No puedes vivir en Mamba Point si no tienes dinero

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NO ME ACUERDO MUY BIEN DE DONDE VENÍA, pero caminando por UN Drive me encontré con una isla desamparada a mi derecha. Ahora lo recuerdo. Venía de Miami Beach donde había ido a parar tontamente de la mano de Jacinta y su hija que me habían traído hasta aquí a través de un camino inhóspito de piedras y más piedras que desembocaba en una callejuela de donde no paraban de salir motoristas.

Y más motoristas. De hecho. Hacía un tiempo ya que sólo veía salir motoristas por esta callejuela que desembocaba en UN Drive, calle que no paraba de recibir cabezas y manillares. Todo era un enjambre de motos y más motos. Saliendo y saliendo por UN Drive. Y cuando Jacinta me había llevado hasta el final de este camino rocoso para pedirme un favor que no acepté, llegamos a un bar circular de paredes pintadas de turquesa sobreviviendo entre la callejuela y Miami Beach. Así que de aquí venían las motos. Era esto. Así de simple. Un bar. La playa. Y el mar. La gente salía de aquí en manada sencillamente porque al fondo del camino se hallaba esta combinación de elementos insuperables.

Y al lado, ahora, la isla desamparada.  

Junto al bar de paredes pintadas de turquesa, en la playa, me encontré con el grupo del Hash formando un círculo. Venían de correr, de hacer deporte o algo así. Yo tenía la cabeza embotellada, llena de información inane, con cara de haber empollado, ojos inyectados en sangre y por un momento el contraste de mi fiebre testal con la frescura de los deportistas fue tan inaguantable que acabé retirándome de allí y volviendo a UN Drive.

Era sábado. Los domingos. A esa hora en la que dicen que nadie hace nada. No sé. Los domingos. A esa hora en la que dicen que nadie hace nada, escuchaba ahora una música que venía de la calle. Escuchaba a Bob Marley, escuchaba a Flavour, escuchaba a P Square y a muchos más, mezclándose los ritmos con la algarabía africana enredándose de gritos eufóricos, de chocares de cascos de cerveza, lío, barullo y diversión proveniente de la calle, de las chabolas, del bar del nigeriano…

Me gustaba escuchar esos sonidos los domingos por la tarde, porque de una manera u otra desafiaban a la melancolía general que suele acontecer a dichas horas. ¿Sí, no? Tecleaba el ordenador, paseaba por el salón, levantaba un vaso y de fondo la música, la calle, el ruido, el origen de una fiesta tranquila, segura.

A veces las verbenas se demoraban más de lo que deseaba y tenía que recurrir a unos tapones de espuma para conciliar el sueño, entrándome esporádicamente un “no woman no…”. Y me apretaba los tapones. “No cry”, entraba finalmente. Y me daba igual.

Desde hacía unas semanas sin embargo, me parecía que UN Drive estaba bastante tranquila. Si llovía, no lo sabía. Si hacía calor, no me daba cuenta. Si tocaban la puerta de mi casa, creo que no era para mí. No sé, me daba la sensación de que esa hilera de chabolas y bares abigarrados levantados al son del zinc, la madera y los bloques por aquí y por allá, se habían tomado un descanso.

Todo empezó a encajar cuando me encontré con la isla desamparada a mi derecha. Entonces me paré en medio de este páramo, de este vacío. Extrañado. Faltaba algo. El paisaje se había transfigurado. A mi derecha me encontré con un llano, con un barrido, una limpieza piédrica. Levanté mi cabeza, miré más adelante, di unos pasos ¿dónde están los bares? ¿dónde está el puesto de cigarrillos y tarjetas de móviles amparado por esa sombrillas tricolor? ¿dónde se encuentran las despensas oscuras y albergadoras de víveres? ¿dónde está la gente? ¿y el bar del nigeriano? ¿y el ruido? Pero a la derecha sólo se veía una isla desamparada.

Porque estoy seguro de que aquí, a la derecha, al lado del hotel Atlantis hasta hace poco había mucha gente viendo y viniendo. Y ahora había una isla desamparada. El espacio había sido peinado y se habían formado llanos y rellanos de piedra y escombros, como víctimas de un tornado eficiente, una apisonadora sencilla. .

Sin embargo, en medio del vacío y las piedras, de la isla desamparada, aún sobrevivía una chabola cubierta de zinc, plástico, madera.

Dentro había varias personas, quizás llegaban a tres, quizás esas personas que daban pasitos dentro del habitáculo, sin mucho margen para moverse y para nada, constituían una familia. Me quedé mirando un momento más aquel paisaje desolado, casi surrealista, y cuando mis ojos se volvieron a posar sobre la isla desamparada, me crucé la mirada con un muchacho sentado sobre un cubo. Un muchacho con mirada triste y orgullosa. Alguien había apagado la luz.

Seguí caminando por UN Drive y no muy lejos de mi casa, me encontré con Samuel, el recadero de mi casero. “¿Qué ha pasado ahí, donde está la gente?”, le pregunté. Samuel se levantó y abandonó la charla que mantenía con varios amigos. “Bueno, llegó el familiar de un político muy poderoso y reclamó la tierra. Entonces llegó la policía y echó a todo el mundo.

El bossman quiere construir unas naves comerciales”. “¿Y la gente?”, le pregunté. Samuel se río sin reírse y agitó la mano como quien espanta a una mosca, “por ahí. La gente está por ahí, han tenido que irse, a cualquier lado”. Samuel permaneció callado unos segundos y luego me dijo con una sonrisa que no sonreía, “no puedes vivir en Mamba Point si no tienes dinero”, y se dio media vuelta. Y al fondo, aún la isla.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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