Liberia contra Cabo Verde (2) de (2)

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GOL.

¡¡¡¡¡Gooolllll!!!! ¡¡¡¡Ha sido gooooolllll!!! ¡¡¡¡Goooooooll!!! Todo el estadio Samuel Doe estalla, la fiesta, nos abrazamos, somos liberianos tío, y nos ponemos a bailar con toda la peña: Gilberto ya soba consentidamente a la muchacha de atrás, a mí alguien me está dando golpetazos en la espalda como si me conociese de toda la vida, todo el mundo está moviendo el culo tío, y entonces me confundo y creo que tengo cinco, siete, nueve, si acaso once años. Y seguimos celebrando el gol como si nos fuera la vida en ello, como si nos fuera la vida en ello. Porque la vida nos va en ello.

Descanso.

Al llegar al descanso, suena una música imperativamente alegre que ni el mejor antioxidante para la piel puede superar, todo brilla y Frankie se enfada porque soy el único del estadio que no está bailando, despistado yo, me pongo enseguida a mover el esqueleto torpemente. “No quiero irme de Liberia, tío”, me dice Frankie mientras me empuja con el culo. Cinco años, siete, si acaso nueve debo tener. Dientes que relucen, traseros meneándose, carcajadas del Sur, y sé que aquella muchacha no debe tener más de once años, doce como máximo y mira como se mueve, es un chicle que no necesita desplazarse, avanzar, sus pies permanecen clavados en el cemento y continúa bailando, golpeándose el brazo con una botellita de plástico a modo de instrumento. La muchacha está ajena, le da igual el entorno y los ojos, ella concurre con el ritmo que le impulsa a moverse bajo un hechizo, bajo una cadencia que le nació incrustada, como una oreja, como un dedo meñique, como la envidia.

Sufrir.

En el segundo tiempo sufrimos de lo lindo, Cabo Verde aprieta, acosa nuestra portería ¡cómo se atreven!, y la gente alterna los suspiros con el festejo. Mover el culo o morderse las uñas, he ahí la cuestión.

Una dialéctica que trata de decantar un brujo que aparece de vez en cuando con un párpado pintado de azul, casi como si llevase un parche pirata. Lleno de collares, el brujo recorre el banquillo rival y riega de malos espíritus a los visitantes una y otra vez y sigue desplazándose como una lagartija hasta plantarse frente a un hombre que pasa por ahí en calzoncillos y todo el cuerpo pintado de blanco.

El hombre pintado de blanco se pasea alrededor del estadio a cámara lenta, como un mimo que olvidó el guión, como una tortuga que se hartó de esperar. I don’t wanna wait in vain for your love.

Sufrir, sufrir, todos sufrimos hasta que el árbitro ¡por fin! pita el final y el estadio Samuel Doe revienta como una piñata psicodélica y carnavalera. La fiesta. La fiesta. La fiesta. Y es la policía la primera que corre a proteger al árbitro que queda oculto entre uniformes azules y escudos de plástico. La consigna estaba clara: sólo los polis podían saltar al campo. Para asegurarse de ello, una cadena de enclenques seguritas rodeaban el campo formando un anillo de huesos.

Pero ya no los ve nadie porque la gente corre alocadamente por una hierba que sufre la embestida de un país que ahora sólo tiene tiempo para celebrar, por fin. Los que están ahí debajo en el coso, nos hacen gestos cómplices de victoria, nos animan a bajar junto a los gladiadores, a unirnos a la fiesta, a volver al colegio, a tener cinco, siete, nueve años. Todas las gradas van saltando y reuniéndose en el césped para desplazarse como mareas descerebradas y equívocas. Es así.

