“Déjalo ahí”. Un día que tenía veinticuatro horas encendí la tele de mi casa junto a una amiga liberiana de nombre Laurine que me dijo mientras zapeaba, “déjalo ahí”. Yo iba directo al canal de los deportes, derecho al embrutecimiento estético, pero Laurine, en medio del zapeo, dijo en voz alta, “déjalo ahí”. Levanté pues el dedo del mando y lo dejé “ahí”, concretamente en un canal nigeriano que transmitía una especie de serie, culebrón o como lo queramos denominar. En la tele apareció un tipo gordo al lado de una piscina. La imagen era como tomada por un video aficionado, ese pulso nervioso, esos colores caseros, un sonido entre cortado, difícil de cazar, complicado de oler.
El gordo gemía, se quejaba o lo que fuera. Una ceja se me arqueó. “Tiene frío”, dijo Laurine. “Tiene frío”, susurré. Los gemidos del gordo sobrevinieron en aullidos, luego en gritos, “tiene mucho frío”, aclaró mi amiga que acababa de preguntarme que “qué era eso“ cuando le ofrecí un trozo de pizza, antes de que se volviese a quedar hipnotizada por la televisión.
El gordo ahora se movía sobre su silla, miraba alrededor como mira el leopardo cuando se sube a la acacia. Miraba hacia la derecha. Y luego hacia la derecha. A la izquierda. Y luego miraba hacia la izquierda. “Tiene hambre”, informó Laurine. “Vale, ahora tiene hambre”. Ofrecí otro trozo de pizza inútil, para no acabar yo solo con los champiñones, pero ella (ella, ella, ella) rechazó la oferta alzando su mano izquierda para no perder detalle del serial nigeriano que ahora ofrecía de nuevo al gordo abriendo mucho la boca, ondulando unos labios belfos, mostrando unos dientes gruesos en medio de la marea de su boca.
“Tiene sueño”, dijo mi amiga liberiana, y luego me preguntó si tenía arroz. Sí, puede que quede algo de arroz. Pero Laurine no había escuchado nada, cegada por la tele, y a renglón seguido, los créditos de la serie comenzaron a desfilar descendentemente como una catarata. La película había acabado. Frío, hambre, sueño.
Con un colega el viernes pasado (ese día que se suele colar entre el jueves y el sábado) asisto a un festival de cine liberiano organizado por Kriterion Monrovia, un grupo de europeos, peos y norteamericanos, anos, y también unos cuantos liberianos. Después de que la función comenzase con unos ciento veinte minutos de retraso, un hombre y una mujer saltaron sobre el escenario y comenzaron a discutir.
Poco a poco (¿es mejor ir poco a poco o rápido a rápido?) empezaron a surgir más intérpretes que se unieron al vocerío inicial. En esto, apareció corriendo un tipo con una carretilla que daba cobijo a un saco gris. Según me pude enterar después, dentro del saco había un presunto muerto. Según me pude enterar después, el conflicto nacía de las dudas sobre qué hacer con el fiambre. Enterrarlo sí, pero era muy caro. No había tanta plata en la familia. Lloros, lloros. Y luego acabó la función.
A continuación se desplegó una pantalla de tela y en ella surgieron unas temblorosas imágenes que hacían juego con unas interferencias en forma de agujas grises y negras presentando una película. Una vez más, el sonido se cortaba y el visionado recordaba a un cine de barrio. La película empezaba. En el interior de una buena casa apareció otro gordo de nombre Musa, móvil en mano y contento el hombre de que su mujer Nelly vendría a verlo por fin a los Estados Unidos.
Mientras tanto, su hija (de un anterior matrimonio) lo miraba escéptica a la vez que pasaba las hojas de una revista monótonamente y con cara de mala leche. Al día siguiente Musa fue a recoger a su esposa al aeropuerto dando saltos de alegría. Ella, una mujer claramente más joven que él portaba una cara un tanto regañada.
Todo iba bien. La mujer hacía la cena y Musa se acercaba a la mesa al son de unos bailecitos de cintura, manos armónicas, alegría de vivir. Los momentos perfectos de una pareja. Un puzle que encaja. Sin embargo, la hija de Musa miraba a Nelly con flechas en los ojos.
Sale el sol al día siguiente. Musa se va a trabajar porque es el que trae el dinero a la casa, Nelly sale de paseo. Y así todos los días en los cuáles se llaman unas cuantas veces. Pero dos semanas más tarde, Nelly no coge el móvil. Él insiste, marca y marca, “hello, hello, hello!” pero Nelly hace mutis por el foro. Por el forro. Se tiende el pobre Musa sobre un sofá color hueso. Mira el techo, suena una música triste entrecortada, Musa cierra los ojos, los vuelve a cerrar. Piensa y piensa de manera atormentada.
A las pocas horas aparece Nelly porla casa con rostro inaccesible. Musa no sólo está indignado por la falta de respuestas de Nelly sino que ahora tiene en frente de su cara la factura del móvil de su mujer la cual ha alcanzado unas cifras escandalosas. Musa levanta el papel, “¿esto qué es?”. “Un papel”, dice Nelly.
“¿Has visto estos números? ¡Esto es mucho dinero! ¡Llamadas a Liberia, Malawi, a Uganda, a Nigeria!”. Nelly responde, “hay gente que me llama y tengo que llamarles de vuelta, ¿qué quieres que haga?”. Musa suspira siete veces y hace un esfuerzo para adoptar una voz mullida, suave, “mira Nelly, existe una cosa que se llaman facturas. Si hablas mucho por teléfono, estas facturas cuestan mucho dinero”. Nelly responde, “pues vale”.
Al día siguiente Musa se va a currar y Nelly vuelve a salir. “Hello, Hello, Hello”, sigue llamándola Musa a un móvil que se ha apagado. La hija de Musa ya no puede más, lo agarra por el brazo y exclama, “¡pero no te das cuenta que está contigo por el dinero! Esta mujer ha venido aquí por el dinero, ¡te está engañando! ¡no te ama!”.
Musa codifica su frente, se sienta, levanta la mano, “un momento, un momento, ¿cómo sabes eso? ¿cómo puedes saber eso?”. “Vete al parque ahora y compruébalo por ti mismo”, le dice su hija combinando súplica y enfado. Musa se muerde el labio pero acaba activando sus pies y dirigiéndose al parque donde ve a Nelly besándose con un jovencito de gafas oscuras y jersey salmón, que luego se mueve como si cantase rap.
Musa no da crédito. Ni quiere dar más cheques. Punzadas en el pecho. Musa espera a que Nelly regrese a casa y le pide explicaciones vehementemente, a lo que su mujer responde con un “no te quiero, déjame, además, eres un viejo”. “¿Un viejo?”, dice Musa roto, “la pasada semana era el hombre más atractivo de la tierra ¿y ahora soy un viejo?”.
“Sí, y ahora me voy de esta casa”, responde Nelly. Musa se arrodilla, “no me abandones”. Pero Nelly se deshace de la mano de su marido ariscamente y le vuelve a llamar viejo y comienza a arrastrar una maletita de ruedas. Musa intenta pararlo poniéndose en medio de la puerta, pero acaba recibiendo un empujón decisivo por parte de una amiga de Nelly que de repente ha entrado por la puerta.
Salgo del cine, “¿esto qué es?”, le pregunto a mi amigo. “Así es como les gusta en Liberia”, responde él. “¿Y qué pasa con la nouvelle vague, el neorrealismo italiano, los contraplanos, el cine social, Pasolini?”. “¿Qué?”, responde mi amigo. “Oye, ¿qué hora es?, tengo hambre”, añade.
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