AL VOLVER A SACAR LA CABEZA A LA SUPERFICIE, DESCUBRÍ A UNA CHICA CON LOS PELOS UN POCO RASTA (el estilo rasta triunfaba en la isla de Room) una chica con colores de Bob Marley, verde, amarillo, rojo que se sentó lentamente al lado del muchacho que dormitaba frente a mis pertenencias. Arrastrado inconscientemente por las olas, salí del agua y me dirigí a una esquina de la isla a recostarme.
Tendido y con los ojos cerrados, pensé de nuevo en desaparecer, inspirado por un viejo recuerdo televisivo basado en unos guipuzcoanos que habían abandonado la “civilización” hace muchos años para irse a vivir a unas islas desiertas, creo que por el Pacífico. Ellos habían desaparecido de una vez. Desaparecer de una vez por todas.
Mi siesta resultaba placentera, infinita y el pescado que era una barracuda, no llegaba ni por asomo. Me levanté bautizado de calma y me acerqué al muchacho que “cuidaba de mí”, y a la chica. La muchacha me miró a los pies, y luego se levantó y comenzó a dar pequeños paseos por la playa. Ayudándose de una rama, dibujó un corazón en la arena al que le salía una flor.
La chica se volvía a sentar, hablaba con los que levitaban por la playa, fumaba, porque en la isla de Room se fumaba mucho y volvía a dibujar sobre la arena. En esto, mi ‘custodio’ desapareció porque la comida seguía sin hacer presencia después de más de dos horas. La chica se sentó encima de la mesa, la misma mesa que yo usaba para leer la guía de Lonely Planet. Estábamos los dos ahí, tranquilos, en medio de la nada. Y al rato ella se fue y apareció con un plato de arroz y un poco de pescado rebosado y me lo encajó entre mis manos, y se sentó sobre la mesa de nuevo. Sin ruidos. Y yo, hechizado, empecé a comer mientras leía la guía, frente al mar.
Al ver a los tres muchachos trayendo una bandeja donde descansaba la barracuda, me di cuenta que el arroz que la chica me había dado, no tenía nada que ver con el pescado que traían los chicos. Aquello había sido un acto de hospitalidad africana, un detalle de la chica de pelos rasta, la única que no quería mi dinero en la isla.
En la isla de Room. Ahora ya no tenía hambre, miraba a la exquisita barracuda sin saber qué hacer. Uno de los chicos que llevaba trencitas me dijo que habían tenido problemas con el gas ¡el gas! Por eso el retraso. Y luego me dijo que la chica me había traído un plato de arroz porque se llevaba comisión.
La barracuda era una exageración ¡habían cuatro en la bandeja! Apenas probé unos pedacitos y le dije a la muchacha con una voz tímida que se lo comiese ella, que se lo regalaba, pero ella se reía, casi burlándose amistosamente de mí y no probó bocado. Era maravillosa esta chica, esta mujer, que luego se puso en pie y se fue a bañar sola, con sus pantalones cortos azules, jugueteando con el agua, antes de sentarse en el centro de la playa donde se dejó acariciar por la brisa y los pensamientos.
Pronto habría que volver a Conakry, y no había podido conocer a Gilbert, del que tanto me habían hablado. “Gilbert está en Conakry, está enfermo”, me reveló uno de los pillos. “Cuando está aquí vive en esa casa en plena línea de playa con su joven mujer guineana”. Samory me había dicho antes de embarcarme que Gilbert era un tipo raro al que le gustaba estar solo. Lo cierto es que me hubiese gustado conocer a este hombre y saber las razones de su renuncia al “mundo civilizado”, los motivos de su arrinconamiento voluntario. Me hubiese gustado escucharle los por qués. Aquí, ahora. Y tal vez.
Saqué de la cartera un fajo de billetes y le pagué al muchacho de las trenzas. Su cara se transformó de repente, y demudó en esas expresiones que se adoptan cuando se encuentra mucho dinero en la calle y no se quiere que nadie más vea el preciado tesoro. Sin embargo, no tardaron en venir el resto de los chicos y yo aproveché para alejarme. Al fin conseguí quedarme solo y darme una de esas vueltas concéntricas, absurdas, donde se piensa en tenedores, en Burkina Faso, en el universo. Descubrí a los franceses en un costado de la isla, con sus gorros de paja y a punto de marcharse en una patera roja.
En frente de ellos, se levantaba una obra de cemento intercalada con palos de bambú, tal vez un futuro hotel donde laburaban unos tipos que me miraron aceradamente cuando me acerqué a la futura infraestructura. Una mirada que me invitaba sin rodeos a retirarme de aquella parte de la isla. Ahora mismo. Entre los obreros reconocí al tipo que hacía unas horas lucía una camiseta del Inter de Milán.
Ahora iba descamisado, sobresalía su musculada silueta y caminaba rápido en dirección al resto de los muchachos, reclamando a gritos rotundos su parte del botín. De pronto los tres formaron un todo humano y se refugiaron en un cobertizo donde arreglaron las cuentas. Entonces descubrí que la chica no se había llevado ninguna comisión, como me había asegurado el de las trenzas. Ella los miraba a veces desde una lejanía cercana y luego miraba en dirección a mí. Yo estaba un poco lejos de ella, subido ya en la patera azul que me llevaría a Conakry y la saludé con una mano tímida, pero no estaba seguro de si me veía. No estaba seguro.
Rumbo a Conakry, meciéndonos sobre la patera, alejándonos de Room, bordeábamos ahora a un número considerable de barcos encallados cerca de tierra. Los veías ahí, informes, siniestros, esqueléticamente férricos, oxidados e invadidos por hombres escuálidos subidos a los restos de chapa, donde pescaban o deambulaban sin sentido.
Fue en medio de este cementerio de chatarra donde la patera se paró de pronto, a unos trescientos metros de la costa. El barco zozobraba, titubeaba, no avanzábamos. Dentro del barco de madera reinaba el silencio, y la calma. Tras varios intentos desesperados y tranquilos, el patrón logró poner de nuevo en marcha el motor, ante la risotada general. “Otros barcos no consiguen arrancar, amigazo”, me dijo uno de los tripulantes.
En el Boulvinet Port me esperaba Samory con el brazo levantado. Caminé sobre el puerto, cuyo trajín inagotable me empujó hacia una esquina cubierta de un zinc polvoriento. En ese rincón, acabé de pagarle al patrón el montante acordado por la mañana y me dio por pensar en la pasta que estos capitanes de barco se llevan, y también me dio por pensar si no sería este mismo patrón uno de los que acercan a sus compatriotas a las costas canarias completamente hacinados.
Y me dio por pensar en la frase de mi casero acusando a Guinea Conakry de país peligroso, o en la frase de Monique que decía que en Guinea Conakry no había nada. Lo que no sabíamos es que la nada era rica e inmensa. Eso ya lo pensé bajo un cielo estrellado a la noche, en Conakry, la ciudad que no existía.
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