“¿Puedes entender el tiempo en Africa”

Africa

No puedo evitarlo. Estoy leyendo una interesante novela sobre un violinista que pierde de repente su talento, pero no puedo evitarlo. Las páginas catorce y quince se han despedido violentamente de la pantalla de mis ojos y ahora no pueden respirar, asfixiadas por mi barriga que las besa apasionadamente como besó Michael Corleone a su hermano Fredo en la Habana. Ellas, las páginas catorce y quince ya no ven nada. Pegadas a mi regazo. Se van a quedar ciegas. Así. Porque ahora que el avión permanece quieto y manso en la pista de Conakry antes de despegar hacia Monrovia, porque ahora que el avión está casi vacío, porque ahora que hace ese sol, no he podido evitar mirar por la ventanilla. He mirado por la ventanilla.

Y creo que he empezado a entender algo.

Quizás he empezado a descubrir por qué en África los nervios se olvidan de mí. Tal vez he empezado a saber por qué cuando piso esta tierra la señora tranquilidad me da la mano con sus deditos de algodón. Y a lo mejor ahora sé por qué el aire me masajea. ¿Por qué siento que dos y dos son cuatro? Tengo tiempo. Tengo tiempo para sumar dos y dos, y me salen cuatro. Cuaaaatro. Cuatro. Cuatro.

Miro por la ventanilla y no muy lejos se ve la ciudad de Conakry, orgánica por descuido. Algunas furgonetas tratan de incorporarse a una carretera donde se cruzan coches de color blanco, amarillo, turquesa…

Acariciando los bordes de la carretera descienden casetas, casas desguazadas que se mezclan con árboles vagos, árboles que perdieron interés, como esos árboles que se sientan en el pupitre de atrás y le dicen que sí al profesor para sumergirse cuanto antes en sus mundos. En el mundo de la contemplación. En el mundo de la desidia y de la nada.

“Es la energía”, me dijo una amiga en Barcelona. Nos sentábamos en un Sushi de la Vía Augusta, degustábamos unos California rolls, navegando con el Purple Rain de Prince, llorando de momento tal vez, atrapando el instante, imposible, y sin embargo. El corazón y sus prisas. La pena avisando. Lo negro que no cesa. La elegía del horizonte inasible. “Es la energía. Es la energía de las ciudades”, dice mi amiga. En Barcelona, en una ciudad donde hay de todo, donde pasear por las ramblas es una ofrenda, donde al beber vino tinto se vislumbra el rostro inflado del placer, donde todo el mundo sonríe, en Barcelona donde hay de todo. Y sin embargo.

Miro por la ventanilla del avión. Es posible que las páginas catorce y quince hayan fallecido. Las he matado. Os he matado en África. Y al salir, al abrir la puerta del avión, ya en Monrovia, creo que empiezo a entender algo.

Me abren la puerta blanca del Toyota Prado. El chófer tiene prisa pero va despacio. El chófer va despacio pero tiene prisa. Detrás, Confort, la encargada de protocolo, me muestra la calma con su vestido de colores. Hay mucho amarillo, hay mucho marrón, hay vericuetos verdosos, laberintos de salmón, rojos y azules… Y cuando la miro, asombrado ante el milagro, como cuando un padre mira un día a un hijo que ha crecido, ella levanta la testa y me mira asustada, confusa, y sólo entonces me doy cuenta, creo darme cuenta, de que he visto al tiempo. Sabes, era como un humo verdoso que se iba marchando, como una espuma de mar de un verde lánguido y enfermo. Sabes tío, he visto como todo se para. Estancado de nada y nadie. Estatua. Soy.

El coche sigue avanzando con sus ruidos, sus lamentos, su esperanza. Progresamos (porque hay que progresar, ay) por una carretera flanqueada de verde. De madre. Naturaleza. Las palmeras. Los mangos. Los pinos. El verde, requeteverde. Más verde y requeteverde, más verde y requeteverde. Y creo que empiezo a entender.

No hay metro, estúpido. No hay trenes. No hay un Corte Inglés. No hay una rubia y sus circunstancias. No hay voces. Sólo hay verde. Y más verde. Requeteverde. Y luz. Y azul carne de cielo. Y a veces casitas.

Casitas bombardeadas de estómago, aupadas por un zinc vulgar, a veces por unos bloques de cemento que le pedían otra cosa a la vida. Creo que empiezo a entender.

Míralos, caminan despacito. Sabes tío, estoy viendo a ese muchacho surgiendo, aproximándose a ningún sitio con la parsimonia del verano, con la paz de la niñez, con una agenda vacía, sin preguntas, sin tareas. Cuando la mente es amiga. Tan solo surgiendo. Y se rasca. Observemos. Se para en medio de la senda herbosa, sobre la tierra que es roja y se rasca. Se toma su tiempo para rascarse. Ras, ras. La espalda. Con sus dedos largos y gruesos, el muchacho se rasca y se vuelve a rascar.

Los colores y los cuerpos. En las aldeas que salpican el trayecto desde el aeropuerto de Robertsfield, los colores y los cuerpos se mueven al compás de la quietud. Es eso. Ese debe ser el motivo por el cual aquí mi respiración se completa redonda y perfecta como la última pincelada de la Ronda de Noche de Rembrandt.

He tenido que asesinar las páginas de un libro, la catorce, la quince, he tenido que pensar en la energía, he tenido que pensar en la plaza Catalunya, he tenido que escuchar a un barrendero que canta, he tenido que aterrizar en África para empezar a entender algo. Al menos un poco, un poquito.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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