Vivir entre terremotos en Papúa Nueva Guinea

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Uno puede estar  en la oficina tecleando un informe, contestando un e-mail o hablando con la secretaria. Uno puede estar en casa comiéndose una tortilla francesa, caminando por el pasillo para llegar al baño o pensando en una o dos musarañas. Esta vez va a ocurrir en la oficina. Un movimiento. Un meneo. Una agitación.

Al principio crees que no es nada. Piensas que puede ser tu cabeza a la que ya sabes que le gusta desvariar, jugar un poco. Así que sigues tecleando (tas, tas, tas). Pero resulta que este baile magno (este baile final) está empezando a durar más de lo esperado. Sigo moviéndome. Siento como la silla se mueve, noto como la mesa se balancea y ahora, atención, es el edificio entero el que está empezando a coger ritmo, a columpiarse de un lado a otro como si fuese un bloque de goma. El edificio está bailando.

Cae el gigante. El hormigón y el acero son dos inútiles. Una alarma silenciosa pero constante empieza a sonar. Observas como los compañeros levantan la cabeza, observas como los compañeros se están mirando unos a otros.

Es el momento en el que alguien dice, “¡un terremoto!”.

¿Qué hacer?

En teoría hay que seguir los “procedimientos”: unos manuales extensos y confusos que nadie ha leído y que cuando se enfrentan a la realidad, tienen enormes dificultades para materializarse. Puede más el corazón, el pulso nervioso. Claro. Los locales y los foráneos que llevan años en el Pacifico, dicen que en teoría uno debería pegarse a las “columnas” del edificio en cuestión.

¿Ah sí? Miles de años después, la arquitectura no ha cambiado nada. Siguen siendo válidos los parámetros romanos, las indicaciones griegas: vale la columna, sobrevive el arco. La estupidez sigue aquí. Simplemente que casi todo se llama de otra manera, adoptan formas diferentes, pero si uno se fija, casi siempre acabará encontrando un pilar allá por donde se mueva. Aun así, a veces las columnas no sirven para nada. Por ejemplo, cuando llegó el ciclón Pam a Vanuatu, lo único que se podía hacer era agarrar el colchón, doblarlo y ponérselo encima de la cabeza y acto seguido meterse debajo de una mesa. Muchos rezan. Eso es todo lo único que se puede hacer.

Pero ahora, que noto como el edificio sigue agitándose de un lado a otro, que la alarma se escucha cada vez con más intensidad, al tiempo que hay más voces inquietas superponiéndose a otras voces asustadas, ¿qué puede hacer uno? “¡Evacuación!”, dice el máximo responsable en medio del revuelo. Algunos ya se habían marchado por su propio pie, alertados por su propio instinto de supervivencia y sin mirar a nadie. Los demás vamos desfilando hacia la salida de emergencia que parpadea intermitentemente, como un faro nervioso.

Atravesamos la salida de emergencia y descendemos todos por unos pasillos despintados. Todo está desconchado, huele a hormigón húmedo, secretos del subsuelo, refugio en tiempos de guerra. Cuando salimos afuera, a la calle, al sol, comprobamos como una multitud se ha reunido en frente del edificio. Claro, no somos los únicos que hemos salido despavoridos, aquí está todo el mundo.

Al poco, empiezan a llegar las primeras noticias (siempre hay ‘enteraos’ en este tipo de situaciones) Sí, ese movimiento, ese meneo, esas ondas, esa agitación corresponden a un señor terremoto. Empieza a circular el rumor de que éste ha tenido lugar en East New Britain, una isla que pertenece a Papúa Nueva Guinea. Da igual que no estén unidas por tierra: los terremotos no entienden de fronteras terrestres, de límites marinos. Sus ondas sísmicas portan un pasaporte ‘todo incluido’, una visa maestra que les permite penetrar hasta el último confín. De la tierra.

Muchos papús estaban precisamente preocupados por lo que habría podido pasar en East New Britain. “Nosotros estamos en Port Moresby, a muchos kilómetros de distancia y hemos sentido el terremoto como si ocurriese debajo de nuestros zapatos, imagínate lo que debe haber sido en East New Britain“, dice uno con los ojos muy abiertos.

“El año pasado –cuenta otro- un ‘meneo’ que no duró ni cinco segundos, destruyó miles de hectáreas de los campos de cacao”.

Nos empieza a llegar más información. Se trata de un terremoto de magnitud 8 y una profundidad de más de 160 kilómetros. ¿Te imaginas lo que sería excavar más de 160 kilómetros dentro de la tierra? Así, zas, en cuestión de segundos. Más de 160 kilómetros.

No somos nadie.

Alguien con la mano levantada, dice que ha recibido las primeras fotos en su móvil. Muchos no quieren mirarlas, otros se han ido ya a casa a resguardarse en sus cuartos. Las fotos muestran unas carreteras cortadas por una grieta, varias grietas, como arrugas repentinas e impertinentes que han llenado de estrías el pavimento, el ambiente, lo existente. Otras fotos arrojan imágenes de piedras, enormes piedras que han rodado poseídas por una fuerza sin parangón. No eran tan duras las piedras. No son tan duras las piedras.

En medio de todo el barullo que se reúne alrededor de las fotos, una mujer grita y acto seguido pregunta, ¿hay muertos? “Lo único que sabemos de momento es que hay riesgo de tsunami, permaneced alerta”, advierte un tipo con casco y mono azul.

¿Y tú lector? ¿Alguna vez has vivido un terremoto?

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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