Lo que siempre te pregunta un liberiano

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TU NOMBRE. Es verdad. Cada vez que conoces a un liberiano con el que has compartido unos segundos de tu vida, tal vez unos minutos, te pregunta por tu nombre. “Your name”. “Carlos, me llamo Carlos”. Y el saludo, clac, clac.

Otro día llegué tarde a casa y sentí que alguien corría detrás de mí por UN Drive. Era un trotar de chanclas, irregular, un tanto acuático. Cuando miré para atrás, me encontré con un hombre que decidió perseguirme, al menos por unos segundos, colocándome la  quinta marcha en el corazón. En mis vísceras. Pasar de primera a quinta. Así. Estaba ahí, a punto de llegar al compound en Mamba Point, cuando aquel individuo que llevaba un gorro de lana que le tapaba casi los ojos, amagó hacia la derecha, hacia mí como buscando algo. Tal vez un susto. Una proclamación del espacio. “Es la hora de los malos”.

Entonces la puerta se abrió y el tipo reculó para ir esta vez detrás de un perro. Seguí al perro con la mirada, me fijé en él. El del gorro de lana lo perseguía como borracho pero con ritmo, lanzando unas patadas al aire que buscaban al can. Y el perro.

Con cara asustadiza, corría irregularmente en medio de la noche, escabulléndose, buscando una salida. Al perrito todavía le faltaba pasar una serie de tramos atestados de noche y sorpresa. Y gorros de lana. Se introducía en la noche. Monrovia nocturna.

Me giro y le digo a uno de los seguritas que qué es lo que está leyendo y se agacha para agarrar un libro arrugado, lleno de manchas, polvo, manos, dedos, sudor; un libro cuyas páginas parecen un tupé, una ola difícil y retadora. Me parece ver en la portada un caballo blanco. ¿Por qué siempre el caballo blanco?. Qué es lo que tienen los caballos blancos que hasta Rulfo los consagró. The Wildest Heart es el título de la novela. “Historias de amor, muy interesante”, me dice el segurita con el libro sobre su pecho. Un libro escrito por Rosemary Rogers, una mujer que nació en Sri Lanka, país que alguna vez se llamó Ceilán. Hay gente que cambia.

Ya he visto a muchos albinos desde que estoy aquí. La primera vez fue cuando bordeábamos el edificio de UNMIL en Sinkor y un tipo extrañamente blanco empujaba una carretilla. Cuando mi compañero de trabajo Hans siguió progresando con el coche, pude ver que el albino lucía un lunar muy grande en la nuca. “¿Qué es eso?”, le pregunté a Hans. “Un albino”. Un albino negro, belfo, un albino blanco que en realidad es negro. ¿Por qué siempre están serios los albinos? Hay regiones de África donde se les persigue. A muchos los mataron en Tanzania. Otros huyeron. Se les acusa de estar embrujados. Se les toca porque dicen que dan buena suerte. No se les toca porque dicen que dan mala suerte. Siempre están tan serios los albinos.

Ya en casa, Jasmine ha mirado mi dedo meñique y me ha dicho que aquí, en Liberia, se trabaja muchísimo para olvidar. “Para olvidarte de que precisamente estás aquí. Cuantas más horas mejor. Y al abrir la puerta de casa ya es de noche, ya has pasado un día más. Y estás vivo”. Yo estoy mirando una cortina. Una cortina de tul y algodón dorado. El tul y el dorado. Los domingos. Los domingos.

Ahora estamos en la playa de Robertsport, en el condado de Cape Mount. Hace un rato que hemos aparcado el Nissan Pathfinder y hace un pizco que estamos mostrando nuestras carnes. Lucimos bañadores coloridos. Aquí se suele venir a desconectar. Muy cerca de nosotros, debajo de una palmera, hay un grupo de niños con cabezas grandes que miran nuestra comida.

No son ruidosos, apenas hablan, pero miran, nos miran. I’ll be watching you. Siempre. Algunos niños se ocultan detrás de una palmera, otros están semi acostados.

La comida, la puta comida. Nos damos un baño en la orilla, porque la corriente te dice que NO sigas hacia dentro, a no ser que te quieras ir de este mundo de una vez. Me quedo con las manos en jarra frente al mar.

Quizá debería hacer un poco más de deporte, así la cabeza dicen, distinguiría los colores, descubriría el azul y el verde y hasta el violeta.

Ya está bien, mi amigo Pavlos se levanta con un plato de plástico y lo llena de salchichas, coco, papaya, mango, pan. Cuando el plato está bien cubierto, se acerca a lo niños y les dice, “esto es para vosotros y es para compartir”. No se mueven. Los niños permanecen mudos, el plato rebosante en frente de ellos y sin palabras, sin gestos. Las salchichas y el coco a escasos centímetros y no hay comentarios, no hay movimiento, tan solo hay ojos, muchos ojos que nos siguen observando. Esos niños de cabezas grandes nos siguen mirando.

Caminando por la cuesta de UN Drive, un liberiano de nombre Johnny se ha puesto en frente de mí y me ha dicho, “necesito un trabajo”. No me lo ha dicho, me lo ha suplicado. Hay palabras cargadas de lágrimas. Más tarde me he encontrado al casero libanés y le he preguntado que cuánto lleva aquí. Me ha respondido sin muchas ganas que seis años y no ha querido seguir hablando sobre este asunto. Su giro de cuello distante ha apuntado al perrito que milagrosamente he vuelto a ver una noche más tarde. Salía del Mamba Point Hotel nada menos, tenía buena cara. Bien. Siempre hay al menos un momento, un instante. Al menos un instante de oxígeno.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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