Carlos Battaglini en Guinea Conakry (1) de (6). “Viaje al país más odiado de África”.

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“¿GUINEA CONAKRY? ¿POR QUÉ GUINEA CONAKRY? ¿Por qué complicarte la vida?”, me dice el casero libanés frunciendo el entrecejo y llevándose una mano a la cabeza. “¿Por qué no te vas a Namibia? un país maravilloso”. Unas horas más tarde, mientras me llevo una cuchara de arroz a la boca, Sophie parafrasea las palabras de una amiga suya francesa, “Guinea es la letrina del África del Oeste”.

Todo iba bien. A la tarde, de vuelta en la oficina, John abre mucho los ojos al referirse al aeropuerto de Conakry, “mi mujer tuvo muchos problemas allí, es un aeropuerto muy corrupto”. Ya es de noche cuando coincido con un diplomático sueco dentro de un Nissan Patrol y al mentar la palabra mágica, “Guinea”, el escandinavo mira por la ventanilla y añade después de un soplido, “no sé, yo no iría otra vez”. A la madrugada, coincido en un pub con mi amiga belga Monique, ya sabes, autoproclamada como la enemiga pública número uno de Guinea donde pasó siete años. Sus declaraciones no sorprenden, “nada, ahí no hay nada, ¡no vayas!”.

La verdad es que si te ponías a pensar. La mayoría que se dejaba ver por África del Oeste, prefería aterrizar en Ghana, Sierra Leona, Mali o Costa de Marfil, pero pocos decidían poner sus pies en Guinea Conakry. Era tal el rechazo a esta nación por parte de todas mis fuentes consultadas, que ya me empezaba a resultar extraño que hubiese vida en Guinea Conakry, que efectivamente estuviese ahí, haciendo frontera con Liberia, Sierra Leona, Costa de Marfil y más países, ¿realmente existía esta tierra?

Así que después de todas esas opiniones sobre Guinea y la confusión que me producía este ¿país?, ya tenía todos los argumentos a mi favor para irme hacia allá.

Confiaba en la nada, confiaba en el brillo, eso era todo. Y a las pocas horas, aquí me tenías: en el aeropuerto de Conakry-G’bessia. A caminar. Mientras bajaba las escalerillas metálicas del avión, recordaba aún los ojos desorbitados de John al referirse a este aeropuerto, pensamiento que colisionó frontalmente al descubrir a varias bellas azafatas señalándome a un hombre de gran joroba y cartel en mano con mi foto y mi nombre escrito a bolígrafo.

Estreché la mano de este hombre y cuando me adelantó portando una de mis maletas, me fijé como uno de sus hombros superaba claramente en altura al otro, provocando un balanceo con cierto sabor a Transilvania. Algo así.

Fuera me esperaba Samory y su taxi color vino tinto. Después de negociar breve y amistosamente el precio, nos pusimos en marcha. Ya era de noche. Y así. La Autoroute a la altura del área de Matoto y que se fundía más adelante con la Route du Niger se convertía en la carretera que nos alejaba del aeropuerto para vaciarse de luz y ofrecernos de pronto un contorno de gentes, de mucha gente abalanzándose sobre la carretera y saltando desde aceras y medianas colindantes.

Centenares de jóvenes atléticos brincando sobre el asfalto, uniéndose a otras multitudes que se aproximaban desde el fondo como si viniesen de una gran manifestación. Samory llegó a frenar, varios coches dieron media vuelta, pero repentinamente todo el gentío se fue dispersando, calmando y finalmente mezclándose en la noche. ¿Qué era todo esto?

Seguimos nuestra marcha para bordear ahora hileras de chabolas, alumbradas tímida pero firmemente por quinqués, centenares de quinqués que llenaban la noche de puntitos amarillos y abrían sendas como las que nos arrastró hasta un Hotel del barrio de Minière, mi residencia en Guinea Conakry por unos días. El hotel era más bien un compound con dos bloques dentro de varias plantas. Una parte dedicada a la recepción y al comedor, mientras que los clientes dormían en el otro cacho de hormigón. Todo era pequeño, todo era acogedor, y tras dejar los bártulos en una habitación entronizada por una hermosa mosquitera, Samory me llevó a Le Patio, un restaurante que yo llevaba apuntado en un papel.

Le Patio consistía en una terraza donde se esparcían mesas y sillas bajo un techo de rafia a la izquierda y un jardín al descubierto donde apenas había gente, a la derecha. Una agradable mujer francesa me recibió y me ofreció un asiento.

Pedí una pizza Neptuno que no era nada del otro mundo. Sí, claro que podía haber comido pollo, cassava, arroz como hago siempre en Liberia, pero hacía siglos que no me llevaba un trozo de pizza a la boca ¿para qué una vez más pollo, cassava y arroz?. En el restaurante, que tenía su cosa, con la terraza, las velas, el ambiente nocturno, había varias parejas guineanas y también francesas.

Una coexistencia racial que no se da ni mucho menos en toda África, que veo poco en Liberia. Pensaba en todo eso, en todo aquello, cuando la mujer francesa me tocó el hombre para preguntarme con una sonrisa burlona si yo también trabajaba para Rio Tinto.

Después de cenar, decidí ir al pub discoteca Ipso facto, que encontramos en medio de unas chabolas gracias a un luminoso anaranjado al que debían faltarle muchas bombillas. Un portero cuadrado me cobró cuarenta mil francos guineanos y luego otro tipo tecleó varios botones de la puerta a modo de contraseña y ésta se abrió automáticamente. Dentro descubrí un pub un tanto oscuro, dominado por una bola plateada en el techo y muchos espejos.

Mientras me tomaba un ron cola, me dije a mí mismo tres cosas. La primera no me acuerdo. La segunda es que era viernes, eran las once y pico y aún el bar estaba vacío, algo raro en Liberia. ¿Existía Guinea Conakry? La tercera cosa u objeto que me dije es que las pocas mujeres que deambulaban por la discoteca eran realmente guapas. A los pocos días supe que la mayoría de estas apuestas mujeres provenían de la etnia fulani, que conviven principalmente con los malinkés y los susus, etnias mayoritarias del país. Un país que me ofrecía una noche y una discoteca que ya se había llenado, así sin avisar, sin existir. Como Guinea Conakry.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

2 comentarios
  1. Me atraen los sitios donde no hay nada porque te ofrecen todo. Por las Guineas Conakrys que nos quedan por visitar, Battaglini. De momento sé lo que ésta puede ofrecerme.

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