A pesar de la buena impresión que el estadio nos había causado y el buen ambiente que se respiraba, mis amigas y yo aún éramos muy escépticos respecto a la calidad del acontecimiento. Desafortunadamente, desconfiábamos de la capacidad organizativa de un país en plena fase de búsqueda de identidad propia, proceso iniciado desde que PNG se independizó de Australia en 1975.
“¡Mira!”, dijo una de mis amigas. De pronto empezaron a salir colores y mucha gente de un costado del estadio. No tardamos en darnos cuenta de que consistían en hombres y mujeres representando a las principales tribus de las 22 provincias de PNG, que desfilaban de manera enérgica y mágica ante una grada que se caía. Veías a los de Southern Highlands, con sus inconfundibles saltos sobre sus piernas pintadas de naranja, más plumas, más caras pintadas y gente eufórica desfilando bajo unos fuegos artificiales cada vez más incandescentes.
Con la noche iluminándose sobre nosotros, miré para mis amigas. También tenían la boca abierta, también ponían las caras que ponen los niños cuando reciben los regalos de Papá Noel o los Reyes Magos. Poco después llegó el turno de las delegaciones deportivas que comenzaron a desfilar en medio de un ambiente totalmente festivo.
Algunos países como Tahití, se presentaban con la Haka, ese baile guerrero que ha popularizado el equipo de rugby de Nueva Zelanda, los All Black. Observar a todos los deportistas moviéndose al unísono de tan vigoroso baile, ponía sencillamente los pelos de punta. Como no podía ser de otra forma, cuando aparecieron los deportistas de Papúa Nueva Guinea, el estadio los recibió con una atronadora ovación que debió escucharse en todo el Pacífico.
Luego llegaron los discursos, que fueron sorprendentemente cortos, un detalle que agradeció todo el estadio. Con la grada iluminada de expectación, el príncipe Andrew fue el último en tomar la palabra para decir que estaba impresionado con “esta espectacular inauguración”. A continuación leyó unas palabras dedicadas por la reina de Inglaterra que bendecía los Juegos y sólo entonces fue cuando declaró los XV Juegos del Pacífico, “¡inaugurados!”. Acto seguido el estadio estalló en palmas y más fuegos artificiales.
Quedamos realmente impresionados por el espectáculo. A pesar de que la “mano” australiana había tenido bastante que ver en la buena organización de la inauguración, PNG había demostrado que cuando se tomaban algo en serio, podían conseguir lo se propusiesen.
Durante los días que siguieron, Port Moresby parecía de repente una ciudad normal. De pronto la capital de Papúa Nueva Guinea parecía haberse conjurado para eliminar o al menos aplazar los crímenes, los secuestros de los coches a mano armada, el mal rollo. En su lugar, se había instaurado una corriente de urbe civilizada protagonizada por un pueblo que disfrutaba día a día de los Juegos. Yo mismo, me conectaba a diario en Internet, para saber como iba el medallero, donde PNG comenzaba a destacar por encima de países favoritos como Nueva Caledonia (vencedor los anteriores Juegos del Pacífico) Fiyi o Tahití. Al llegar a casa, lo primero que hacía era encender la televisión y poner la EMTV, donde detrás de una imagen maravillosamente amarillenta, se adivinaban unos deportistas desconocidos nadando, corriendo, en un país alejado del mundo, como si de un pacto de silencio, de una diversión secreta se tratase.
Volví al Sir John Guise Stadium para ver el rugby. En medio del gentío disfrutamos con la selección de PNG que sencillamente pulverizó a todos sus rivales, desde Tonga a Fiyi. Al ver aquellos tipos cuadrados con cara de pocos amigos corriendo como posesos sobre el césped, uno se sentía afortunado de estar sentadito en la grada.
Unos días más tarde, en el estadio de Sir Hubert Murray Stadium fui con un amigo a ver otro de esos espectáculos secretos, o lo que es lo mismo, un partido de fútbol que enfrentaba a Vanuatu contra Fiyi. Vanuatu era un equipo más técnico, más fino, Fiyi era más físico, y al final acabaron imponiéndose estos últimos con prórroga incluida.
Lo que si resultó imposible fue reconciliarse con el cricket unos días más tarde. En frente de nosotros, Papúa Nueva Guinea se enfrentaba a Tonga en un partido para nosotros los futboleros, inexplicablemente lento, aburrido, difícil. Gracias a unos indios que estaban por aquí y que vibraban con el encuentro, comenzamos a disfrutar después de recibir sus explicaciones. Curiosa nos pareció por otro lado la petanca: acudimos a ver un Norfolk Island contra Fiyi. Descubrimos que un número importante de los escasos 2000 habitantes de esta isla de Norfolk, eran descendientes de los amotinados del Bounty, aquella tripulación que se rebeló a manos de Fletcher Christian contra la autoridad de William Bligh y que acabaron en unas islas perdidas del Pacífico…
El día que acabaron los Juegos, la sensación era de satisfacción: Papúa Nueva Guinea había sido la nación del Pacífico con más medallas en su haber, la organización también había sido casi perfecta. Sin embargo, surgía también una duda brindada por el tiempo que seguía transcurriendo (confuso e imparable) planteando una cuestión irremediable ¿Y ahora qué?
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