APENAS PUDE VERLO. Pero según Samory, el espigado edificio que se levantaba sobre nuestras espaldas venía a ser el Palacio Presidencial. Me di la vuelta y de forma fugaz llegué a ver una enorme placa dorada, un susurro de oro y una bandera majestuosa de Guinea Conakry. Al darme la vuelta, ya nos habíamos adentrado en el Barrio de Boulbinet, que se hizo a un lado para presentarnos el Palais des Nations, con un parecido inevitable a un campo de fútbol, gracias a su cuerpo circular, y a su embadurnamiento amarillo girasol que atestiguaban la recuperación del ataque sufrido en 1996 cuando aún albergaba la oficina presidencial.
Samory aparcó luego en frente del Hotel Novotel que transpiraba de gris y se ondulaba como dos olas puestas en pie. Dejamos atrás la elegante recepción, la piscina y llegamos a un jardín auscultado por un paisaje de bajamar que revelaba unas rocas, y un barro presentando un escenario volcánico, petrolífero y definitivamente sideral. Una destrucción imaginaria había escupido este fresco que se completaba con un faro al fondo, y un puerto fantasma a la derecha escoltado por unos siniestros barcos de carga.
Por los jardines se deslizaba un chino portando una potente cámara de fotos que retrataba el paisaje y los niños. Después de cada clic, el fotógrafo apartaba la cámara de su rostro y esgrimía una sonrisa. No muy lejos de él, otro chino pegaba su oído izquierdo a su móvil y daba pasos cortos bajo una áurea preocupada.
Conseguí arrancarle una foto a este hombre de negocios que me respondió con una mirada asesina.
Desde los jardines del Novotel se veía con nitidez el mercado del pescado y el área portuaria. Samory me hizo un gesto y nos montamos en el Peugeot para atravesar varias calles cercenadas por montones de basura acumulada combinándose con un trasiego imparable. Al llegar al mercado, Samory levantó el tono de su voz nada más salir del coche y espantó a varios tipos sin camisa que me habían dicho algo. “Sólo queremos hablar con el patrón”, afirmaban mirándome de reojo.
Samory les habló en un malinké rotundo y los chicuelos se retiraron despejando una vista navegada ahora por decenas de pateras o pirogues invadidas por banderas coloridas y pintadas chillonas. Unos cuantos pescadores cosían las redes de pescar ahí mismo, ayudándose por unos dedales de madera y de sus manos. Olía a mar intoxicado de fritanga, pescado salado y un metano confuso que encontraba su aliado en la dársena del puerto donde dos cerdos tragaban toda la basura que podían sobre una tierra negra y lúgubre. En esto, Samory me dijo que tenía que hacer algo antes de abandonar Boulbinet Port, y acto seguido se metió en un cuarto con más fieles y alfombras y se puso a rezar.
La excursión estaba llegando a su término, y yo insistí en pasear por la Avenue de la Republique, área de Kaloum y que albergaba a los bancos, centros de internet y comercios. El mapa afirmaba que esta área abrigaba el bulevar 1, el bulevar 2, el bulevar 3… los cuales no cabía la menor duda de que habían nacido del mismo útero, el mismo día, ya que su caótico parecido era tan evidente que resultaba casi imposible distinguir un bulevar del otro. Lo mismo ocurría con muchísimas más calles de Conakry. Bajo letreros y denominaciones afrancesadas, las calles escondían un caos que sólo los africanos, sólo los guineanos, podían descifrar lógicamente.
El croquis que había garabateado a la mañana me sopló que aún quedaba por visitar el barrio de Ratoma que absorbía las áreas de Taouyah, Kipé y Kaporo. El Peugeot vino tinto se dirigió a la zona a través de la Route de Donka, mientras decenas de mujeres a lomos de ruidosas motocicletas nos embestían una tras otra.
Llamaba la atención la cantidad de mujeres motoristas que se infiltraban por Conakry, cuando lo más normal en la región es ver al hombre a los mandos del manillar.
Llegamos a Ratoma, y en medio del gentío mezclado, me sentí cómodo al ver la cantidad de tresillos vacíos que se posaban en las esquinas esperando un comprador con dinero. Por estos barrios también venía a descansar el liceo Albert Camus, polvoriento e iluminado de mayonesa rosa en medio de edificios construidos por los chinos.
La noche había caído sigilosa y le pedí a Samory que me llevase de vuelta a Minière. Tardamos bastante más de lo previsto puesto que a cada paso nos frenaban los controles militares comandados por fortachones soldados de boina acompañados de altos mandos. Ataviados con uniformes verdes, metralletas modernas y linternas, los soldados revisaban cada rincón de los vehículos y luego miraban al conductor durante unos segundos. Para continuar el trayecto, algunos sacaban una mano y depositaban algo en la mano de los militares, otros pronunciaban la palabra salvadora ‘diplomatique’ como fue nuestro caso. Samory me contó que el actual presidente Alpha Condé que había luchado durante muchos años contra la dictadura de Lansana Conté, había prometido en vano la supresión de los controles militares. “Los militares tienen mucho poder. Si el presidente no les deja rapiñar por las noches, se metería en más problemas”.
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