HABLA TRANQUILO, MANTENIENDO SIEMPRE EL MISMO TONO DE VOZ, mueve las manos pausadamente, te mira a medias, interrumpe tus precipitados argumentos con serenidad, niega con la cabeza una o dos veces cuando tu hablas, y cada tres minutitos, el policía de UNMIL recién llegado de Harper, del terreno repite la misma coletilla en el sushi del Royal Hotel, “no es lo mismo. Aquí en Monrovia vivís en una burbuja”. Con suavidad, se lleva un trozo de sushi a la boca y añade, “allí en el terreno es donde está la dureza, la realidad, si no conoces aquello…”, y posa de nuevo el tenedor en el plato lentamente con esas sonrisas de estar de vuelta y repite, “la burbuja”.
La burbuja, ah la burbuja. Mientras vuelvo a casa pienso en ella, en la burbuja y al fijarme en las lucecitas del salpicadero, éstas me indican que ya he pensado otros viernes, un lunes, en julio, y muchos domingos, que todos estamos en una burbuja. Lo que cambia son las dimensiones. El tamaño de la burbuja.
La mayoría de las burbujas que habitan el planeta Tierra se componen de escasos elementos de sobra conocidos: casa, trabajo, niños, quizás un perro. Vale, no pasa nada ¿o sí? Por otro lado, o por el mismo, la mayoría de la gente que conozco, ya sea en Europa o en África viven encerrados en sus realidades cotidianas que los entretienen y preocupan prácticamente durante toda la vida. “There are no more things”, contradicen a Shakespeare sin saberlo.
Sigamos. El trabajo y sus derivados, la ‘obligatoriedad’ de encontrar pareja o de procrear llegados a una edad, la obsesión por el utópico triunfo, son claros ejemplos de esta burbuja que nos condiciona y también motiva de una manera consciente e inconsciente.
El hecho de haber nacido en un lugar en particular y haber recibido una determinada educación, nos ubica en una cultura específica que se desarrolla bajo unos pilares mediáticos, costumbristas, que condicionan nuestra existencia en el mundo y nos ayuda (creemos) a aclarar toda la confusión que la propia existencia acarrea dotándonos de usos, tradiciones y maneras de pensar que creemos normales y prácticamente únicos.
Por eso cuando te encuentras con un compatriota es fácil que una luz nos conecte. Su forma de hablar, su acento, su lenguaje corporal, sus objetivos, sus preocupaciones, su manera de razonar, los reconocemos como nuestros. Totalmente nuestros. Los dos hemos nacido en una cultura similar, los dos hemos sido (consciente o inconscientemente) esposados por las mismas cadenas que nos obligaron de pequeño a ver Barrio Sésamo o a ganar un torneo de parchís en el pueblo. Un torneo que en aquellos momentos parecía el único objetivo real y lo único que valía la pena en esta vida, tío.
Sólo algunos (esos benditos que deciden ensanchar su burbuja considerablemente) descubren que ese torneo no es que no tuviese importancia (la tenía para ti, para él, era importante) sino que no era más que un granito de arena si llegaba, no ya sólo en el infinito universo sino en la propia Tierra o en tu propio barrio. Un torneo vamos, que no le importa a nadie, salvo a ti y acaso dos o tres personas como tus padres o tu hermano que ya lo habrán olvidado.
Dado que ¡digámoslo ya!: somos limitados, a los que aspiran a vivir y acumular experiencias interesantes a lo largo de todas sus vidas, a los que quieren y están viviendo una vida emocionante y diversa, a veces les asalta una sensación contradictoria mezclada por un lado por la satisfacción de estar experimentando algo excepcional y alucinante, pero por otro lado, son incapaces de evitar un sabor amargo y constreñido al descubrir lo evidente: no se puede vivir todo. Unas lágrimas. Hace tiempo por ejemplo, que yo mismo me di por vencido en mi cruenta guerra contra las librerías. A pesar de que aún mantengo una resistencia épica, luchando, luchando, se que es inútil: no se puede leer todos los libros de este mundo. Por poner un sencillo ejemplo, el año pasado, se publicaron sólo en España, 70.000 volúmenes. Ejem.
