Gente maravillosa haciendo cosas horribles

Papúa Nueva Guinea

Usted no debería tener hijos. Eso es, si usted quiere arreglar un poco todo esto, no debería tener hijos.

En frente nos mira el mar de Port Moresby y dentro del apartamento hay un fotógrafo que habla muy alto en francés. Se supone que estamos en una fiesta, pero son pocos los que se atreven a llamar a esta ausencia de quorum, fiesta. Domina un cierto aroma a veteranía, cómplice de unas bayas cargadas de certidumbre que cuelgan de un techo de escayola. Aquí también perviven unos azulejos de granito interrumpidos en su marasmo por el trueno francés quién se expresa de manera entusiasta, imparable. En frente del francófono, escucha atento (acorralado) un tipo que sólo farfulla la lengua gala, “oui oui”, dice incapaz de seguir el ritmo frenético de su interlocutor.

Sí, ha oído bien: menos hijos debería tener usted.

Yo alargo mi pie izquierdo y me salgo de este corro hasta encontrar refugio en un sofá blanco y mullido donde me aguarda la gente de siempre, para hablar sobre los asuntos de siempre. A este lado, la noche va transcurriendo de manera ralentizada, previsible. Se sabe todo en esta esquina del apartamento con vistas al mar. Todo, todo, todo excepto el discurso novedoso del fotógrafo francés que continúa exhalando una pasión juvenil por todo lo que ve, por todo lo que toca, “¡y no había nadie!”, acaba de decir con los ojos muy abiertos. Las carambolas de la noche hacen que en un  dado momento, el fotógrafo se encuentre sentado a mi lado con su enorme cámara Nikon a cuestas y hablándome de las mariposas gigantes de Papúa Nueva Guinea (PNG) Su tono rezuma tal pasión que resulta imposible desinteresarse por estos enormes lepidópteros. “Son así”, dice el fotógrafo extendiendo mucho las manos.

Revela también el fotógrafo que acaba de venir de los bosques inciertos de PNG, “este bosque que representa la tercera mayor extensión forestal del planeta tierra, y que es víctima de una de las talas más depredadoras del mundo”. El fotógrafo adopta un tono grave para afirmar que, “si los malasios (dueños de las mayores compañías madereras de PNG) continúan cortando árboles al ritmo actual, no pasará mucho tiempo antes de que desaparezca una de las mayores riquezas naturales del mundo, pulmón vital del planeta tierra. Entre las miles de víctimas afectadas, las mariposas gigantes están también destinadas a desaparecer para siempre”.

Nada de hijos.

Frunzo el labio durante nueve segundos y a continuación el fotógrafo me planta delante de mis ojos su enorme cámara Nikon, y me dice en voz baja, “¿Sabes una cosa?”. Niego con mi cabeza. “Durante mi periplo por el bosque, también estuve en una de las mayores áreas de tala forestal del mundo: una concesión explotada por los malasios. Dormí ahí con los miembros de la compañía durante un par de días” y a continuación el fotógrafo esgrime una ligera sonrisa. Pasa un segundo, millones de milésimas de segundo. “¿Pero cómo has conseguido eso?”, pregunto acto seguido con los pelos de punta. “Se dio la casualidad de que el jefe se acababa de marchar ese fin de semana a Port Moresby. Quedó al mando un tipo que se encogió de hombros cuando le pregunté si me podía quedar en la concesión un par de días. Además, yo consigo las cosas hablando mucho, hablo mucho, mucho, mucho”.

El problema es que somos demasiados en este mundo.

“¿Qué pasó a continuación?”, pregunto con intriga. “Fotos, muchas fotos, no paré de hacer fotos”, me responde el fotógrafo a la vez que me muestra la pantalla de la cámara fotográfica y con su dedo gordo comienza a pasar fotos y más fotos donde se aprecian con nitidez centenares de troncos de árboles cortados y apilados delante de numerosas excavadoras que se mueven como una suerte de robots, de pulpos devastadores. Ahí están: troncos y más troncos listos para ser enviados a China. Más fotos. Decenas, centenares de fotos mostrando un paisaje que muta del verde al marrón, de la clorofila a la arcilla. De la abundancia al páramo.

