Uno de los camareros del Princess Yenenga me orientó gesticulando mucho con sus manos y al rato salí a la calle. El calor, qué calor. Definitivamente, a Uagadugú no le debía de caer muy bien las personas con presiones bajas. La única vez que conseguí ver la temperatura, el reloj marcaba más de cuarenta grados. Un calor tan fuerte que me dejaba atontado y me producía dolores de cabeza.
Pero de momento aguantaba y aguantaba, dirigiendo mis pies por unas calles de sabor canela que me llevaron hasta la Avenue de l’Indépendance y los edificios gubernamentales del entorno. Por la calle me cruzaba con muchos soldados, miembros de un ejército que hasta hace poco se había mantenido casi siempre fiel a Blaise Compaoré, lealtad que quedó en entredicho recientemente cuando una cantidad importante de militares se lanzó a la calle para pedir mejores condiciones para el gremio. Compaoré, decidió entonces desarmar a muchos soldados para evitar una rebelión interna.
En medio de un ruido de botas, comprobé como la ancha Avenue de l’Indépendance se preparaba para un desfile militar que tendría lugar en unos días. Con tanto soldado presente, en esta calle era mejor esconder la cámara fotográfica y olvidarse del clic. Seguí caminando entre varios edificios del Gobierno hasta llegar al boulevard Charles de Gaulle, que empezaba a partir de un monumento dominado por un gallo en lo alto de un tronco.
El calor, el calor, mucho tráfico y mis vueltas, mis absurdas vueltas, a la deriva, como suelen serlo, un mirar por mirar, un fuera de contexto intencionado, esta vez en un paisaje calorífico y con pocos resquicios para algunos árboles incapaces de retar a un panorama mayoritariamente marrón y seco.
Volví sobre mis pasos con la idea ahora sí de alcanzar el centro, la Place des Nations Unies. Por la calle seguían desfilando militares tapando por algunos momentos carteles coloridos que anunciaban diversos espectáculos culturales. No en vano Uagadugú es posiblemente la ciudad que trata mejor a la cultura de toda la región: una relación significativa que se forjó con la administración de Sankara en su momento y que se ha mantenido hasta ahora.
En Uagadugú ir al cine y al teatro entre otras posibilidades, son realidades diarias. De entre todos los espectáculos, levantan la mano reclamando una mención especial el festival de cine Fespaco y la feria de artesanía SIAO.
Me fijé en el tráfico. A pesar de la evidente pobreza de Burkina, en este país no abundaban tantos coches de la ONU, UE u ONGs como en otros países de la región, tales como Liberia o Sierra Leona, más necesitados aparentemente. Uagadugú presentaba su eficiencia débil, pero constante a través de servicios básicos de transporte, o de limpieza.
Como suele ocurrir, no les iba mal a los bancos y a las gasolineras que ocupaban las mejores instalaciones. Con todo, los burkineses que dormían en la calle y en casas derruidas, recordaban que aún Burkina Faso es un país extremadamente pobre.
Seguí caminando y avisté al fondo el globo terráqueo que le da vida a la Place des Nations Unies. Frente al globo, descubrí a un hombre dirigiendo el tráfico bajo una máscara y unas delgadas y largas muletas de madera. Un zancudo. Un zancudo dirigiendo el tráfico en Uagadugú. Seguí caminando hacia la Place des Nations Unies y en medio de la ruta me topé con varias librerías al aire libre.
La mayoría de los libros eran clásicos franceses de segunda o tercera mano. Manoseé varios textos y abrí más los ojos cuando descubrí varios libros sobre la figura de Thomas Sankara. Le pregunté a un tipo de boina si no tenían problemas en publicar estos libros, “mientras paguemos los impuestos…” me contestó.
Ese dicho. Pensé en ese conocido dicho que afirma, “cuando no puedas con tu enemigo, únete a él”. Ciertamente, parece claro que el Gobierno de Compaoré, entre que no reconoce su autoría como ejecutor de la muerte de Sankara, unido a la imposibilidad de borrar su imagen, ha optado por permitir un mínimo culto a la personalidad de Sankara, tributándole por ejemplo una avenida y permitiendo que su tumba (a pesar de encontrarse a las afueras de la ciudad y en un cementerio completamente marginal) se mantenga erigida. Con todo, cuando el Gobierno de Compaoré siente que las voces discordantes se vuelven demasiado chillonas, entonces interviene. Como cuando el líder opositor Clément Ouédraogo (antiguo compañero de Compaoré) fue asesinado en 1991.
Le compré al tipo de la boina el libro Qui était-il?, primera parte, el cual bajo la batuta de Bruno Jaffré, reúne declaraciones de personajes relevantes de la política burkinesa sobre la figura de Sankara (no siempre laudatorias) así como diferentes discursos y frases célebres de éste como, “mi país está sucio y yo me comprometo a limpiarlo con mi propia sangre”.