Pero la frustración y el asombro del hombre inquieto se incrementan al comprobar que se irá de este mundo sin vivir infinidad de experiencias. Ergo, es muy, muy posible que uno se vaya de aquí sin pisar todos los países de la tierra, sin ver todas las películas que siempre quiso ver, sin visitar todos los museos que siempre quiso visitar (cada cuadro del Louvre, por ejemplo se merece mínimo un mes de análisis y me quedo corto…) sin conocer a todas las mujeres que quiso conocer, sin probar toda la gastronomía que quiso degustar, sin jugar a todos los deportes que quiso practicar, sin escuchar todos los programas de radio que quiso oír, sin haber asistido a un concierto de The Doors o Nirvana, sin haber bailado en frente de The Beatles…
Pero tan inconmensurable es esto hermano, que no ya sólo es inalcanzable vivir todas las experiencias dentro del cuerpo de uno, sino que es imposible en esta vida (en esta vida) vivir otras existencias. Ser chino, pensar como un japonés, ser rubio, moreno, pelirrojo, gordo, flaco, alto, ser vendedor de mecheros en Sri Lanka, contrabandista en Panamá, abogado en Hawái, cursi en Estocolmo, feo en Budapest, cocinero en Saturno…
Uf, uf, no sólo es imposible todo esto, sino que además, nos perdemos millones, miles de millones, más, de experiencias digamos materiales. Lloremos: uno no puede ser jabón, lápiz, pelo, mando a distancia, CD, cable, margarita, labios, palabras, zapatos, avión, alfombra, sujetador, calzoncillo, azufre, aire…
Es muy duro.
Entonces uno piensa en Dios. Sin entrar en el debate interminable de su existencia o no (no comentaré mi opinión por pereza e irrelevancia con el hilo argumental) el propio concepto de Dios es sencillamente descomunal, inefable. No existe posiblemente en literatura un término que pueda definir esta omnicomprensión tan absoluta. Y es que a Dios, todos lo conocen. Tanto los que creen como los que no, han oído hablar de Dios, gracias sobre todo al trabajo mediático que las iglesias llevan propagando desde hace miles de años. Dios no tiene que gastarse millones de dólares o euros como la Coca-Cola para que lo conozcan y no se olviden de él. Él está ahí. Todo el rato. Todos lo saben.
Y si Salinger puso en boca de Teddy, aquellas palabras que afirmaban que “Dios era todo”, he ahí al milagro inigualable. ¿Quién puede decir qué lo ha vivido todo, que lo ve todo, qué está en todas las experiencias? ¿Cómo puede ser el rostro de aquel o aquella que todo lo ha visto? ¿Qué cara se le ha quedado?
La gente alegre, los silbidos, la música, el buen vino, y la buena cultura, me dicen a veces que le de la vuelta a la tortilla, y en lugar de pensar en un imposible terrenal me centre no sólo en el famoso carpe diem, sino también recuerde lo que uno ha hecho. No decir, “mira los libros que me faltan por leer”, sino, “mira todos los libros que he leído”, y no sería, “mira todos esos países que aún no conozco”, sino, “conozco este país, conozco aquel…”
Al final, uno a lo mejor tendrá que especializarse, elegir lo bueno de la vida, lo que te hace estar bien a corto o largo plazo. He ahí. Entonces, uno, una, orgulloso podrá decir bien alto, “yo puedo comparar. Yo sé que hay otras cosas, yo sé que hay otras cosas”, y ese uno se reirá consigo mismo y con ese algo, que nos comprende y nos acompaña siempre.
