Una noche en el Déjà Vu

liberia

“Hoy salimos”, me ha dicho François tras cogerme del brazo en el Sajj. He apurado una Club beer más, y he sentido que ya estaba nerviosamente preparado para la noche liberiana. “Se te van a tirar”, advirtió Hans.

Y allá vamos. Estamos dentro de un Nissan Pathfinder, música a tope, François va conduciendo y cantando, grita más al llegar al estribillo “wahala dey, wahala dey”, agita su cabeza hacia delante y hacia detrás. En el coche se va subiendo cada vez más gente de todos los colores y aquello es simplemente un disparate en movimiento. “Hey, vamos peña, vamos…”, va diciendo François en medio de una noche abandonada, que sin embargo se resiste a dejar de ofrecer lo que toda noche en fin de semana provee: estímulo. La sensación de que algo puede pasar. Despedirse de lo conocido. “Hey, vamos peña, vamos coño”… “wahala dey!”.

Llegamos al Déjà Vu y no sé ni cuantos nos bajamos del Nissan Pathfinder. El camarote de los hermanos Marx bebe de esta noche monroviana. La manera de entrar sin pagar por estos lares obedece a un ilógico cúmulo de coyunturas tales como trabajar para la comunidad internacional, haber nacido con una pigmentación determinada, ah migo, y como en todos lados, poseer la virtud de la locuacidad.

Por eso está toda esta pandilla ahora rodeando al indio de la entrada del Déjà Vu que nos quiere hacer pagar una cantidad ¿desproporcionada? Algunos han sacado una ridícula tarjetita recordando que trabajan para esto tan guay o para lo otro tan cool.

Otros se apoyan para presionar, sobre uno de los hombros del indio que se mantiene en sus siete, con unos dedos que rozan un taco de entradas que ya han pagado algunos. “Peñita, peñita…”, dice François que se va abriendo paso para empezar a comerle la oreja al indio que intercala negaciones de testa con una inevitable sonrisa, esa sonrisa que provocan todos los golfos de la noche.

François sigue insistiendo, recuerda batallas nocturnas, pasados fines de semana, favores que supuestamente se hicieron en otro momento, y al poco, un tipo grande nos abre finalmente la puerta del Déjà Vu. La Disco. “Eres el puto amo”, le he dicho a François chocándole la mano y he avanzado por los azulejos azules de una discoteca pequeña dominada por una pista de baile bajo una bola de espejos que rueda.

Después de pedirme una Club beer no he tardado en recordar que hace tiempo que me aburren los sitios divertidos. Súbitamente divago entonces en la disco, caminando de un lado a otro sin querer bajar a la pista de baile donde François ya ha acorralado a una rubia.

En la absurda y mentecata sala vips va entrando alguna peña rara que ha venido en el mismo todoterreno que yo.

Al entrar, ignoran vehementemente las órdenes acomplejadas de los guardias que no insisten. La gente está saltando en la pista, ton, ton, y a mí una chica se me ha aproximado diciendo que es de aquí y que se llama, cómo se llama, lo he olvidado. Es muy grande, parece casi una muñeca hinchable y sostiene una cerveza a la altura de las dos circunstancias.

Hay un ruido ‘angelical’ en la disco y no oigo lo que me está diciendo. Cuando le digo que no oigo, se acerca más todavía y puedo oler la noche, sabes tío, puedo oler ese olor de la noche. Y entonces manifiesto mesuradamente, “nos vemos por ahí”, y huyo con una sonrisa para perderme en mis paseos sin futuro.

Estoy harto de las discotecas hermano.

No quiero más garrafón, ni nada que me recuerde a los alrededores de la plaza  Santa Ana madrileña. Me voy diciendo todo eso, recreándome en el lado oscuro, nadando sin mar, entreteniéndome con pensamientos que sólo saben restar, volviendo a corroborar mi impresión sobre este tipo de escenarios, y cuando insisto en el martirio, me encuentro de pronto con una cara a la altura de mi cara y que me dice, “te he visto por Mamba Point, te conozco”.

