Impresiones desde el mundo blanco

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EN EL IMPARABLE CAMINO HACIA LA LOCURA que produce toda insistencia mental (sigue leyendo, sigue leyendo). Ahora. Que acabo de volver de Europa, del “mundo blanco”, quiero gritar lo siguiente:

En tercer lugar, uno cuando después de un periplo estimable, se reencuentra con el trozo de tierra que lo vio crecer, que lo vio afeitarse por primera vez, puede experimentar varias sensaciones. La más común es aquella a la que denominan euforia y que se traduce en un cosquilleo expectante, onírico y caníbal.

En efecto, al hijo pródigo le dan unas ganas tremendas de ‘comerse’ su tierra, de reinventarse, y es por ello que recorre todos los rincones de la ciudad, al encuentro de calles y esquinas por las que durante años transitó, discurrió y también desesperó en soledad.

Por tanto, en pleno colocón, el sobreexcitado hijo pródigo le pedirá a la ciudad, a su pueblo, al semáforo, bastante más de lo que unos pedazos de bloques, asfalto y cristales le pueden ofrecer ¿tan difícil es volar?

El pródigo, el de fuera, que ahora es ‘bueno’, perdonará cualquier desagravio que ocurrió en su vida pretérita sobre este espacio local, y así, se sorprenderá a sí mismo con una constante sonrisa estúpida que lo guiará por todo tipo de escenarios locales, siempre (atención) saludando: con las manos, con la cabeza o lo que sea. Se saluda a todo el mundo. Esta vez.

En segundo lugar, permanecer en la morada, en la casa, producirá un leve y (con el tiempo) superable trastorno en la castigada cabeza del pródigo, que cree que ahí fuera están pasando muchas cosas que se está perdiendo, que se está perdiendo. Y eso no puede ser, no puede ser. Por eso, vuelve a salir a la calle. Y entonces.

Por primera vez en su vida, el hijo pródigo prestará atención a detalles y acontecimientos en los que jamás reparó cuando estuvo aquí en una vida previa confusa e inconsciente, una vida ataviada por una capa pesada que se hacía llamar esto es lo que hay.

He ahí como sorprendentemente, uno se encuentra consultando con avidez el periódico, leyendo las crónicas de la romería de aquí y la romería de allá, la fiesta de no se qué y la fiesta de no sé cuanto. No sabemos nada. Porque el hijo pródigo, creerá, sospechará, lamentará a veces, que durante muchos años se desarrolló delante de sus tres narices una vida, unas posibilidades a las que jamás prestó atención por motivos de comodidad, costumbre y poco respaldo tribal, ergo, los colegas.

En primer lugar, el hijo pródigo que viene de Liberia, de África, se dirá a si mismo que aquí también se reproducen las tribus. Es cierto que no hay un reconocimiento oficial, un dialecto común (aspecto éste que se podría discutir) pero es verdad que uno reconoce a los suyos como parte de un pasado común (colegio, instituto, las juergas) de un disfrute paralelo del mismo espacio, de un dominio acordado de ciertas áreas y rincones. Todo eso crea tribu y ligazón.

Sin embargo, las dudas. Al volver, el hijo pródigo con una sensación de extraño total, de marciano despistado, de guiri borracho, dudará por algunos segundos, minutos, noches, si es verdad que conoce a todos esos tipos, si efectivamente, todos ellos y ellas lo reconocerán ahora, que dicen que ha pasado el tiempo. He ahí como el acercamiento inicial a la tribu original y real del pródigo se convierte en un esfuerzo delicado, sutil y hasta desagradable que normalmente se aliviará al escucharse al otro lado de la línea, “¡Hombre!, ¿qué tal, tío?”, sobreviniendo así en el pródigo una súbita sensación de pertenencia y unión que le hacen pensar en su actual vida africana como algo lejano, como un ente abstracto e inclasificable.

El tiempo no ha pasado. El tiempo nunca pasó. Y ayer fue hoy, y ahora es ahora, y la broma es la misma que hace quince años, que en realidad son siete minutos. Y once segundos. Continúa la euforia, y el pródigo (embalado) se dedica a llamar y a escribir mensajes a toda la peña, fruto de su estado ferviente y excitado que lo obligan a moverse, a no estar quieto. Los receptores de los mensajes y llamadas del pródigo, celebrarán la fiesta con la que el de fuera se reincorpora al modus vivendi original y hasta despertará agraciadamente a más de uno que se había olvidado de su anterior vida. Aunque eso sí, más de uno le recordará voluntaria e involuntariamente al pródigo animadísimo que algunas cosas sí han cambiado y que la euforia puede durar un día o menos.

Entonces, el de fuera recuerda que Doña Rutina no descansa porque no le hace falta, ella simplemente posa como parte del mobiliario, constante como el dióxido de carbono y los camareros. No pasa nada, todo depende del estado anímico del protagonista.

Él, ella, crean la película, la historia a nuestra imagen y semejanza, con un sorprendente poder creador e imperativo. Y es así como las personas son como uno quiere que sean. En el imparable camino hacia la locura…

Ya se ha dicho en este blog en otras ocasiones. Lo que pasa no ya en una localización remota y difusa, sino a unos cuantos kilómetros del hogar de la gente, importa poco por no decir nada, a esta misma gente. El pródigo por tanto confirma una vez más, que cada uno está metido en su película, sin tiempo ni ganas para escuchar otras historias que tal vez. Podrían cambiar sus vidas. Pero el de fuera, que ya está vacunado, hace caso (a veces) de las voces que le aconsejan frivolidad, que le recuerdan la brevedad de la vida y todas esas cosas.

En ocasiones, el pródigo hace caso, pero eso no impide que cuando esté caminando por su tierra, por la de otros, en el avión, en el bosque, en la cocina de su casa, en la casa del amigo, en el coche de la juerga, recuerde a veces que en realidad, él pertenece a una incomodidad eterna y con granos a la que ya denomina, “otro lado”. Y así van pasando los días, las noches. El tiempo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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