No se puede ligar con la literatura

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Seguramente sea yo que me pongo muy plasta, pero creo que cuando uno está intentando ligar con un pibón o con esas tipas que valen la pena, vos me entendés, no le puedes hablar del estilo fragmentario de Joyce, del desprecio por la cronología de Faulkner, de las posibilidades millonarias de las palabras en Cortázar, del libertinaje de Miller, de la inquina de Céline, de la rapidez de Bolaño, del pragmatismo de Shakespeare, del espiritualismo de Hesse, de la erudición de Mann

¡No! Rotundamente no ¡No! Usted, yo, creyéndonos tremendamente inteligentes, cultos, sabios, leídos, escribidos, bañados en la mundología, nos encontramos por respuesta unos ojos vidriosos, un rostro asustadizo, un “ya”, como contestación, una ausencia clara de complicidad y sentimos, oh mierda, que este pibón del carallo se nos está escapando.

No soy yo un experto del ligue porque nunca me lo he tomado en serio. Sinceramente, cuando me pongo, no me suele salir mal, pero he descubierto que no puedo ser un mujeriego, de verdad, que no me interesan todas las mujeres, que yo soy probablemente hombre de una sola mujer, mujer que aún no conozco, o sí. Pero lo que quería decir es que hay que tener cuidado con la cultura, que las espantamos y no nos damos cuenta, ay.

Y como no experto del ligue, recordaré aquí, que según los expertos, da casi igual lo que digamos, lo que importa de verdad, es cómo lo decimos. Hasta el punto de que el brío con el que transmitimos nuestro mensaje, la emoción, (manipulación también) el ímpetu y la capacidad oratoria suponen en realidad el corazón del mensaje, la fuerza del mismo.

Pero hete aquí que cuando hablo de literatura me siento pesado, muy pesado, como si me atasen una manta de acero. No sé, de repente, irremediablemente, me dirijo al tecnicismo, a la capacidad metafórica, y no sé por qué (o sí) me suelo encontrar con un interlocutor que me mira encartonadamente, alejado de mi emoción, como un abstemio que le corta el rollo al borrachito indefenso, feliz por un día.

Así estoy yo. Claro que me he topado con otros flipadillos/as que me discuten a Cortázar, a Capote, y yo disfrutando, he pedido otro vino. Pero hay pocos, pocas. Casi todo el mundo tiene prisa. Casi todo el mundo está absurdamente liado. La mañana, el tráfico, los edificios los sumergen en una rutina aplastante. El dolor.

Pero yo, repito, me siento aburrido hablando de libros con las mujeres. Siempre temí ser aburrido con ellas. Ese era o es mi temor, que me considerasen aburrido. Igual que cuando jugaba al ajedrez, aquello no se podía tocar, comentar, jeroglíficos para una minoría trastornada. Y así descubrí que la mayoría de las veces, los aburridos eran ellos u ellas, pero mi incomodidad proseguía. Y continúa.

Ojo con la literatura. A no ser que uno se quiera acostar con Virginia Woolf, Marguerite Duras o Emily Brontë (me encantaría dormir con Emily Brontë, de verdad) y sabiendo además que actualmente no es fácil, uno no debe ahondar en el terreno literario en demasía. Estimo. Lo más probable es que el culpable sea yo. Puede además que a Duras, Wolf y Brontë le aburriese soberanamente charlar de literatura, yo qué sé, pero me sale muerto el discurso de las letras. Eso es lo que quería decir.

Lo que si he descubierto, ¡tachán, tachán! es que se puede ligar gracias a la literatura. Y mucho. Gracias a la literatura, eso sí. Uno cuando escribe, lee, y tiene un poquito de ingenio y lo sabe utilizar, se provee de un vocabulario rápido, ocurrente, preciso, flexible que puede instrumentalizar con fines conquistadores.

Ahí sí, ahí si se le puede sacar partido a las lecturas, a la escritura y toda la pesca.

Todo esto es una generalización, claro está, como casi todo, pero algo de eso hay.

Supongo que lo mejor es cuando te encuentras con una alma gemela. Alguien que vibra también no sólo con las lecturas, los libros, sino que gusta de ahondar en los vericuetos insondables, relativos, del universo literario. Discutes con ella sobre quién te gusta más, que si Vargas Llosa o García Márquez.

Yo le diré que me quedo con el peruano, ella se levantará y me lanzará una mirada furibunda, y me dirá que no se ha escrito nada en la tierra como Cien Años de Soledad, y yo le responderé que dicha novela carece de trama y que me perdí (que no es lo mismo que dejarse perder, marchar intencionadamente a la deriva) en una telaraña de sabor excesivamente meloso, que yo prefiero la agresividad, los golpes. Ella negaría con la cabeza enérgicamente y me diría que cómo me atrevo.

Y así, sabes. Y entonces la querría y acabaría tal vez, hasta los eggs de la literatura, probablemente enamorado de ella, harto quizá de las letras y recordando por cierto, que cada vez que asomo la testa por el mundo literario, aunque sea tímidamente, éste apesta de una manera repulsiva. Una jaula de trepas parecen disputarse el cetro de la eternidad, de la palabra absoluta. Sospechan estalinianamente de todos, nadie puede hacerles sombra.

Y ella yo, caminaríamos por la playa y yo comenzaría a comentarle algo sobre Paquirrín; que Techi no le conviene, que sólo quiere notoriedad y su dinero. Y ella me diría que la otra, la brasileña también. Entonces, yo le diría que al menos la brasileña parece buena tipa. Y luego pasaríamos a comentar sobre el hijo de Yvonne Reyes, que al parecer es de Pepe Navarro, y luego miraría al mar para darme cuenta una vez más de que no sé nada, de que no tenemos remedio, y caminaría por la playa, mirándola, mirándola a ella, y eso sería todo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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