Hora de ganar

Liberia

LO NORMAL NO ES NI EXISTE. Hace unos cuantos años en Londres, le dije a uno de mis mejores amigos que ganaríamos. Se me había metido algo en la cabeza, algo que nos ha pasado a casi todos los seres humanos y por eso en medio de una fiesta, en pleno éxtasis, lo miré a los ojos y le dije a mi amigo polaco que íbamos a ganar, que ganaríamos.

La cosa siguió pegando duro dentro mi cabeza, siguió dentro y dentro durante muchos años. Y yo luché, luché como un condenado, utilizando las tripas, las estrategias, la cabeza y en la mayoría de las ocasiones una especie de locura. Y los nervios. Pensaba por aquel entonces que sabía de obsesiones, pero en realidad sabía muy poco. Me olvidaba de conceptos tan básicos como la paciencia. Básicamente la paciencia. Por el contrario, insistía torpemente, sumido en una obsesión que se aprovechaba de mi falta de recursos, de una confianza salida de un parto complicado. Las dificultades. Aún el feto.

Con el paso del tiempo, de mucho tiempo, aquella guerra sangrienta y cruel contra esa obsesión, digamos que se perdió. Sí, claramente se perdió. Se perdió a pesar de que había mirado a mi amigo a los ojos en Londres y había pronunciado la palabras “ganaremos” con toda la fuerza del mundo, esperando que mi grito de guerra, mi deseo desesperado se escuchase en todo el Universo, en toda la existencia. Pero aquello se perdió.

Entonces me asusté, o para ser más preciso, me llevé una profunda decepción porque me di cuenta de que a veces, por más que uno creyese ver señales, sueños, mensajes, películas, la vida seguía su propio curso pudiendo darte un tortazo en toda la cara en cualquier momento para decirte que no todo era tan bonito como podría parecer ¿Había nacido para sufrir?

Me negaba a aceptarlo.

Sin embargo, con el tiempo, yo mismo me di cuenta que aquella devastadora guerra poco a poco me iba interesando menos. Por varias razones. La más evidente,  la indiferencia (que no olvido) respecto a la obsesión que iba causando el paso del tiempo, claro. También se daba otro factor lógico: la distancia considerable entre la obsesión y yo, por supuesto.

Y sobre todo porque con el tiempo pensé que no había nadie como yo, que me merecía algo grande. Y así, unos cuantos años más tarde, se me ofreció de una manera muy sutil, la misma obsesión. Resulta sí, como suele pasar, que ahora yo que tenía mi vida hecha, que había conseguido un gran trabajo, que había encontrado eso que llaman paz interior, que la confianza era mi hermana, me dio por ignorar el ofrecimiento de manera cortés, agradeciendo el generoso detalle, pero recordando que otras aventuras me esperaban en África. Somos así.

No hace tanto tiempo, ya en África, se me volvió a meter otra obsesión en la cabeza. Una obsesión mucho más ingenua, más noble, complicada también por supuesto y no exenta de una cierta pizca de impertinencia, pero una obsesión mucho más transparente, leal. Entonces me dio por pensar que lo que yo había considerado una derrota hacía unos años, tal vez no lo fuese tanto, o más bien no lo fuese para nada en absoluto. La obsesión anterior simplemente no me parecía del todo real, no me fiaba completamente de ella, me cansaba, ya no me valía la pena, su teórico atractivo ya no escalaba por mis neuronas.

Pensé en efecto, que el hecho de haber salido de esa obsesión, no podía calificarse de otra manera que como de una gran victoria. Pensé sí, que estas “derrotas anteriores” seguramente eran del todo necesarias. Son totalmente necesarias. Necesarias para aprender de nosotros mismos, necesarias para comprender mejor a las obsesiones y necesarias para saber comportarse siempre con respeto por uno ante todo, respeto por su vida, por su tiempo; necesarias para aprender también que las cosas no son lineales, sino que casi siempre deben sortear varias sendas, muchas de ellas cargadas de espinas. En definitiva, uno pierde muchas batallas para ganar la guerra.

No hace tanto tiempo en África, salí de una fiesta y me dirigía al coche. Entonces me encontré con un amigo africano. Yo estaba de espaldas, no lo había visto, pero él me llamó y al darme la vuelta, me dijo mientras fumaba un cigarro al lado de los seguritas, que necesitaba descansar aquí, fuera de la fiesta en la plena noche. A mi amigo africano que lucha para abrirse camino como pintor, le dije entonces que ganaríamos. Salió así.

“Hemos nacido para ganar”, le dije. Y él me asintió, diciendo que ya lo creo que ganaríamos. De pronto, más de diez años después de Londres sentí un escalofrío. Aquella frase me sonaba, la había soltado alguna vez en una residencia de South Kensignton, dentro de una habitación de pisos de moqueta, rodeado de vasos de plástico llenos de ron, cerveza y whiskey. Sentí ese escalofrío, porque ahora en África, muchos años después, estaba pronunciando la misma frase en medio de la noche.

Pero la diferencia amigo, no sólo era el tipo de obsesión elegida, la cual los años habían ayudado a seleccionar muchísimo mejor, sino sencillamente yo. Ahora tocaba ganar, cumplir el sueño, justificar mi nacimiento, rentabilizar tanto sudor y tanto eso. Ahora tocaba conquistar el mundo, el universo, la existencia, sencillamente porque ya estaba preparado y nadie podría pararme.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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