No es que la literatura sea una mierda. Es más, aunque la denominación ‘literatura’ me resulte más bien aburrida, posiblemente no haya ningún intento más sincero que ella para explicar a su manera el mundo, la vida, lo que sea. Ocurre, y creo que me refería a eso cuando decidí este título, que la literatura ¿adolece? del impacto de la inmediatez. Una mujer desnuda, unas tetas, el sexo, eso es inmediatez. Estar en Buenos Aires en la primera fila de un concierto de los Rolling Stones, eso es inmediatez. Recibir un puñetazo de Alí, el mazo de Foreman, eso es inmediatez. Jugar la final de la Copa de Europa, eso es inmediatez.
Sin embargo, la literatura te pide otra cosa. Requiere paciencia, calma, tranquilidad, un silencio para tenderte y abrir un libro para ir pasando páginas y páginas…
Se trata digamos de una especie de acordeón que se mantiene cerrado, muchas veces con aspecto hermético, y poco a poco se abre, desplegando (cuando la obra es buena) todo un poder único y universal, y me atrevería a decir que absoluto.
Tras el concierto, uno siente como la euforia va disminuyendo, como el zarpazo de la realidad te obliga a esperar una cola, a atarte unos cordones. Casi todo se acaba repitiendo. Sin embargo, la literatura, un buen libro, es una inyección de vitalidad, un chute anestésico que va deslizándose por la sangre poco a poco hasta atraparte en las redes de la vida o la muerte, o lo que sea. He ahí el poder o más bien el misterio de este arte oculto, exigente, alejado del proselitismo: tienes que ir tú a por ella.
Pero la inmediatez. Vuelvo a la inmediatez. Resulta difícil interesarse por un libro cuando uno pasa hambre; cuando uno está buscando trabajo se olvida de Proust, le pone nervioso Joyce, quiere recibir una información sencilla, fluida, basada en la inmediatez. Entenderlo todo desde el principio. Esa es la clave, quizás.
Y eso es lo que habría que conseguir: que un libro, una novela, cualquier obra escrita tuviese ese doble poder. No sólo el poder paulatino de irte ‘colocando’ a medida que pasas páginas, sino que nada más ver ese libro el cuerpo, la mente, todo nuestro yo, sintiese ya emoción. Como si fueses a jugar la final de un partido de tenis. O sentir esa sensación, ese cosquilleo, esas mariposillas que revolotean cuando aparece esa persona. Me refiero a todo eso. Y me pregunto cómo se podría llevar a cabo en literatura.
El marketing lo intenta a su manera. Normalmente cuando hojeamos un libro, nos encontramos con una contraportada plagada de loas, piropos y demás peloteo sobre la obra abordada. No creo que sea suficiente. Se intenta también elegir un título impactante, una portada llamativa, unos colores vivos que hagan sonar la tecla neurológica que nos conduzca a ese libro, de una manera casi hipnótica, como cuando voy detrás de esa tipa, como cuando sin yo forzarme a nada, siento una revoltura de estómago marcada por la emoción.
Me pregunto si se puede lograr eso. Si se puede conseguir que un libro, nada más verlo, sin ni siquiera abrirlo te haga vibrar involuntariamente, te haga despertar los cinco sentidos, te produzca una sensación de inmediatez inevitable, un ‘algo’ que te obliga a seguir esa emoción. Y eso se debe conseguir, puesto que si fuese imposible dejaría de escribir hoy mismo. Ahora mismo.
Eso es lo que quiero conseguir: disparar desde el principio, despertar todos los instintos, obligarte a seguirme tras apenas haber aparecido.
He ahí la cuestión. Que no debas esperar a abrir el libro, tenderte, buscar la intimidad. No. Que los placeres de la lectura solitaria continúen, evidentemente, pero que se le añada la emoción instantánea.
Se me vienen a la cabeza varias obras que me golpearon insistentemente desde que las conocí. De ese tipo de libros que se te insinúan desde una minifalda de letras, cubiertas de hojas provocadoras, mostrando alguna foto impactante… Me ocurrió en la universidad cuando abrí El Anticristo de Nietzsche y leí las primeras líneas, “Mirémonos a la cara. Nosotros somos hiperbóreos, sabemos muy bien cuán aparte vivimos…” Ya desde la portada se intuía una necesidad instantánea, un grito de fuego, un chillido de necesidad, un mensaje rotundo, “lee este libro”. Y tras leer varias páginas, tuve que cerrarlo porque ya me veía totalmente atrapado.
Enseguida, Nietzsche me había lanzado una red de que la que tan sólo me podía librar en los primeros minutos, so pena de acabar metido en una cama y leyendo enfermizamente.
No lo hice porque yo ya estaba leyendo otro libro, y no quería interferencias. Pero es posible que aquella vez sintiese por primera vez la llamada inmediata.
Hace poco me pasó algo parecido. Otro libro que tuve que cerrar. Esta vez, la obra no me había llamado con la fuerza de Nietzsche, pero cuando abrí las primeras páginas de Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, tuve rápidamente que dejarlo. Me veía atrapado, sin remedio, pasando página tras páginas.
He ahí la cuestión: atrapar desde el principio. Me refiero al principio: ni siquiera esperar a abrir las primeras páginas, sino llamando al lector desde la estantería (o incluso antes: una fuerza arrastrándote a una librería…) cogiéndole por el cuello, y chillándote al oído, “lo sientes, ¿verdad?, pues léeme ya, ahora mismo, cabrón”.
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