigante y por supuesto me mostró la cantidad sin decirme una palabra.
Los que hablaban eran los africanos, los sierra leoneses contratados por los chinos que llevaban las maletas, limpiaban el piso y ayudaban en la cocina. Con ellos intercambiaba bromas y hasta chistes, pero de los chinos sólo supe que estaban vivos una noche. Una noche normal en la que me despertaron no gritando, sino hablando con un tono altísimo que para ellos debía ser normal… “Así que los chinos hablan, y además muy alto”, me dije.
Fue la primera y la única vez que interactué con ellos. Rabioso, abrí la puerta y les dije dos o tres cosas en alto, enfadado. Lo que me esperaba iba a ser una reacción maleducada, arisca teniendo además en cuenta que se encontraban en franca mayoría, se convirtió en una reacción de sumisión sorprendente: todos asintieron a la vez a modo de disculpas. Unas disculpas que como suele pasar, no sirvieron para nada porque al poco se pusieron de nuevo a dar berridos.
En una de mis salidas enfurecidas de mi cuarto para pedirles silencio, recuerdo que me llamó la atención ver a un chino fumando mucho en frente de un sierra leonés con el que hablaba bajo una complicidad que me llamó mucho la atención. Definitivamente, los chinos hablaban.
Y es que hasta ese instante en el hotel chino de Freetown, mis contactos con la comunidad china habían sido de lo más surrealistas. Así, una vez cerca de Somalia Drive en Monrovia, el chófer de mi trabajo bajó la ventanilla para preguntar por un sitio al primer coche que pasase que resultó ser el de un chino que todo lo que dijo fue, “oooh, man…” y volvió a pisarle al acelerador para perdernos de vista lo antes posible.
En la terraza del Golden Beach, una vez se sentaron tres chinos y hasta uno de ellos se giró para fijarse en una de mis amigas. Eran tres chinos escuálidos, con los pelos de punta, polos rojos y unas pronunciadas nueces atascadas en sus cuellos. Miraban un tanto desconfiados alrededor, como si mirasen desde dentro de una jaula de cristal invisible, pero presente. En otra ocasión en un hotel de Accra, Ghana, un chino apareció en la terraza de un restaurante completamente repleto. Sin apenas torcer el gesto, cruzó toda la terraza y se sentó en la esquina solo y de espaldas a todo el mundo. De espaldas a todo el mundo.
Y mientras tanto sigo sin ver bien a los chinos. Lo que si veo son las escuelas que construyen, los puentes que levantan, las facultades que erigen, las carreteras que asfaltan, los hospitales que abren, los puertos que inauguran, las vías de tren que montan. La conquista de Liberia y de África con anestesia. Sin necesidad de mezclarse, sin necesidad de informar sobre sus ganancias y sus actividades. Seguir y seguir en silencio.
Me costará volver a escribir frente al mar.
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