MONIQUE, LA MUJER QUE ODIABA (Y AMABA) GUINEA-CONAKRY, se había permitido otra tregua con este país al revelarme, “si vas a Conakry, vete a las islas: un auténtico oasis”. Samory sonrió dentro del Peugeot vino tinto y puso el motor en marcha antes de decir pausadamente, “Carlos Battaglini se dirige al Archipiélago de Los.
Carlos Battaglini visitará la isla de Room. Carlos Battaglini está en Conakry”. Gustaba Samory de pronunciar dichas sentencias en tono histórico, casi novelesco, sintiendo uno que caminaba por una página de un libro de Stevenson cuya inspiración por cierto, según muchos guineanos para escribir La isla del tesoro provenía precisamente de esta isla de Room a la que ahora me dirigía. El mismo Samory me confesó que él nunca había puesto una uña en estas islas, que antiguamente llegaron a ser un punto clave en la trata de esclavos. “El mar da miedo, los barcos se mueven, algunos se hunden”, me dijo el guineano justo en frente del Port de Boulbinet.
Vamos a la pelea. Llevaba unos días endureciéndome a base de ser generosamente timado cada vez que entraba en juego la cuestión pecuniaria. Así que con tres lecciones bien aprendidas, logré conseguir un precio ‘decente’ para viajar a la Isla de Room al bordo de una patera maquillada de turquesa.
Mientras navegaba rumbo a la ínsula, giraba el cuello para atrás de vez en cuando, comprobando como Conakry se hacía más pequeña, el Palais des Nations con su aspecto de estadio de fútbol, el grisáceo Novotel, el puerto de Boulbinet… Me volvía a dar la vuelta y ahí estaban las islas, verdes, montañosas, arenosas, amables.
Y un poco más adelante emergía Room, la isla de Room, con un primer frente de playa compuesto de coquetas casitas que sentían en sus espaldas el aliento de la clorofila y la colina. El litoral resistía como un milagro despejado, ajeno aún al agresivo ladrillo, a la grúa rapaz.
Un país tropical. Todo eso. No podía evitar pensar en tropical mientras me acercaba a la orilla sobre un mar celeste que se fundía con las palmeras, los cocoteros y otros sentimientos. La isla de Room era una foto que se movía. Una película frente a mis ojos. Y más palmeras. Muchas palmeras en la isla de Room. Más cocoteros. Un país tropical.
Nada más varar la patera frente a la isla, apareció un grupo de muchachos que interrumpieron mi sosiego con sus rostros materialistas y sus adules engolados. Y eso que definitivamente había hecho bien en ir un lunes a la isla, con la idea de evitar a los turistas (recordemos: el turista odia al turista) y salvo unos franceses recién llegados de París y unos chinos de camisas de lino blancas, no llegó nadie más al trocito de tierra durante todo el día.
Sin embargo, la soledad absoluta se resistía a tomar forma, boicoteada por estos tres muchachos que me rodeaban como satélites incombustibles. Los mismos pícaros stevensianos, no pudieron evitar disgustarse cuando les dije que iría a visitar el hotel que se levantaba al otro lado de la isla como así recomendaba la guía que llevaba conmigo.
Dicha decisión entraba en conflicto con el objetivo de los pilluelos, que pretendían llevarme a la aldea… y sobre todo aspiraban a que me quedase en esta misma playa donde ellos cortaban el bacalao. Pero yo me mantuve firme y seguí caminando en busca del otro hotel, mientras los muchachos me escoltaban incómodamente.
Me mordí el labio inferior. Al comprobar como en la playa que orillaba al otro lado de la isla, reposaba en frente el otro hotel que se dejaba invadir de papeluchos y otras suciedades, impregnando una dejadez inhóspita. Lo contrario de un imán. Los muchachos, satisfechos, me tiraban de un brazo para que regresase a la primera playa.
Ante el panorama que se erigía en este costado de la isla, me mordí el labio superior y acabé cediendo.
Durante el camino, descubrí otro hotel plagado de banderas chillonas, cubierto por la rafia y animado por una música chill out que hacían pensar en el turquesa y el cobalto y en dejarlo todo de una vez. Más adelante, me topé con un espectacular árbol baobab, dotando de personalidad y presencia a la zona. En la isla de Room.
Ya en la playa del principio, negociamos el precio del almuerzo. Lideraba las conversaciones un tipo fuerte que lucía una camiseta del Inter de Milán. Cuando les dije que no pagaría el equivalente a treinta y cinco euros por un pescado, todos emitieron ese ruido salivoso que denota fastidio en África, “ffti”. Finalmente llegamos a una especie de acuerdo. No fue difícil descubrir al poco como los muchachos estaban compinchados con el patrón de la patera que me había llevado a la isla, y otros “negociantes” que pululaban por la isla.
Con todo. Era maravilloso estar en la isla un lunes. Poca gente, el silencio, isleños surgiendo entre las palmeras y desplazándose con esa parsimonia africana, el mar. Justo en este momento, me di un baño mirando de reojo mis pertenencias, que uno de los chicos se había empeñado en custodiar. Los otros muchachos habían desaparecido. Sólo respiraba la paz, y pensé dentro del mar en ser libre y hacer sólo lo que me gustase a partir de ahora. Lo pensaba mientras me remojaba y me sumergía. Y lo volvía a pensar.
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