Pegarle a una mujer en Papúa Nueva Guinea está guay

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Hay dos mujeres en la tienda de móviles que encuentras bajo un neón fosforescente.  Una es joven y guapa, poseedora de unos ojazos verdes que traspasan los sentidos. No para de sonreír. La otra luce unas enormes gafas de ver, ya está entrada en años y no es especialmente agraciada. Suele estar muy seria. Los clientes que entran en esta tienda suelen dirigirse directamente a la guapa hasta el punto de que resulta normal que se forme una cola de tamaño considerable tras ella. Al otro lado, el puesto de la poco agraciada permanece desolado. Al entrar, uno tiene que elegir: a la derecha está la guapa, a la izquierda la fea.

Yo siempre me dirijo a la fea.

Se trata de una especie de costumbre que practico desde hace muchos años de manera metódica y un tanto inconsciente. No sé por qué lo hago. Creo que es una mezcla de  un sentimiento de pena por el débil, que se abraza con un mensaje a la guapa que dice, “no te vayas a creer que yo soy uno más que se rinde a tus encantos”.

Por eso siempre me gusta que me atienda la fea.

Así que cada martes me dirigía a su puesto a recargar el móvil. Fue así como la fea empezó a sonreír. Ella empezó a sonreír. Bastaba con decir “buenos días” para que su cara mutase en una expresión jovial, de esperanza. Su lenguaje corporal comenzó por tanto a cambiar gradualmente. Sin embargo, otras muchas veces seguía permaneciendo seria, muy seria. Todos estos cambios de humor me despistaron un poco.

Al principio pensaba que yo le había dicho algo, que había soltado sin querer alguna impertinencia que la había enervado de manera considerable. Pero aquello era imposible ¡yo no le había dicho nada! Un martes, muy confuso ya con tanta circunspección, le pregunté, “¿todo bien?”. Ella afirmó con la cabeza de manera rápida y miró para otro lado. Detrás mía, la cola de la guapa iba creciendo paulatinamente. “¿Todo bien?”, volví a preguntar. “Bueno…”, dijo ella por fin, “los días son muy largos, muy duros”, dejó escapar de sus labios. “¿Por qué?…”, le pregunté incómodamente, tratando de indagar. “Estoy en la tienda todos los días de ocho a seis. Pero mi trabajo no acaba aquí”. Después de una pausa ácida, continuó, “luego tengo que llegar a casa, tengo hijos, un marido, mi casa…”, dijo bajando un tanto la cabeza hacia unos folios llenos de números. “¿Qué pasa en tu casa?”, le pregunté con el mayor tacto posible. Se hizo un silencio, y luego la mujer dijo, “pues que tengo que trabajar allí también, y mucho. Al llegar a casa, tengo que barrer todos los pisos, fregar, bañar a mis hijos, hacer la cena… Nunca me acuesto antes de la una de la mañana, y a veces no puedo dormir”.

Desde la cola que se ha formado detrás de la guapa, llegan muchas risas, unas cuantas carcajadas. “¿Por qué no puedes dormir?”, pregunto. Veo como los labios de la mujer se van agrietando y luego dice, “por los golpes”. “Ja ja ja”, más risotadas llegan desde la cola de la guapa. “¿Qué golpes? ¿Qué pasa en tu casa?”, pregunto. Se vuelve a hacer otro silencio de lo más incómodo, y la mujer confiesa, “mi marido. Mi marido me pega y muy fuerte”. “¿Por qué?”, pregunto.

La mujer alza un hombro, luego el otro, “porque eso es parte de la cultura de PNG, los hombres llevan toda la vida pegando a las mujeres. Pegarle a la mujer es de machos aquí, es de guays”.

Me quedo un rato pensando, me muerdo un trocito del labio inferior, me giro, veo a la guapa sonriendo, sus ojos verdes rutilando. “Ella parece feliz”, le dijo a la mujer señalando con mi mentón a la guapa. “Ja”, responde ella. “Jenny es una mujer muy fuerte, una auténtica campeona”. “¿Por qué?” pregunto. “Su marido le zurra todos los días al llegar a casa, le llama puta asquerosa, ramera y otras burradas y luego le golpea todo el cuerpo menos la cara para que los clientes no puedan ver los moratones. Ahora la ves ahí, sonriendo, pero está actuando, dentro lleva un profundo dolor. “¿Y todas estas mujeres de por aquí? Pregunto señalando con mi índice a todo un grupo de mujeres que deambulan por las inmediaciones de la tienda. “Casi todas estas mujeres que ves reciben o han recibido palizas. La misma Jenny me dijo el otro día que las estadísticas dicen que una tercera parte de las mujeres de PNG sufren violencia en su casa, al menos una vez en su vida”. “¿Quieres decir que una de cada tres mujeres que estoy viendo en estos momentos reciben o han recibido una paliza?”. “Eso es”,  me dice la mujer no muy agraciada mientras baja la cabeza hacia los folios llenos de números. Callo por unos segundos, minutos, hasta que la tienda vuelve a llenarse de risotadas y carcajadas provenientes de la fila de la guapa.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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