También se pueden apreciar algunas fotografías donde aparecen juntos Sankara y un hierático Compaoré. Aún despistado con los cambios entre dólares y francos africanos, me convertí en una presa fácil para el vendedor de la boina que afirmaba que estaba pagando cuatro euros, cuando en realidad mi bolsillo se había desprendido de treinta y siete. “Burkina es el país de la paz y la amistad”, me dijo antes de entregarme el libro.
Seguí caminando. Con el espigado cartel de la gasolinera Total a sus espaldas, me encontré por estos lares con una veintena de musulmanes rezando. Se agachaban, se levantaban… En Burkina, un 90% de la población es o bien musulmana (50%) o bien animista (40%) aunque es común que ambas religiones convivan pacíficamente. Hay asimismo un 10% de cristianos. Burkina también da cobijo a una alta diversidad étnica con más de 60 tribus. Lo más numerosos son los Mossi (48%) En cuanto a los lenguas, se habla sobre todo francés, moré, fulfulde y lobi.
Volví a activar mis piernas y mi mano tropezó con unos periódicos que se apostaban frente a una librería. Descubrí así un puesto de periódicos, donde destacaban las portadas de L’Evénement, Le courrier confidentiel o L’Observateur, la mayoría de ellas haciéndose eco del desfile militar que acontecería en los próximos días. No muy lejos de aquí, presioné el botón de la cámara fotográfica para retratar al curioso Maison du Peuple, el cual me hizo pensar en una especie de edificio chino, debido a sus cúpulas como en forma de sombreros triangulares de acero.
El estómago avisó y pude comer algo por aquí. Dado que el calor seguía siendo atosigante decidí llamar a un taxista que Joana me había recomendado con la idea de seguir la excursión en coche. Así es como apareció Idrissa en un Mercedes prácticamente desguazado pero respirando. Idrissa era un hombre de unos cuarenta y largos, de expresión afable y que me abrió la puerta de su taxi con una sonrisa.
Al cabo de unos minutos nos adentrábamos por el sur, concretamente por la Avenue Kwame N’Krumah (que homenajea al líder ghanés Kwame N’Krumah) lo que me permitió contemplar la mezquita y otros monumentos interesantes. Pero Idrissa paró el coche de pronto y susurró varias palabras inteligibles. “¿Dónde vamos?”, me preguntó poco después. “A los sitios famosos”, contesté yo, mirando por la ventana.
Pero el taxista burkinés resoplaba, negaba con la cabeza. De nuevo la lógica espacial y orientativa africana, me despistaba. Yo despisto, tú despistas, nosotros despistamos, vosotros despistáis. Hablamos sin entendernos un rato, me rasqué el pelo durante unos minutos y nombré varios clásicos que llevaba apuntados y Idrissa afirmó con la cabeza, derrotando así al titubeo. Vamos.
Seguimos hacia el norte y pasamos por la Place de la Révolution atalayada por una llama de cemento y rodeada de postes con la bandera de Burkina, uniéndose entre sí a través de cadenas constantes. También bordeamos la Delegación de la UE, envuelta en un edificio color café con leche y con un cierto aire musulmán. La avenida se completaba con bancos bien mantenidos, correctos restaurantes y decentes edificios.
Volvíamos a la Place des Nations Unies, atravesando entre otras la Avenue Boumedienne y rozando el Grand Marché (cuyo incendio en 2003 provocó una radical transformación de la ciudad) que se empezaba a recoger. Desde el ruidoso taxi de Idrissa, se nos presentó también la Place du Cinèaste Africain que se componía de varios platillos superpuestos de diferentes colores. En frente de la Place Naaba-Koom resistía una estación de trenes, apuñalada de desolación. Fue aquí cuando Idrissa me miró por el espejo retrovisor y me dijo, “ya está, este es el centro, los sitios famosos de Uagadugú”.
Ya anochecía y la ciudad se iba calmando. El hotel suponía la próxima parada natural, pero, ¿por qué no ir al cine? ¡Al cine! Nunca había tenido la oportunidad de ir a un espectáculo cinematográfico en África. Era el momento. Idrissa consultó su móvil en busca de las películas de hoy. “En el Cine Burkina proyectan, Commisariat de Tampy III, con actores como Samira Sawadogo o Roger Zami”, informó el conductor. Levanté los dos pulgares y acto seguido se encendió a trancas y barrancas el motor del Mercedes.
Aclaremos. En mi vida ¡lo juro! había abandonado una sala de cine. Pero Commisariat de Tampy III era demasiada provocación para la santa paciencia, incluso para la de aquellos cuya curiosidad reta al infinito. Pongamos que hablamos de un culebrón que nos presenta varias historias: un soldado patán, adulterios, traiciones, embarazos inesperados, geniudas madres africanas… Dieciséis minutos eran aguantables, una hora y media…
Y llegó ese instante. ¿Lo hago o no lo hago? Asombrado, observé como mi cuerpo se ponía en pie, abandonaba la sala y se iba directo al hotel. Mañana continuaría el recorrido. Uagadugú seguía, Burkina Faso no se iba a parar.
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