Gente. También se ve gente, personas, hombres. Gente dentro de las excavadoras o con sierras eléctricas en mano. Me fijo bien: algunos parecen chinos, otros malasios, muchos son sin duda papús. Estos últimos se mueven bajo harapos, vestimentas raídas, algunos están muy flacos, otros están escuálidos. Un par de ellos alzan la sierra eléctrica con un aire de automatismo. “Llevan una vida muy dura estos hombres”, dice el fotógrafo. “No ven a sus familias durante muchos meses, comen mal, no les tratan bien”. El fotógrafo francés sigue girando su dedo gordo que hace desplazar la ruedita de la cámara que muestra fotos y más fotos de excavadoras, troncos cortados.

Nada de hijos.

“¿Y a esta gente le importa el bosque, la biodiversidad, el mundo?, digo después de ver un pequeño video que el francés también ha grabado, donde un árbol cae redondo como se cae en una batalla absurda. “Les da igual. Con tal de llevarse algo a la boca, se conforman”. “Qué cabrones”, digo negando con la cabeza. “¡Que va, son gente encantadora!”, me responde el fotógrafo lleno de energía. Me muerdo un poco los carrillos, de repente empiezo a recordar… “¿Y los chinos, y los malasios?”, pregunto a continuación. “También, me han tratado como un hermano. Son gente maravillosa”.

Empiezo a recordar. Claro, en realidad todo el mundo es en el fondo maravilloso, pienso para mis adentros, recordando. Lo que ocurre, lo que pasa, es que el mundo tarda mucho en arreglarse y la especie humana no va a renunciar a su legítimo derecho a procrear, tener hijos y hacer su vida. Que se arregle el mundo el solo. Yo quiero tener mi niño, mi niña. He aquí donde comienzan la ilusión y los problemas.

Dado que el mundo tardará en arreglarse, es aquí donde comienzan la ilusión y los problemas. El niño y la niña son preciosos, pero resulta que la criatura necesitará comer, atención, cuidados y se da la circunstancia de que dentro de poco tendrá que ir al colegio, a la universidad y luego llegará el momento cumbre: necesitará un trabajo.

Su padre, su madre, ya tienen por tanto la mejor excusa mundial para justificar de manera indirecta cualquier tipo de tropelía que se tercie, “tengo que alimentar a mi familia, son muchas bocas que alimentar”, dirán de una manera que alivie sus conciencias. Una frase tan legítima como letal e inevitablemente retro alimentadora de un sistema económico y una estructura de poder dominada por una minoría de intereses que controlan a las masas ignorantes y necesitadas. Todo se entrega a cambio de un trabajo, seiscientos euros al mes, o cinco mil euros mensuales. Todo vale.

En lo alto de la pirámide económica, atalaya de poder, seguramente nos encontraremos con un  jefe que domina su empresa de manera despótica, pero que también tendrá su corazoncito, será un estupendo padre y además te hará de vez en cuando unos favores decisivos. Asimismo (sorpresa, sorpresa) habrá otros jefes muy amables, encantadores, humanos. Y es que uno siempre espera encontrar al malo de la película bajo una sombra siniestra, unas gafas oscuras, un puro humeante, una arrogancia insultante. A veces se presentan así. Pero otras muchas veces, el que los busque encontrará a un ser humano más, con sus preocupaciones, sus contradicciones, y también sí, con su corazoncito.

Todos somos buenas personas, usted que lee esto es una buena persona. Ocurre que el mundo tarda tanto en arreglarse que se nos va la vida si esperamos por él. Así que ponemos criaturas en este mundo, cuya mayoría de alguna manera u otra irán alimentando las ambiciones de otros. ¿Tener menos hijos solucionaría el problema? La cuestión no debería ser esa, sino la necesidad de aumentar los derechos básicos de las personas. Sin embargo, en muchos lugares del mundo como PNG (y tantos otros…) tener menos hijos tiene sentido para no colapsar a un país que hará pagar la factura a los más pobres. Los padres y madres de todos estos hijos serán una mano de obra fácil para las garras de la ambición que a la larga contratará también a sus hijos y así sucesivamente.

Surge entonces un escenario de privilegiados que dirigen las reglas del juego y amasan los recursos, mientras que al otro lado se queda una mayoría desamparada que va a necesitar comer puesto que fuimos diseñados así. Entonces se prioriza el estómago y los hijos, y ya no importa que te pague el más malo de todos los malos, lo importante será llevarse un trozo de pan a la boca. Y así dará igual servir copas que ponerse a talar sin descanso o custodiar campos de concentración. Eso sí, todo el mundo tarde o temprano será encantador, tendrá un corazoncito, “¡como las mariposas de Papúa Nueva Guinea!”, exclama el fotógrafo francés con emoción.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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