Una idiotez más

Una idiotez más

DICEN QUE ENTRE SUS ASPIRACIONES SE ENCONTRABA DAR UNA CONFERENCIA DE PRENSA EN JOENSUU, en plena nevada y sentado frente a un público inexistente que ocuparía unas sillas de madera. Invisibles. Ataviado por unas gafas carrera de cristales azules promocionaría su último libro en medio de copos, fríos y gabardinas. Atractivo, iría pasando las páginas con esfuerzo, hablando entrecortadamente ante un público que lo atendía, y le soplaba. El viento. Confiando una vez más que detrás de la nieve apareciese.

Contaban que expresiones como “monte erigido”, lo hacían sospechar, dudar y definitivamente todo eso le recordaba a una plaza fría de Salamanca, un cierto toque a curas, y toda la tristeza. No poder salir del internado. Había leído a Nietzsche pero sabía que no servía para nada. Inútiles intentos a su vez con Joyce, Faulkner, Cortázar, Vallejo, Parra, Machado, tantos otros. Nada, nada de nada.

Seguía persiguiendo a rubias imbéciles, seguía enganchado al maquiavelismo, a lo siniestro y a la toxicidad. Torcer. Era lo suyo. La bondad lo acaba por aburrir, las sonrisas le irritaban, los favores los aceptaba con desprecio interno. Sabía que si realmente decía todo, se quedaría sin amigos, tal vez sin familia ¿pero que más daba ya? ¿qué más daba ya todo?

En el fondo, se decía, se trataba de un solitario más. Un simple solitario. Un hombre aparentemente amable combinándose con un ermitaño sociable. Sí, se rumoreaba que le acababa por gustar la gente, pero nunca la buscaba, le gustaban los duetos, tres eran mayoría, y las mesas llenas lo desconcertaban.

Le gustaba el norte, dudaba del sur, tenía épocas donde no soportaba a los. Nepalíes, a los checos, a los libaneses, a todos los londinenses que caminaban rápido, mirando al suelo y moviendo el gris. Porque ahora él sabía, contaban, que el gris se movía, que la tristeza era constante, que el suplicio entrenaba duro, y que todo era tan tozudo como un apellido, complicado como una preposición. Y el gris se movía, informe, constante, rapero, hábil.

Los más viejos decían que él se lo había buscado. Aquí hubiese sido infeliz, pero hubiese tenido una vida normal. Letal. Pensaba él, al verlos. ¿Pero que más daba ya todo? Se sentía tentado algunos días, muchos martes, miércoles en dejar de pronto la oficina, en levantarse livianamente de su silla y marcharse silenciosamente ¿quién se lo podía impedir?

Entonces se daría cuenta que todo había sido una regla, un engaño, una imposición, pero en el fondo, aunque amaba esa sensación libertina, temía, le espantaba la idea de que se liberaría él sólo, que nadie lo acompañaría.

Nadie tendría semejantes cojones, porque todos eran unos cobardes, aunque luciesen camisetas negras, se pegasen chapas del Che en el pecho y cantaran el God save the queen, de los putos Sex Pistols, acabarían enganchados al mando a distancia y entrando en el ayuntamiento. Y si alguien le daría la razón, acabaría por cogerle manía, y lo despellejaría con el pensamiento.

Tan solo (al fin y al cabo era un hombre más) admitiría a mujeres bellas, de grandes y soberanos pechos, y que hiciesen apariciones puntuales, que no le siguiesen, pero que estuviesen ahí cuando hiciese falta, tan sólo cuando a él le hiciese falta.

“¿Ser un líder?” Dicen que gritaba a veces frente al mar, “¿Ser un líder para qué?”. No quería que lo siguiesen, era el peor anfitrión, la loza era la carne humana, la compañía, las llamadas telefónicas, acarrear con unos cuerpos que no sintonizaban con sus exigencias estéticas, intelectuales. Tan solo quería hacer estallar todo por los aires. Le gusta el fútbol.

Pegarse un tiro siempre fue algo interesante, dicen que afirmó en un bar perdido, allá en Monterrey en 1971. Pero había un problema, ¿cómo podía pegarse un tiro si ni siquiera había escrito un libro? No era nadie. Parecida resolución a la que había llegado un compañero suyo murciano con 14 años, quien le reveló una vez “¿cómo me voy a suicidar sin haber follado?” ¿Qué clase de suicidio cutre sería ese? ¿Qué Don Mierda tendríamos enterrado?

