Se beben nuestra sangre en Liberia

Se beben nuestra sangre

MÍRALA BIEN. Una mujer liberiana. Una mujer de labios muy gruesos que me observa a través de unas gafas de sol que camuflan dos diminutos ojos azules tratando de esconderse y transmutándose en dos canicas celestes, astrales, enfermas. Se mueven. Me resulta muy difícil creer que esa coleta castaña que se alza sobre su nuca sea suya. Ni siquiera estoy seguro de que sea una mujer la mujer que me habla. La mujer que me habla con una voz oscura, con una voz clara, con un lamento que rezuma hartazgo inveterado, costumbre del sufrimiento. Son tantos años ya… Y pincha una y otra vez (es decir, una y otra vez) el dedo corazón de su mano izquierda contra su palma derecha, para aclarar que ese es el color de su piel y sólo eso, una piel. Tan solo eso.

Dos hombres liberianos. La escoltan dos hombres que me miran de manera irregular y desconfiada, tal vez descoloridamente. Deshaciéndose. Uno de ellos es rosado de piel, ojos claros y rostro asustadizo que mira para abajo cuando mis ojos se dirigen a los suyos. Cuando unos ojos se dirigen a otros ojos. A la derecha de la mujer, existe un hombre que parece haber tomado los rayos de un sol equivocado. Unos rayos que le han dejado la cara marcada de franjas claras y oscuras. Cebra es. Y la mujer sigue hablando. Sabes, puedo ver sus labios zozobrando, derecha izquierda, arriba abajo, la carne desparramándose, arriba abajo, sus ojillos escondiéndose, su voz de trueno, tormentosa. La lluvia.

Un brazo. De pronto la mujer se agarra un brazo, se pellizca con saña un pie, se muerde un hombro y transforma su mano en un hacha para cortar el aire y denunciar que hay muchos hombres ahí fuera (ahí, fuera) que los están descuartizando a ellos. Que descuartizan a los que son como ellos para comerciar con sus manos, sus dedos, sus huesos, porque los de ahí fuera les atribuyen poderes mágicos.

Y se beben nuestra sangre”, y la mujer simula atrapar un recipiente y bebe de él. “Nuestros dedos, nuestras manos, nuestros brazos, nuestros huesos, hacen ricos a los de ahí fuera si consiguen usarlos en pociones preparadas por los brujos locales bajo ritual secreto”. Y la mujer cierra sus puños ante el asentimiento de su escolta rosada y cebrada. El rosa y la cebra. Y una mujer de voz tormentosa.

Los puños. Abre los puños la mujer antes de pasarse un dedo por el cuello y denunciar que “muchos de ahí fuera creen que a gente como nosotros hay que matarlos (se pasa un dedo por el cuello) porque somos el producto final de una maldición de Dios, un escupitajo de nuestros antepasados muertos”, y mira hacia el techo, se muerde los labios. “Y nadie nos acoge, se persignan a nuestro paso, no nos dejan leer, escribir, no existimos. Creen los de ahí fuera que nosotros no morimos, sino desaparecemos, nos desvanecemos, dejamos de existir”. E incorporándose me agarra las dos manos para elevarlas y decir en alto, “y hasta creen que tocarnos da mala suerte o provoca cáncer”. Y pasan tres siglos antes de que suelte mis manos.

Me muevo un poco sobre mi asiento, repaso los dedos de mi pies con mis zapatos, tengo ocho dedos, tal vez siete, presiono algunos botones de mi móvil. Pero mi absurda operación de reconocimiento es interrumpida por un gesto seco de cabeza de la mujer dirigido al hombre de rostro cebrado que acto seguido abre un ordenador. Frente al brillo de la pantalla, la mujer comienza a tocarse su propia cara y me habla de un “misterioso cáncer” que está acabando con muchos que son como ellos y a su vez señala la pantalla con el dedo.

Detecto entonces el sonido del portátil girándose hacia mi con la intención de mostrarme una foto donde aparece alguien calvo y con el rostro invadido por una especie de masa de pus gigante, sangre coagulada, granos violetas y un resultado humanamente imposible. Se produce un silencio durante unos segundos. Pasan más siglos.

Alterno mi mirada entre la pantalla del ordenador (que brilla y brilla) la mesa de madera (madera madera) y los tres visitantes. Entre la pus, la madera y los tres, la madera, el pus y los tres, y la sangre, sintiendo como si una culebra se me deslizase desde la garganta y bajase por mis intestinos, por los riñones.

Me muestran una segunda foto de la misma persona ataviada esta vez con un vestido de terciopelo rosado y encajes plateados. Descansa en una especie de ataúd, con la cara polvoreada y los ojos cerrados. “Es la hermana Almina. Tiene ese extraño cáncer”, aclara la mujer, “y no sabemos cuantos días le quedan”.

Queda poco tiempo y a los pocos minutos me pongo en pie. Los visitantes me imitan y me rodean. Les vuelvo a saludar, a tocar, para despedirme. Saludo liberiano, clac, clac. Y cuando abro mi ordenador unas horas más tarde, me encuentro con un e-mail rosado que anuncia, “nuestra hermana Almina ha fallecido. Tus amigos albinos te agradecemos una oración breve y sentida”.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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