Liberia contra Cabo Verde (1) de (2)

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“Tengo tifus, hoy no”, “Coño, pues vente al partido”. El primer mensaje de Jacques supone que no jugaremos el partido de tenis habitual en el Ocean View compound de Mamba Point. La segunda notificación proviene de Gilberto tras enterarse de mi consecuente libertad de planes.

La vida es un contrato donde se elige cada día dijo Rousseau: voy al partido.

Salgo a la calle y me veo a Gilberto rodeado de bufandas liberianas dentro de su Nissan Pathfinder. Como siempre, la música está a tope y sabes que hoy de nuevo empieza todo, todo. El partido va a empezar en breve y como suele pasar, llegaremos tarde. Da igual, todo da igual tío, me meto en el coche y con la música de Bob Marley nos vamos adentrando por Monrovia. A veces suena el teléfono insistentemente: es Franky que ya está en el estadio Samuel Doe y nos dice que vengamos de una vez.

Monrovia se ha alzado hermano, viviendo el partido de fútbol decisivo para clasificarse para la Copa de África. Se nota en un tráfico más colorido incluso de lo que suele ser habitual, arcoíris sobre arcoíris. Se ve en las banderas liberianas que ondean, en las bufandas agitadas, se siente en la adrenalina que fluye y que fluye.

No sé por qué, a veces, cargado de euforia, lejano en el tiempo, me confundo y pienso tal vez que tengo ocho, nueve, once años, quince como mucho. Sabes tío, esa sensación de cinco de la tarde saliendo de casa para reunirte con los colegas del barrio… Sabes tío, bajar las escaleras corriendo con el bocadillo en la mano… Sabes tío, salir del colegio para jugar el partido del siglo contra el colegio rival a los que tenemos que machacar… Sabes tío, atarte los cordones como un poseso y salir pitando… Sabes tío, ponerte a correr incluso antes de que la sirena te indique que las clases han acabado por hoy… Todo eso me da por sentir, por pensar. Y no lo puedo evitar tío, y no lo puedo evitar.

Llegamos al estadio en el arrogante Toyota Prado de Gilberto que se va abriendo camino a bandazos, esquivando a la muchedumbre que se precipita de manera asimétrica, casi ebria, todos locos. Frankie se sube entre protestas y manos levantadas y avanzamos hasta una verjas que custodian el recinto donde un policía nos abre cuando le enseñamos la ‘identificación mágica’. Y nos dirigimos prestos al parking vip. Desde dentro del estadio nos llegan los uuuys, una voz popular y poderosa que se hunde entre ecos ahogados que dan casi tanto respeto como un despegue. Como un despegue, hermano. Como unas turbulencias.

Ahora hay que entrar en el campo.

No tenemos entradas pero da igual, sabemos que entraremos porque. Nos bajamos del carro y caminamos como en Grease, man, porque lo valemos. En la primera puerta accesible, sólo hay decenas de cabezas intentando entrar, chocándose entre ellas, como si rezasen fervorosamente.

Hay varios policías que te clavan el plástico protector de sus cascos en la frente, hay otros tipos con chaqueta que no dan abasto ante la avalancha testal que les viene encima. “Vamos a la otra puerta”, dice Gilberto y allá vamos como iba Travolta, hasta plantarnos en una puerta de cristal velada por un tipo de gorra que no para de negar con la cabeza y farfullar palabras regañadas. Regañadas en el aire, tío.

Frankie señala con el dedo índice a un tipo en una esquina: “conozco a ese poli”. Miramos. Se trata de un tipo muy grueso que lleva unas gafas de sol. Lo convencemos y nos acompaña a intentar convencer al otro cerbero para que nos deje entrar de una vez. Uuuuy. “Joder, que van a marcar”. Pero el custodio se aferra a la puerta como los buitres a la borracha de las seis de la mañana; y agarra con una mano el pomo asegurándose de que ahí no va a entrar nadie. Hijo puta. Hablamos, hablamos, discutimos, contamos vainas, milongas, politiqueo, alguien dice algo de dinero, amagos, pero al poco nos damos media vuelta y volvemos a luchar contra las cabezas que rezan. Uuuuy, ooohhhh, nos llega de dentro, con esa sensación de estar perdiéndote algo, con ese sabor agridulce de llegar tarde a la película.

Por fin podemos progresar entre las cabezas pero Frankie se está quedando atrás, abrigado por un gorro de lana fuera de contexto ¡fuera de contexto! y unas gafas de sol que le dan un aspecto muy aproximado a un matón de barrio ¡fuera de contexto!. Entre empujones, algunas bofetadillas casuales, Gilberto y yo conseguimos enseñarle la ‘identificación mágica’ a los polis, a los guardianes, y tras un intercambio dialéctico subido de tono, entramos por fin porque. Pero Frankie sigue atrás porque. Y sólo tras una dura lucha iniciada en la retaguardia, como si le abriese el espacio a Joe Montana man, buscando a Jerry Rice man, consigue adentrarse en la masa muscular que cede ante el tornado liberiano que se planta en el umbral de la gloria y por fin accede, eso sí, tras nuestra mediación oportuna. Eso es así.

El estadio Samuel Doe, tío.

Salir por uno de los pasillos lúgubres y de pronto encontrarte con el estadio. Con un estadio repleto de un color. Y de un sol. Se ve todo tan bien. Tan bien. Encontramos sitio con facilidad y nos sentamos en medio de la juerga y el cachondeo, porque esto va de fútbol y de cachondeo.

Liberia está jugando bien, atacando, creando muchas oportunidades por la banda derecha, uuuuy… “Árbitro cabrón, hijo puta, qué pitas”, gritamos Gilberto y yo descontextualizadamente, sin venir a cuento ¡viva el sin venir a cuento!

Atención, córner a favor de Liberia.

Se acerca el número siete a la esquina parsimoniosamente. Da un par de pasitos hacia atrás para coger carrerilla y a continuación inicia un armónico recorrido hacia delante para golpear el balón que vuela manso y lento al área donde de pronto surge una cabeza con trenzas que consigue rematar el balón que cae en picado, hacia abajo… y el cuero se va dirigiendo al poste izquierdo como un torpedo infiltrado, tan submarino… y… Silencio sepulcral. Y…

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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