¿Qué hacen los expats en Liberia?

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ES LO QUE HAY. CADA MAÑANA NOS LEVANTAMOS CON LA RESPONSABILIDAD DE VIVIR. Aunque a veces pese como una loza y casi no queramos, hay que levantarse de la cama. Y hacer algo. Y así, respirando, respirando, nos encontramos de pronto con un día entero que busca que lo rellenes. Presión. Ya sabemos. El dicho afirma que cada persona es un mundo y se distribuye el tiempo de manera diferente, pero en Europa y en América, en el mundo blanco, hay una serie de rutinas que comparten la mayoría de la población ovejuna. Esto es, ir al cine, cenar en restaurantes, practicar deporte, pasear, viajar o desempeñar alguna disciplina artística cuando no se está enganchado al ordenador, póngase Facebook o Twitter.

Cierto es que el trabajo y los hijos salva al noventa por cierto de los mortales al proporcionarles una utilidad, responsabilidad y una razón lógica para dejarse absorber. Pero aún así, sigue sobrando un tiempo. Ay.

Lo voy a decir ¿qué puede hacer un blanco, un expat que está acostumbrado a llevar a cabo todas estas actividades cuando un día se despierta de golpe en Liberia, uno de los países más pobres de África y de todo el mundo? Comienzan los descartes.

Mentalícese, hay una serie de tareas que aquí no se pueden hacer. Sencillamente.

Para empezar, ir al cine es imposible, porque no lo hay. No hay cine. Bueno, al parecer sobrevive un cuartucho un tanto clandestino en Broad Street donde es posible que proyecten películas de artes marciales, chinos dando patadas o bien coches muy rápidos que persiguen a otros coches muy rápidos en medio de balaceras y chicas de escándalo.

Sin embargo, es un cine de paredes desnudas, desconchadas, con un letrero que se cae, y una mujer sentada en la puerta que te mira despreciativamente diciéndote que este cine no necesita espectadores sino asientos vacíos. No sólo es un cine antipático y oculto, sino que ni siquiera se sabe a ciencia cierta que eso sea un cine y que proyecte películas.

¿Pasear? Pasear se puede pasear. Pero no es lo mismo. Hace muchísimo calor. Nada más abrir la puerta, te disparan los rayos de un sol implacable al que no le hace gracia que camines tan tranquilamente por las calles de Monrovia desafiando su hegemonía. Una vez estás todo sudado, grasiento, recibes la bofetada de la inconfortable sensación diferencial. Consiste básicamente en sentirte distinto a todo aquel que circula por las calles.

No me refiero solamente a la evidente diferencia de color con respecto a la mayoría, sino también al contraste aspectual, la asimétrica vestimenta que te provoca desde un agudo ataque de sensación de culpabilidad hasta una incomodidad desagradable y fastidiosa. Todos te miran en Monrovia. Casi todos te dicen algo: te saludan, te preguntan cómo te llamas, cuanto tiempo llevas aquí y a continuación suelen pedirte dinero. Es difícil caminar tranquilo, prácticamente imposible.

Cenar en restaurantes si se puede cenar, ya tu ves. Sólo que uno tiene que elegir entre unos seis o siete restaurantes máximo. La variedad gastronómica europea, las mareantes cartas de cualquier restaurante francés, español o italiano, aquí se reducen a cinco o seis opciones. Además, por mucho que uno busque la variedad alimenticia, al final siempre acabas comiendo arroz o casava.

No falla. Son habituales también las cenas en domicilios privados, al son de unas buenas cervezas y unas cuantas aceitunas. Limitada también es la oferta nocturna. Pongamos cinco garitos a los que acude todo el mundo cada fin de semana a divertirse y a perder unos cuantos papeles. Que hace falta.

Consultar el ordenador o frivolizar en Facebook si se podrá hacer. Solamente hace falta aceptar una velocidad de conexión inferior a la de una tortuga coja, así como deberá asumir que para colgar una foto uno puede estar una hora esperando, o para bajarse la última canción de moda, tal vez le lleve toda la mañana. De manera que puedes empezar a bajar una canción y mientras tanto ir al supermercado, ver a los amigos, almorzar, ducharte y encontrarte con suerte con la susodicha canción descargada unas cuantas horas después. Y luego están las regulares caídas del sistema que lo dejan a uno sin conexión a menudo. Un día, tres días, dos semanas. Por lo demás, todo bien.

Podrá usted hacer deporte si lo desea. Correr se puede. Pero correr de nuevo se convierte en una actividad donde uno o una deberá habituarse a miles de ojos que lo observan con un tono un tanto circunspecto y extrañado, cuando no de asombro. Para practicar otros deportes, uno tiene que moverse.

Puedes ir a jugar al fútbol y encontrar canchas de baloncesto e intentar integrarte de una vez con los locales. También hay gente que tiene bici y sube montañas. No obstante, para hacer otros deportes como la natación, el tenis, el squash o el golf, hará falta introducir el careto en recintos privados y jugar elitistamente. Blanco contra blanco. Mayormente.

¿Arte? La oferta cultural organizada es nula, inexistente. Con todo, uno por la calle escucha música, ve bailes, aprecia algunos cuadros, máscaras y otros detalles sin duda culturales. Además,  Liberia invita a tocar la guitarra o componer una canción.

Por otro lado, Huxley decía que el clima ideal para escribir era un clima inhóspito, antipático, ese tiempo que invitaba sobre todo a quedarse en casa.

Gracias al enclaustramiento surgieron por ejemplo tantos magníficos ajedrecistas en Rusia. Bajo el duro invierno. Pero el sol también puede ayudar a juntar letras. Es así: Liberia me parece idónea para escribir. Ayuda el calor y una luz que espanta la melancolía y proporciona “tranquilidad”, “paz” y lo que es más importante, minutos.

Los mismos minutos que utilizan los liberianos para vivir. Pero ¿Qué hacen los liberianos en Liberia?

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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