En Buchanan. Un viaje azul marino, brasileño y violeta. (3) de (6)

En Buchanan. Un viaje azul marino, brasileño y violeta. (3) de (6)

PRONTO DESCUBRO QUE NO HAY NI UNA TÍA POR AQUÍ, excepto una pelirroja con pecas de aspecto irlandés, mantequilla y lejana. Hay un cierto aire castrense, campo nabos, y gente que va y viene sonriendo por todos lados. Estamos exactamente dentro del cuarto que quiere ser bar, rodeados de banderitas chillonas que cuelgan del techo, humus en la barra, más sonrisas y en la tele aparece Jerry Lee Lewis llenándonos de marcha y subidón.

Las paredes se llenan de fotos del personal de Arcelor Mittal agasajando a niños de la comunidad que aparecen sumando tres más cuatro o saltando a la comba. Me tocan el hombro. Un brasileño me dice que vivió en Madrid en los años 80 y que le gustaba Radio Futura y la movida madrileña. Sus declaraciones me llegan interrumpidas por frases de Anesa que ha encontrado a un vecino de Bosnia con el que departe animadamente. Todo es perfecto. Hay un aire amarillo dentro del cuarto. Todo es perfecto. Ves algo amarillo dentro del cuarto.

Jerry Lee Lewis se está saliendo con el Whole lotta shakin going on, arde el piano ma friend y un tipo bajito y rubio pasa por delante nuestra a cada paso ofreciéndonos trozos de carne. La carne más tierna y jugosa que jamás probé.

También hay cervezas gratis y gente que va del cuarto amarillo a la terraza negra y de la terraza negra al cuarto amarillo. Cada vez que se abre la puerta del cuarto amarillo, diviso a un tipo en la terraza dándolo todo con guitarra en mano y rodeado en la oscuridad por más brasileños. El contraste entre el amarillo del cuarto, los adrenalinazos de Lewis y la imagen intercalada y oscura del guitarrista, son de esos misterios que.

La gente es de lo más agradable. Gente de lo más agradable que ha construido una vía de tren que atraviesa Liberia de Norte a Sur para facilitar la exportación del mineral de hierro a Europa, a América. Gente de lo más agradable que acumula millones y millones en tiempo record. Millones que alguien tocará. Una vía de tren. Tres más cuatro.

Gente de lo más agradable que en medio de esta noche negra, azul marina brinda contigo compartiendo el silencio y la soledad del guerrero, revelándote la humanidad solidaria, encendiéndote un cigarrillo y ofreciéndote otro trozo de carne, diciéndote que los llames cuando vayas a Brasil a donde ya estás invitado. Amigos.

Hay otros, muy pocos, que tienen otras caras. En la terraza negra, casi en silencio, me quedo escuchando al de la guitarra que nos emociona con el Tears in heaven de Eric Clapton y observo a un tipo de largas piernas en la esquina con esas caras que ponemos cuando no estamos a gusto en un sitio, en un país, cuando sucede la lucha de los intestinos contra el hígado, un oído contra el otro, el dedo meñique contra el dedo corazón, tú contra tú y la expresión agrietada.

If you saw me in heaven”, ¿sabrías mi nombre si me vieras en el cielo?, cantan al lado. Conozco a un paraguayo que me dice, “antes de Liberia estuve en Libia. Voy de manicomio en manicomio. Aunque aquí al menos uno puedo beber cerveza tranquilo, mirar a una mujer. Aquí no me sacan de los hoteles a patadas como allí. Pero ya son muchos años, estoy cansado”.

Gente estupenda. Paraguayos estupendos que de pronto se ponen a hablar en portugués con otros brasileños en medio de una noche azul marina y violeta; y cuando escucho esas frases cortas, lusas, no sé de que va esto, a qué viene esto en medio de una pseudo terraza, en medio de una pseudo nada. Dentro del cuarto amarillo se escuchan gritos, silbidos, retumbares de manada, los extractores de mineral de hierro expulsan el estrés del lunes, del martes, del miércoles…

Respecto a Víctor, la dejé hablando con Anesa. Lo imposible nos pone. Nada nuevo. Antes la eslovena se había puesto a hablar conmigo muy rápido, con mucha confianza, pero me he notado lento, casi desganado y Anesa se ha ido escorando y al final ha acabado fumándose tres cigarros con Víctor que también ha sido envenenado por los sonidos de la guitarra que continúa rasgándose en la terraza ¿sabrías mi nombre si me vieras en el cielo?

Ya sólo nos queda el Black & White y Drazen el padre, decide acercarnos. La gente estupenda nos despide con abrazos, sonrisas, miradas que sólo surgen en el espacio, en las galaxias, en las pseudo nadas. Nos dirigimos al Black & White sin ganas, ya no tenemos veinte años.

Sólo Anesa está animadísima “por supuesto que vamos al Black & White chicos”. Y vamos al final porque en realidad Víctor y yo sabemos que nos vendrá bien el cuchitril del Black & White, por aquello de salir, coger aire y otras suecas. Drazen nos deja en la puerta y se despide hasta mañana.

Al Black & White entramos apoquinando y de pronto nos encontramos en estas cuatro paredes que nos ofrecen una sala de baile dominada por una bolita de espejos en lo alto rodando y una barra al fondo a la que se llega subiendo un escalón. Siempre hay escalones.

Eso es todo. Shakira cantando el Waka waka, ritmito, Club beers y un tipo blanco y calvo que me dice algo y cuando le respondo en español porque estoy cansado del inglés, se me abalanza entre vítores y fiestas confesándome que su padre es cubano. El nota me da entre abrazos y empujones y no estoy seguro si está loco, si lo conozco o si nos vamos a dar unos puñetazos ahora mismo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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