La miro. Es cierto, ahora caigo. Salgo como de un hielo, hablo, estoy hablando con una persona. He vuelvo a reconciliarme con el género humano y no sé ni lo que estoy diciendo. Miro para la pista de pronto y aquello es simplemente una cuestión de querer.

Sin embargo, me doy cuenta sorprendentemente de que François me está negando con la cabeza desde ahí debajo, donde habita el ansia. Rodeado por dos señoritas, puedo ver claramente como me está diciendo que no. Me encojo de hombros, no sé de que va el rollo y cuando intento escapar de la cara que se me ha pegado por razones de instinto, François , sale de ahí debajo para decirme que me aleje de esa mujer. “Ten cuidado”, remata la chica hinchable que también se ha acercado.

Más tarde, cuando la noche se va demudando de albina, volvemos de nuevo en el Nissan Pathfinder de François con una música más lenta. Aquí dentro hay más gente, claro. François me cuenta que quería advertirme sobre esa mujer que es conocida por varias lindezas. Entre ellas, haberle robado unas gafas a un amigo suyo boliviano y pedirle por ellas quinientos de los grandes. “Mi colega que tiene unos cincuenta y pico años no veía ni torta, y claro se los tuvo que dar”. Otros interesantes detalles del curriculum de la “cara que se me pegó”, incluyen el haber intentado rajar a otra mujer con el cuello de una botella. Y un etcétera.

Todo esto es bonito.

Pero la palabra etcétera no es tan bonita. Es casi vulgar.

A esta mujer la seguí viendo por Mamba Point. Los primeros días que sucedieron a nuestro encuentro nocturno, se dedicaba a vociferar contra mí a través de una voz de bronquios y verduras, “Carlos, Carlos, you are…”, reproche callejero alcanzando su máxima estridencia.

Bajo una lluvia de insultos barriobajeros, me dio por reír, yo reía, no podía parar de reír. Aquello era divertidísimo, estar bajo un ataque constante desde todos los ángulos, desde todas las posiciones, infantería, bombardeo, por mar…

“Carlos, Carlos, you are…”. Qué descojono.

Con tanta reacción amable ante tanto ataque empedernido, la fiera se fue calmando, pasando a un débil, “ya no quiero saber nada de ti…”, luego a un “hey”, más tarde a un “cómo te va” y finalmente la sonrisa. Y así. Los dos empezamos a sonreírnos cada vez que nos veíamos. Y cuando lo hacíamos, todos los testigos que asistían atentos al milagro esbozaban al unísono otra gran sonrisa.

La veo a menudo, la sigo viendo mucho. Bueno, de hecho somos casi vecinos. Y yo siempre la saludo con un Hola, pero… y sigo mi camino. Odio a los que me saludan con  Hola, pero… A veces la veo en el Mamba Point Hotel, intentando pescar a un hombre de negocios, a un pureta de mejillas rosadas que porte una cartera repleta de billetes.

De últimas lleva una peluca enorme, una peluca que le cubre toda la frente, le tapa las orejas, dándole un aspecto de un animal con hambre. A veces se sienta debajo de una sombrilla tricolor, mirando la calle, avistando el panorama como la leona que espera su momento.

Anoche, cuando iba para mi casa, la vi como salía a rastras del Mamba Point Hotel, como si la hubiesen echado como agua sucia. Ni siquiera llevaba sujetador, y no era difícil descubrirle unos minúsculos pechos tristes. Me cogió del brazo desesperada, y me dijo, “Carlos, Carlos, quiero una cerveza, Carlos I wanna a beer…”, casi llorando, y yo me despegué de ella, diciéndolo un día más, que ya hablaremos, y cuando me dirigía a mi casa me ha dado por pensar que todo esto es triste, que todo esto también puede ser una gran mierda.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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