Enfurecidos en Liberia

Liberia

VEN, ENTRA. BIENVENIDO A MI CASA DE UN DRIVE. Este sofá color salmón que ves es lo que más me gusta de mi salón, junto a la cocina de barra de granito que observas al lado. El muchacho liberiano que se pasea lentamente por la cocina se llama Kraweah. La pareja de pelo blanco que acaba de entrar son mis nuevos vecinos suizos Hans y Olga.

Kraweah suele venir los martes para ayudarme en las tareas domésticas. Habla poco y  se desliza siempre por la casa como si llevase calcetines, con una discreción que alivia los sentidos. Kraweah sabe exactamente lo que hay que comprar en el supermercado o en las tiendas locales. El arroz o la pasta siempre están listos a la hora indicada, así como el mango y la papaya que descansan perfectamente troceadas sobre la encimera de granito. Kraweah acostumbra a pronunciar tres frases al día si llega, pero hoy martes aún no ha abierto la boca.

Hans y Olga. Mis nuevos vecinos suizos son una pareja que superan holgadamente los sesenta años. Han llegado hace poco a Liberia donde Hans trabajará en la construcción de un puente como arquitecto técnico. Se han acercado los suizos desde su chalet que da al mar y se halla en el mismo compound que mi apartamento en UN Drive.

Ya conozco su chalet. Estuve allí la semana pasada y pude disfrutar desde la terraza de unas vistas paradisíacas que vislumbraban la playa y varios veleros sosegados. Aquel día, la pareja me invitó a pasar al salón de su casa el cual encontré tremendamente espacioso, decorado por una gran librería de madera barnizada, unos jarrones de porcelana, sofás traídos de Francia, piso de mármol y habitaciones extensas que dejaban pasar la luz a través de enormes ventanales. En cuanto a las antenas que vi en las esquinas del salón, venían a ser unos palos de golf, deporte favorito de la pareja.

El zinc y la búsqueda.

Volvamos a mi casa. Mis vecinos suizos han entrado con una cierta reserva repleta de adrenalina, como los niños que esperan a que la madre de su amigo les deje correr por el jardín de una vez. Así que nada más poner un pie dentro de mi casa me han saludado con alborozo, abrazos y luego han mascullado algo sobre el casero libanés.

En realidad Hans y Olga, no están en mi casa para hacer una visita de cortesía al vecino, sino para comparar.

Kraweah permanece en la cocina de granito, sacando una sartén sin ruido, pasando un trapo sobre un cuchillo en silencio. Tras los saludos, Hans exclama dirigiéndose a Olga, “¡Fíjate en la madera de la mesa!, parece fresno traído de Europa. “No creo que nuestro fresno venga de Europa” acompaña la mujer, para recalcar lo lamentable del hecho, y a renglón seguido saca una foto de la mesa y luego otra de la cocina, que provoca un ligero fruncimiento en el labio de Kraweah y un reflejo brillante en la punta del cuchillo que sostiene el muchacho.

En esto, Olga se dirige a la cocina como un rayo y comienza a abrir las gavetas una por una como si buscase un rubí o las llaves de un tesoro. Cuando termina la operación, se da media vuelta y pone sus manos en jarras, “las de él encajan”, le dice a Hans, antes de tomar una nueva fotografía. “Las nuestras –aclara el suizo- no acaban de cerrarse completamente, siempre sobra como unos milímetros que permiten ver lo que hay dentro de la gaveta: platos, cucharas, cuchillos. Inaceptable”.

Kraweah se ha apostado ahora en una esquina pasivamente, con un rostro serio y concentrado. Hans da un paso y señala con un dedo la televisión y luego levanta las manos para decirme con un tono chillón que en su casa la televisión no es de plasma. “No es de plasma”, corrobora Olga y tras varios lamentos y suspiros, la pareja se funde para caminar rápido delante mía y pasar a otra estancia de la casa. Los sigo. Ahora estamos en mi cuarto. Desde la ventana se aprecian algunas chabolas de zinc, gente sin apenas ropa deambulando entre las rocas buscando algo de comida.

“Estamos hartos de este casero libanés, Carlos –Hans abre sus ojos para enfatizar- ¡no tenemos bañera!”. “Pero, en vuestra casa… ¿hay duchas como en la mía, no?”, pregunto estúpidamente. “Sí, duchas hay, pero no es lo mismo. Queremos bañarnos, sabes, tendernos en la bañera rodeados de espuma, esas cosas”, dice Hans a la vez que Olga afirma una vez con la cabeza. Luego Hans se interna en el baño para palpar las cortinas de la ducha con sus dedos como si liase tabaco y me revela que sus cortinas tienen unos dibujos de lo más desagradable, “elefantes y otros bichos”, confiesa Olga tras sacarle otra fotografía al baño y adornarlo con un “ja”, dando la impresión de que ha obtenido una prueba decisiva.

La pareja abre las puertas de los cuartos restantes, no dicen nada cuando descubren un diminuto baño, mi sosa habitación para invitados. Esta vez no hay fotos, sino balbuceos dedicados al casero libanés. Volvemos al salón. Kraweah tiene ahora encajado su rostro entre las dos manos y sus codos se apoyan sobre la encimera de granito, llegando a rozar ligeramente el cuchillo. En el salón, Olga se pone a hablar contando con los dedos, “Necesitamos otro microondas, una televisión de plasma, más cubiertos, un mantel nuevo, jarrones, plantas que decoren la casa…” y mientras Olga sigue enumerando las carencias, Hans la interrumpe para decir que además las olas del mar son muy ruidosas, “y así no se puede dormir”.

Yo miro el cuchillo que está sobre la mesa de granito. Kraweah despega sus codos de la encimera, se incorpora. Esta vez es Hans el que saca la última fotografía desde la puerta de la entrada para tener una mejor perspectiva del salón y la cocina. A continuación, el suizo me da la mano, su mujer me da dos besos, y los dos me saludan desde el umbral de la puerta agitando sus manos como veletas histéricas y acto seguido desaparecen tras cerrar la puerta. Pum.

Ni Kraweah y yo hablamos durante unos minutos. Yo he colocado unos papeles encima del sofá color salmón, he dado unas vueltas absurdas por la casa antes de llegar a la nevera cuya puerta abro. Entonces escucho decir algo con voz apagada y profunda a Kraweah. “¿Perdón?”, le digo.He perdido a mi madre”, repite él.

Y me quedo sujetando la puerta de la nevera que permanece abierta durante unos segundos interminables.

Me giro. Kraweah y yo nos miramos en silencio bajo una sensación de hielo y nieve. Justo después puedo ver a través de la ventana del salón como las cabezas de Hans y Olga salen del compound a un ritmo rápido y ligero. “¿Cómo fue?”, pregunto a Kraweah. “Fue al hospital, tenía un quiste en las axilas, se lo quitaron, no sé, y anoche murió”, dice Kraweah con la misma voz apagada. Sigo con la puerta de la nevera abierta. ¿Qué edad tenía tu madre?”, vuelvo a preguntar. “Cuarenta y tres”.

Cuarenta y tres, un quiste en la axila. Kraweah pone en la encimera de granito un sobre lleno de fotografías. “El entierro”, me dice. Abro el sobre y puedo ver a Kraweah rodeado de mucha gente y empujando un ataúd negro. Sigo pasando fotografías hasta que algo me hace levantar un poco la vista y vuelvo a ver a Hans y Olga entrando muy rápido en el compound. Parecían muy enfadados, diría que enfurecidos.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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