Miro de nuevo al policía de UNMIL y pienso que a pesar de todo, tiene su parte de razón. Su parte de burbuja. Pero por otro lado, el mecánico por ejemplo, tiene que conocer la burbuja de los talleres para ser un buen mecánico. No se puede ser mecánico trabajando en un despacho de abogados… Sin embargo, me pregunto si el mecánico o el sastre llegan a ese estadio donde lo saben todo y ya no necesitan aprender más, y la respuesta es posiblemente NO. Por eso, quizás, no estaría mal que el policía de UNMIL recordase que al fin y al cabo él también está en su burbuja aislada, lejos de la toma de decisiones de la sede central, lejos de la política del día a día que le imposibilitan entender el razonamiento general. Y aunque hubiese vivido esa experiencia general, posiblemente le faltaría otra perspectiva más… Y así, y así, así, hasta que suena un teléfono y entonces el mundo te parece que es algo violeta, azul y turquesa.
Leyéndote me viene a la memoria un artículo de Javier Gomá Lanzón, “Lo quiero Todo”.
En él dice ” …. No, no quiero elegir. ¡ Yo lo quiero todo”. Lo quiero absolutamente todo. Lo grande y lo menudo, la ebriedad y la rutina, la pasión y la felicidad, el placer y la virtud, la vulgaridad y la ejemplaridad, la vocación y la profesión, esta vida y la otra, la altura y el peso, la gravedad y la gracia, la ingenuidad y la lucidez, la experiencia y la esperanza, la altura y la profundidad, el cuerpo y el “arma”…Ahora que ya estoy pasablemente adaptado al mundo, lo quiero todo sin renunciar a nada, aunque también, es importante añadir, sin presunción.
Y si, para conseguirlo, he de padecer la fatalidad de algunos sufrimientos, los quiero a éstos también. Mejor dicho: no los quiero a éstos ni los invoco, hacerlo sería una jactancia muy semejante a la hybris, pero sí los acepto deportivamente…Si los gozos infinitos demandan penas infinitas, procuraré vivir estas últimas sin desesperación.” Muchos besos Picuda roja
Querida Picuda:
Aunque lo que voy a decir me suene abrumadoramente cursi, estas sentencias de Gomá-Lanzón me parecen bellísimas. Y tan acertadas. Agradezco que hayas traído al blog estas declaraciones tan ricas, tan vitales, tan imposibles. A Gomá-Lanzón lo descubrí hace unos años en un Babelia y desde entonces ya no quise otra cosa. Opina Gomá eruditamente no sólo de cuestiones vitales o filosóficas sino que también tiene una aguda visión del mundo literario, además de poseer él mismo un estilo escrito más que respetable. Me resulta curioso Gomá también porque entre varias etiquetas que le adjudican, una es la de filósofo. Hace tiempo que me pregunté que fue de los filósofos… Como los pintores, ¡es tan difícil conocer a un filósofo hoy en día! Si acaso Derrida en Francia llegó a tener un cierto alcance mediático, los demás ocultos ¿Por qué? Parece que ya pasaron los buenos tiempos de Aristóteles, Platón, Hume, Nietzsche y toda la basca… También me parece curioso que este hombre sea el máximo gestor de la Fundación March. Pienso en esa Fundación y recuerdo buenos momentos, pero me llega un olor extraño a moqueta, a viejo, sobriedad, y casi tristeza madrileña. Y me veo de pronto a Gomá-Lanzón allí, atalayado con un libro abierto, dando tal vez un poco de esperanza en la calle Orense a aquellos que se acercan a la Fundación March desesperados y ávidos por una verdad que no llega. Gomá también me tranquilizó una vez con un artículo sobre la “actualidad literaria” y el agobio de poseer enormes bibliotecas ¿para qué? ¿quién se va a leer todo eso? Al final, lo bueno, lo que nos tiene que caer llegará a nuestras manos. Un buen libro lo será ahora y en el 2033, que más da el momento de disfrutarlo. Intuyo por último que Gomá-Lanzón a estas conclusiones metafísicas tras devorar y devorar libros e información y resolver que aún así, le queda todo, un infinito inalcanzable. He ahí el origen de la desesperación, las raíces del asombro, pero al final, el testarudo soñador no se rinde y piensa que sí, que podrá.
Precioso relato!!! y comentario de Picuda roja …magnifico!!! y respuestas de Carlos, idem.¡¡¡que nivelazo, los dos!!! Enhorabuena!!! .Besos
Gracias! Ha sido divertido.
Carlos
De los mas que me han gustado
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