Nunca voy a mi bar favorito

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Todos los días pienso que debería estar en ese bar. Cada día me digo que hoy puede ser un buen día para que mis glúteos se posen en alguna silla de la terraza de ese bar. Y disfrutar, por favor. Pero. Nunca entro en ese bar. Sabes, lo que hago es rozarme todos los días con el coche sobre las seis y algo y mirar de reojo a ver cómo está la cosa.

Y cuando veo lleno el bar, me chupo un diente. Frunciendo los labios, regresaré a casa y allí abriré el ordenador y me pondré a teclear durante un rato diciéndome a mi mismo que el tiempo, el sol, la tarde, el mar, la puesta de la luna y todo lo demás, invitan a entrar en el Marina Greenie. Hay que estar ahora en el Marina Greenie. Y nunca voy.

Digamos que en un tiempo en el que nos quejábamos de la dictadura del Jasei con su salsa, merengue, mierda y rollo verbena, abrió de repente el Marina Greenie un buen día de Octubre. Entonces un sureño con raíces norteñas encontró en el Greenie su bar.

Amé este bar a la primera, tío. Ahí estaba el Marina Greenie, con su agradable terraza techada dando paso a otra terraza aún más grande y salvaje que se abrazaba con el mar. Con todo el mar. Caminabas. Y dentro te encontrabas con unas paredes pintadas de salmón, un piso de madera, una barra invitadora, y buena música. Que si Oasis, que si Bob Dylan, que si Nirvana, que si The Police. Yes.

Podías también subir unas escaleras y de pronto te plantabas en el balcón desde donde volvías a divisar al inmenso azul; sentado en  unas mesas de madera que pedían cerveza y una buena conversación.
Más chicas. Subiendo y bajando las escaleras, te solías cruzar con el barman turco, siempre pendiente de que todo estuviese en orden y de paso, si podía tocar algo, mejor, “Por fin”, me dije, “Este será mi bar”.

Ella sabía que yo iba a ese bar. Ella sabía que yo iba al Marina Greenie. Al principio nos buscábamos indirectamente en el Jasei, pero ella sabía que yo prefería ir al bar nuevo.

Por eso un viernes me la encontré de espaldas bajo la terraza techada del Greenie. Cuando entré, la amiga me vio y se tapo la boca con la mano y le dijo algo. Sabes tío, era un viernes de estos con una temperatura perfecta, sintiendo esos gusanillos, esos gusanillos que sientes cuando sienteseso. Subí a la planta de arriba, hablé con una amiga, me di la vuelta a los pocos minutos y me la encontré mirándome.

Ese viernes la ignoré merecidamente y esa noche me acosté en el cielo, en algún sitio desde donde veía un porvenir luminoso y trepidante. El Greenie se había convertido en el sitio. Empecé a ir cada vez más. Ella y yo nos veíamos y nos seguíamos. Jugábamos a ignorarnos, al juego, las miradas. Había partido.

Mírame ahora. Era así, llegaba la noche, caminabas por Calle N, y veías esas luces entre violetas, naranjas un tanto diabólicas que el Greenie despedía, uniéndose tan solo a los faros de los tenebrosos coches que entraban y salían. El Greenie era mi bar. El Greenie era mi bar y ya era normal que me encontrases caminando por su terraza, llegando a la barra, moviendo la cabeza al son de La Roux y pidiéndome una cerveza Asoc. La noche empezaba, me sentía como en casa. Ella y yo nos seguíamos maltratando, continuaba el juego.

Entonces, un día, un mes, un año, ella cambió las reglas del juego, sus ojos demudaron en dos canicas color sangre, su pelo rubio comenzó a expulsar azufre, sus vestidos se oscurecieron, y su sonrisa mostraba los dientes de algún tiburón vengativo.

Todo cambió. Unos siete tirones recibí en el estómago ese día. Esa noche no pude conciliar el sueño. La noche en el Greenie había sido dolorosa. Había sufrido en el Greenie. Pero la semana como siempre en África, pasó rápido y ya era viernes ¿Debería ir al Greenie? Eh, escúchame, ¿debería ir al Greenie? ¿Debería ir a mi bar esta noche? No fui.

Me quedé en casa. Al viernes siguiente me pasó lo mismo y de pronto empecé a sentir un dolor cada vez que me nombraban este bar. Alguna noche pasaba por ahí con el coche, y todo el cúmulo de luces me mordían las tripas. Me arrancaban todas las tripas esas luces, el Greenie. Dosifiqué mis apariciones en el ya temido bar. Me la volví a encontrar varias veces. Ahora casi siempre rodeada de turcos agresivos que le tocaban el pelo. Ella reía.

Ella reía, pero cuando me veía, parecía que todas las emociones se le activaban. Miraba. Me miraba. Actuaba, actuaba claramente y todavía seguía la lucha. Con el tiempo, todo fue a peor. El dueño del Greenie me empezó a caer mal, rematadamente mal, el lugar ya era un sinónimo de sufrimiento confirmado, de fumeteo acelerado, de bebida sin control. Antipatías.

De repente me empezó a caer mal casi todo el mundo que se dejaba caer por ahí, demasiado blanquito, sobredosis de tontería, sueños virtuales que se deshacían en realidad. Todo me resultaba violento: las fiestas color arcoíris, los turcos, las blancas, los blancos, los bailes electrónicos, la música oscura. Y luego ella remataba. Apareciendo con un turco. Sacando los puñales del dolor. Yo, sacando el escudo, la lanza de la dignidad, pegando duro también ¿pero para qué esta lucha?

Cambié la ruta, ignoré el Greenie. Ignoré el Greenie pero cada tarde, cada noche pasaba y paso por ahí, sabiendo que es el mejor bar, el mejor sitio. Pero. Nunca entro. Ya es muy raro que me veas entrar. Y es así, como va pasando el lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado, el domingo, y nunca voy al Greenie.

Sabes, trago un poco de saliva cada vez que alguien lo nombra. Sabes, al Greenie tan solo lo miro de reojo, lo miro con una cierta ansia, con ganas de quemarlo, con deseo de que me devuelvan algo que me pertenece. Con todo, suelo acabar respirando hondo y pensar para mis adentros, “voy a volver a este bar, voy a volver a Greenie y estaré tranquilo, tan solo eso, tranquilo”. Y los días pasan.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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