Cuando consideramos que ya podemos salir, nos movemos. En medio del césped aparece ahora sin venir a cuento ¡viva el sin venir a cuento! el autobús rojo de Cabo Verde que mira asombrado el espectáculo externo que les salpica de alegría. Frankie ha desaparecido y Gilberto y yo vamos saliendo cantando cualquier cosa inventada hasta que nos encontramos con la espalda de una señorita que luce un body turquesa insinuando una silueta de pasarela milanesa, parisina. “Mira esa jamelga”, me dice Gilberto y le da un toquito en la espalda. Ella, como en el anuncio, se da la vuelta como un milagro, toda mujer, y Gilberto festeja, “eehhh, oooohhh”, y la dama, cómplice colabora, “woooowww”… “¿Dónde vamos?”, pregunta inocentemente Gilberto. Ella ríe, ríe, y señala con el dedo índice a algún lado diciendo, “por ahí”, por ahí, hasta que se confunde entre la multitud que la arrastra hacia afuera.

En medio de tambores, festejos e irracionalidad necesaria, ¡viva la irracionalidad necesaria! salimos al encuentro del Toyota Prado, y ya dentro ponemos la música a tope y sacamos la bandera de Liberia por toda la ventana. Por toda la ventana. “La mejor, la que lleva el body turquesa ese, vaya tronca”, dice Gilberto y buscamos a la bella entre la multitud con una profesionalidad que ni la KGB hasta que pi, pi, pi, la localizamos al fondo, ¡ahí está! ¡síguela!

Pizpireta, la muchacha sabe rodearse y camina acompañada de un séquito femenino de altos vuelos y otros sobrevenidos satélites masculinos. Las vemos allí al fondo, caminando de manera irregular, entre la fiesta y la fiesta, y Gilberto se planta en el sitio justo con un par y abre la ventana del Nissan Pathfinder y dice “yeah, yeah” y les anima con la mano a meterse en el coche, “come in, come in”. Y esa sonrisa de la noche. Apareciendo.

En medio del desorden armónico, la chica del body turquesa nos dice entre risas algo, se toca el pelo, se señala los labios, aparece de pronto en el umbral de la ventana como una sirena bendita y nos dice, “around, around”, entre más risas y deja paso a las amigas que se alternan en el escenario de la ventana entre cánticos y otras euforias y anti oxidantes. “No me quiero ir de Liberia, tío”, decía Frankie en el estadio.

No es fácil. Salir de los aledaños del estadio Samuel Doe no es una tarea sencilla. Vamos detrás de una caravana, con la música pasándonos por toda la cara y las chabolas flanqueándonos y recordando. Gilberto va adelantando como puede, metiendo el Nissan entre baches y el barro y tras una respetable odisea logramos incorporarnos a Tubman boulevard donde Liberia continúa agrietada y en desorden.

El tráfico estornudando de congestión nos impide circular con fluidez mientras el claxon de los coches anima a los vecinos del zinc a reunirse en los márgenes de la carretera, observando desde allí la caravana como si estuviesen viendo a los Reyes Magos.

Hay ya centenares de cabezas apiñadas, asomándose entre curiosidad y harapos. La curiosidad y el harapo.

Luego miramos hacia delante y vemos a un taxi dando cobijo a cuatro jóvenes sentados en el portabultos abierto, asomando ocho piernas y escupiendo ocho ojos. Les saco una foto y miro para otro lado, disimulando, pero cuando vuelvo mi cabeza al frente, me encuentro con un tipo con los ojos ensangrentados que me grita tras un rostro venoso y apretado, a punto de explosionar. El tipo sigue a tope, dándolo todo y anima a uno de sus acompañantes que empieza a hacer gestos con sus dedos simulando tener una pistola que va a disparar. La cosa se está poniendo de un color rojo intenso de mar y le digo a Gilberto que se mezcle por ahí, que nos confundamos, hasta que perdemos de vista a los muchachos.

Gilberto le sigue pisando y aquello bermejo es sin duda el autobús rojo de Cabo Verde que va avanzando por Tubman boulevard a trompicones. Gilberto le pisa más y se pone a la altura del vehículo y saca la bandera liberiana a unos rostros circunspectos que culminan en un jugador de pelo largo con cara de malas pulgas que nos agita un dedo amenazador.

Pero nadie nos corta el rollo y avanzamos, porque nosotros sólo sabemos avanzar, avanzar y recorrer, mientras la noche se va alargando como un elástico de posibilidades infinitas que me dicen que tal vez hoy. Tenga siete, nueve, u once años. Como mucho.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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