Cómprame algo hombre blanco

Liberia

Al salir de la oficina en Mamba Point se ha girado y me ha dicho, “hey, have a look”. Dientes de piano me lo ha dicho con una voz firme, ronca, imperativa. Estaba sentado de cuclillas sobre el borde de la acera, casi encogido, entretenido en el acabado de cualquier máscara africana, tal vez una de ébano. Lo cubría como siempre un hermoso árbol de mango y alrededor había dispersados diferentes abalorios, así como una sombrilla que un día fue amarilla y varias pequeñas despensas protegidas por unas rejitas muy débiles que acogían un taco de billetes listos para ser cambiados y muchas tarjetas de teléfono móvil. Cellcom o Lonestar.

“Hey, have a look”, me ha vuelto a decir. Porque yo llevo ya unos buenos días seguidos girándole mi dedo índice al vendedor en señal de que ya me pasaré más tarde, otro día. Pero la presión es constante, diaria, “have a look”. Sí, nada más poner un pie en el asfalto salpicado de baches de UN Drive, lo veo ahí poniéndose en pie, preparado, listo para embestirme. Giro, giro mi dedo índice cada tarde, pero hoy, ayer, de pronto, no puedo evitar el esbozo de una involuntaria e imparable sonrisa que provoca que el vendedor me conteste abriendo su enorme boca que me enseña así sus enormes dientes de piano. Sonríe, sonríe el vendedor, casi carcajea y no tengo más remedio que acercarme.

Sé que voy a salir perdiendo, sé que lo más parecido a una mini estafa va a ocurrir a continuación, pero aún así camino, me acerco a la sombra del árbol de mango. Dientes de piano me da la bienvenida y acto seguido alza dos bustos de madera barnizada y explica, “man, woman”. Este es el hombre, esta es la mujer. Observo.

La cara de la mujer está digamos, lograda. Con su pelo trenzado acabado en un moñito que capitanea su testa, con su naricita respingona, su ojo dormido, sus labios que no llegan a ser gruesos pero casi. Tiene su cosa.

Pero al fijarme en el perfil del hombre, sólo puedo pensar en un pringado de colegio, ese al que se le da un cogotazo en la fila antes de entrar a clase. Lleva un pelo colega, como que no, es como un peinado liso, insulso, de raya, que encima ensancha sus entradas. Tiene además una orejita minúscula, irreal, un ojo cerrado, y una nariz más bien grande que dispara sobre su boca belfa. Concluyo: esto es demasiado hembra para este tío. Pero Dientes de piano agita las figuras y vuelve a sonreír a la vez que afirma con su cabeza repetidamente, “Man, woman”.

Estoy abriendo la cartera.

Pero. Aún hay más. Se me ofrece también una casita cónica con un techo de paja. Ya no quiero llevarme más cosas, quiero salir de aquí, pero Dientes de piano me ha puesto la casa en mis narices y ha abierto la boca de nuevo otra vez. Los amigos, los vendedores colindantes, sueltan alguna risita y él les echa una mirada asesina alertándoles de que ni se les ocurra estropearle la venta. ¡Con las cosas de comer no se juega! Es sabido.

Me llevo también la casita…

Dientes de piano me pide a continuación una cantidad que acepto sin rechistar. Es poco y es mucho. Pero en realidad, posiblemente, a lo mejor, tal vez, quizás, puede, quién sabe, vete a saber, mango, seguramente lo he pagado para que me deje en paz de una puta vez. Básicamente.

Pero no es tan fácil. Cuando le he dado unos dólares arrugados, Dientes de piano ha empezado a abrir un cofre y se ha puesto a enseñarme unas monedas liberianas de la época de Doe que según él tienen un valor incalculable y bla, bla. Miro a la derecha a la izquierda, escucho más risitas y empiezo a girar como un colador mi dedo índice una vez más, “later man, tomorrow, see you around, have to go…”.

Ante tanto giro dedil, Dientes de piano se percata de que me está empezando a tocar los y vuelve a sonreír abiertamente esta vez a modo de despedida. Vale. Nos saludamos, clac, y sigo por el asfalto repleto de baches.

Ese soy yo, caminando ridículamente con una bolsita negra y varios caretos dentro más una casita. En realidad, en serio, estoy contento porque mi casa está desaboría por dentro. Necesita adornos. Y hete aquí que ya en casa coloco al pringado y a la cachorra pegados, casi besándose. Qué suerte tienen algunos. Hombre y mujer. Pero después de dar varias vueltitas, buscando el plano que me de la mejor visión como Orson Welles en Ciudadano Kane, descubro que esta pareja no funciona. Que no pueden vivir juntos. Tienen que separarse. Estaba claro. Entonces aumento la distancia entre los dos rostros y una luz ilumina el salón para susurrarme al oído que esto funciona y que la casita además debe ir en la mesa del comedor para que todo armonice. Obedezco, y la luz.

Claro. Al día siguiente en la oficina me informan de que he pagado el triple de lo que realmente cuestan estas figuras de madera. No arqueo las cejas, sino que juego con mis hombros, estúpidamente feliz de confirmar mi errónea inversión. Y llega la tarde, salgo de la oficina, piso el asfalto de baches de UN Drive y veo sí, como Dientes de piano se ha puesto de pie súbitamente, como si hubiese avistado la Coca – Cola en el desierto.

Y yo lo sé. Yo sé que tengo un dedo que se llama índice. Y que gira.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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