La muerte se merecía su romanticismo, joder. Algo guapo. Porque en el fondo, no lo podía evitar, la poesía la sentía, y eso era una desgracia, el malditismo le atraía, pero se acabaría arrepintiendo. Y en esas estaba, sonriendo por fuera, tramando la mayor revolución por dentro. Pero ¿por qué decir por dentro? Quedaba mejor decir, “interior”, el interior. Leía poemas. Recordemos.

Todo eso le irritaba, contó su hermano. Lo que escribía, al cabo de unas semanas, un mes, un año, lo mataba: detestaba todo lo que había salido de sus teclas, se avergonzaba de lo escrito, lo consideraba una gran mierda, una grandísima mierda. Pero la mierda, oh la mierda. ¿Era yo la mierda?

Era muy sencillo. Decía su mejor amiga. Se encontraba cansado y triste, ergo desvariaba. Cansado de muchas cosas: entonces le costaba hasta mover un dedo, hasta levantar una cuchara y por ello, disfrutaba aniquilando a las hormigas con sprays, enviando flores a mujeres fatales, estrompándose a propósito, despotricando del camino correcto, porque ese, el camino correcto, era ay, tan aburrido, tan aburrido.

¿Pero si era un tío tranquilo? No era un Henry Miller, parecía moderado, demócrata, cumplía con la comunitat, pero sin embargo, el volcán, ay el volcán. Era todo fuego, para lo bueno y para lo bueno, para lo malo y para lo malo. Entonces el volcán. Y cuando el volcán, ya sólo quedaba escribir. Vaya mierda. Vaya gran mierda, que sólo quedase escribir y expulsarlo todo. Cuando lo que quería era estar con ella. Tan sencillo. Así de sencillo.

Dicen que borracho una vez confesó en Tánger que sabía que sería escritor, porque le dolían causas y efectos absurdos como el ruido de la puerta de un coche cerrándose, el rumor de una música ensordecedora en Palma de Mallorca, colisionando contra el metacrilato. Al fin y al cabo, era un hombre más, quería tener a la más bonita. Europa le daba frío.

No le gustaba el invierno, por qué seguir negándolo. Y cuando tenía a la más bonita, miraría a otra. Era un completo imbécil, decían los compañeros del equipo de natación sincronizada. Pasaron por su tren mujeres buenas, estupendas, potenciales madres maravillosas, ¿y él? al río de mercurio, al cinabrio, a los metales. Todo el litio, el zinc y la maldad, por fin abrazándose y al final de todo, la victoria, la hermosa y colosal victoria. Porque al fin y al cabo era un hombre más.

Quería ganar. Ganar, ganar, ganar, ganar. No podía ser como Allan Poe, ¡no por favor! No quería que lo retratasen así, depresivo, tan triste, tampoco por favor como, ¿cómo quién? Como un escritor ejecutivo de los de ahora. Decían que básicamente quería ser duro y bueno al mismo tiempo. Pero sobre todo duro.

Por eso nunca volvería a Joensuu, porque ella le había dicho que había otro, que ahora tenía un niño y que nunca pensó que ella le gustase tanto (entre exclamaciones). Pero todo eso no había sido más que un sueño, tal vez un invento. La realidad, es que él nunca se atrevió a decirle que tan solo aspiraba a pasear por la playa con ella y mirarla. Eso era todo. No quería nada más.

No era una cuestión de cobardía decírselo, era un temor a intoxicarse de romanticismo, de cursilería. Por ello, ella optó por decirle que nada, que no le apetecía hacer nada en fin de año. Y él le respondió que maravilloso, pero por favor, “hagamos nada juntos”. Y aunque era de noche, salió traicionero el sol, malditamente romántico, inesperado, certero, iluminando una noche que no tenía porque acabarse nunca, una noche por la que se introdujo un brillo y unos rayos que venían de Saturno, y él siguió caminando entre chiringitos, arenas y bises que resonaban “un país tropical, un país tropical…”. Y luego, nunca, nunca, nunca más se llegó a saber de él.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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