ELEGÍA DEL FRESH SPACE 2

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Estaba en la isla en busca de una nueva vida. “Ahí en la esquina está el Graham”, dijo la chica castaña después de enseñarme un apartamento que por fin parecía apropiado. En frente se eyectaban la playa, el mar: siempre listos para atraer sueños y cemento. Entonces llegó ese estadio dulce que acontece después de haber terminado la faena. Hablo de la hora del desayuno de mediodía, un vergel apellidado brunch.

“Ahí en la esquina está el Graham” dijo la chica castaña de largas piernas. Caminé despistado, como el astronauta en busca de víveres amables. Me paré en frente de unas ventanas de vidrio tratándose de entender con un cartel colorido en lo alto rezando Fresh Space 2. No olía a nada, creo. Los ojos hicieron su trabajo pero allí no había nadie. O más bien parecía haber una o dos personas. Tenía medio pie dentro, sin duda mi dedo gordo había traspasado el quicio de la entrada, pero un repentino olor a derrota me hizo retroceder y fijar todo mi ser en la esquina ganadora donde un número considerable de personas entraba y salía.

Miré de nuevo el cartel colorido, que ahora me parecía desvaído, Fresh Space 2. Ahora sí que podía distinguir a alguien detrás de la barra. Era una mujer que me miraba con el rabillo del ojo, con el perfil, con su oreja derecha.

Con la vergüenza que da salir de un sitio cuando se ha insinuado que se consumirá en él, desanduve el camino recorrido y me dirigí a la esquina al Graham.

Era Enero, tal vez Marzo pero el Graham parecía una fiesta de verano. “Por fin he encontrado un buen apartamento al lado de la playa, aquí podré escribir”, le dije a alguien ese día a la noche.

Al día siguiente cayó la hora del desayuno como una lealtad más. En esta ocasión tenía claro que iría al Graham. Ya me sabía bien el camino, serían como máximo 77 pasos tal vez 59: no había pérdida. Pero ir al Graham suponía bordear de nuevo el Fresh Space 2. Como cuando pasas al lado de esa persona me ruboricé al pasar en frente de ese local atestado de velas de windsurf (ahora las podía ver bien). Entré al Graham con una cierta sensación de culpabilidad. Todo era tan perfecto aquí: las camareras eran jóvenes, guapas, sus pieles transmitían frescura, aventuras de viernes y agostos. Por la puerta no paraba de entrar gente y más gente. Los que siempre ganan. El día siguiente me arrojó una escena calcada. Creí preocuparme.

No fue hasta que tuve que lavar la ropa en la azotea del apartamento cuando pude espiar al Fresh Space 2 desde un ángulo preciso, cobarde. Observé ahora con más detenimiento a la mujer que me había auscultado detrás de la barra el primer día. Tenía una piel clara, tallada quizás por lunares y pecas rosadas. Desde aquí arriba con la ropa sucia entre mis manos, pensaba en la mortadela. La chica, la mujer se paseaba por el Fresh Space 2 y de vez en cuando se sentaba a mirar el móvil con detenimiento. Ponía esas caras del siglo XXI frente a la pantalla.

Se lo conté a una amiga. “¿Por qué no entras en el Fresh Space 2?” me dijo.

Puedes llevar tatuajes, un arete, pulseritas, leer poemas de Vallejo y meditar en la intimidad pero al final te conviertes en parte del rebaño cruel que ignora a los ignorados. Eso fue lo que pensé. Todos van al Graham, entonces yo también iré al Graham.

Pasaron las semanas, los meses y el Graham seguía llenándose, el Fresh Space 2 zozobraba en el desamparo. Con todo, la chica mortadela reía, al menos de vez en cuando. Ella, no estaba sola. En la puerta se plantaban de vez en cuando un tipo, dos, a veces tres que se mezclaban con una o dos mujeres con atuendos hippies. Entonces la chica mortadela bromeaba, exclamaba, se la oía desde las cocinas del barrio.

Un día a eso de las once y pico de la noche escuché música. Me fui a la ventana, corrí la cortina y vi a la chica mortadela jugar al billar con unos ahí. Todos somos eso, unos unos. Tenían la música a tope, canciones no sé, de los 60, de los 90, actuales, olvidé los grupos, olvidé la melodía. Solo sé que la chica mortadela se pavoneaba alrededor de la mesa de billar con andares de jaguar. De vez en cuando se paraba para golpear. Pas. Pis. Pas. Bebía un trago de cerveza, fumaba, bromeaba… Desde la ventana, yo seguía sintiéndome culpable.

Cada vez que salía del apartamento y me montaba en el coche notaba la mirada de la chica mortadela sobre mis hombros traseros. No sé si soy tímido. Pensé en saludarla, decirle algo, pero temía que después de los saludos, la cordialidad me vería obligado a saludarla todos los días y a mí me cuesta saludar todos los días. Además, después de saludarla tendría (digo yo) que meterme en el Fresh Space 2, desayunar ahí de una vez. Respirar el ácido de la marginación, los gases de la soledad; paladear una mantequilla sabiendo a otra cosa, las tostadas crujiendo como el acero, el café oliendo a ¿a qué olería el café?

Al volver de las vacaciones deseé que el Fresh Space 2 cerrase. Deseé que la chica mortadela se fuese del barrio, tal vez con ello quería dar fin a esta especie de sufrimiento injustificado.

Pero ella seguía ahí, esperando, bromeando, jugando al billar.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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