No sé si quería escribir esto de Monrovia

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ESTOS SON LOS DÍAS MÁS DIFÍCILES. Esos días en los que te sientas en frente del ordenador y no sabes de qué escribir. Tú puedes verlo también. Una pantalla blanca y vacía sosteniendo un título que apenas reza, “prueba”. Ni una palabra más. Juro que lo he intentado: he repasado la prensa liberiana, le he echado un vistazo a mis notas, he visualizado varios catálogos experienciales de mi cerebro. Y sigo sin ganas.

No tengo ganas de escribir hoy. Como tantos días. No me gusta escribir. No hay ningún asunto del que me apetezca realmente disertar, profundizar, extender mis brazas acuáticas, bajo un mar celeste. En realidad, podría elegir entre muchas historias y simplemente contaría una de ellas. Pero entonces es cuando cae un recuerdo como una piedra: la frase de un escritor norteamericano (olvidé su nombre, aunque era joven, tenía ojos azules y admiraba a Dickens) que decía, “escribe siempre lo que te excita”, lo que de verdad te apetezca.

Por eso, no hablaré hoy de la destrucción del paisaje en Monrovia, de la negación del mar a la que está sometida la capital liberiana donde habito hace un tiempo. Sí, hay mar. Hay noches en los que lo escucho. La marea. Se trata de un mar entre peligroso, grisáceo y sucio al que apenas divisamos. Sabemos que está al otro lado. Detrás de filas y filas de compounds, detrás de hileras e hileras de chabolas.

El tribunal de la paciencia declara que el mar ha sido ocultado e ignorado hace tiempo en Monrovia. Agarra ahora un volante. Es para explicarte mejor: uno puede estar conduciendo durante minutos y minutos en Monrovia. Una hora. El tiempo. Y tan sólo en ciertos tramos caprichosos (a tu izquierda), descubrir un trozo de playa, una insinuación, una arena amarilla, un mar rebosado que acaba vomitando contrariado en la plena orilla.

Un mar al que no sólo le niegan la vista urbana (todo lo que ocurre al otro lado, al otro lado) sino que además observa impotente el espolio arenal al que someten a la playa muchos liberianos desde hace años. Armados con palas, los locales rellenan carretillas y carretillas de arena que se llevarán a algún lado para vender, para construir la casa de algún prócer, un principal que aspira a desempeñar un cargo político, rodearse de celulares, mujeres bonitas y conducir un Porsche blanco.

Ante el secuestro de la arena, el mar se enervará aún más y acabará invadiendo la primera, la segunda y la tercera línea de playa, causando estragos en las chabolas indefensas que sufren aún más (más aún) cuando llega la temporada de lluvias, como es el caso. Que llueve y que llueve.

Allí, cerca del río Mesurado, cerca de la playa, sabemos que el mar penetrará hasta el último cuartucho de las chabolas, llevándose por delante pírricas instalaciones y sonrisas. Acudirán las inundaciones a Monrovia, llamando al cambio climático y generando otras sorpresas que te da la vida. La cuestión es sencilla: hay que destruir el paisaje de Monrovia. La idea es simple: hay que estrangular a la belleza, entorpecer un beautiful day, asesinar a la estética, bajar el último telón, patear la vista, pasarlo todo por un colador residual y arrojarlo con la ayuda de una tormenta de ideas sobre el litoral. Sólo ahí presentará el llamado azar, un escenario combinatorio lo más desordenado posible, sin orden ni concierto. Aunque música siempre habrá. Y ganas de saltar. Y todo eso.

De modo que no hay ni una avenida, ni un pequeño paseo por el que poder caminar, y disfrutar del mar, de la playa. No. Uno deberá poner un pie aquí, deberá poner un pie allá, esquivar piedras, cuidado, arbustos, trozos de madera informes, cemento confuso, salta otra vez, y sortearás a gente que te ofrece participar en un negocio ambiguo y plateado, y entonces llegarás blanco y burgués por fin a la playa para sentirte observado y cansado, para posar un pie sobre una arena mojada que apenas puede extenderse, muy carcomida ya por la proximidad de las chabolas, los ataques rabiosos del mar, las palas, las carretillas. Heme aquí, en la playa. En frente del mar de Monrovia. Tan incómodo. Tan fuera de lugar. Como si caminase por esa ciudad europea cuyo nombre no revelaré. Hoy. A las ocho de la mañana.

Y no sé si me molesta todo esto. Supongo que ya me habré acostumbrado a que la playa, el mar, lo que se ve ahí, en el otro lado, sea completamente ignorado, ocultado, cuando no destruido. En su lugar, ya lo he dicho, acontece el cemento y el espectáculo liberiano diario, la gente por aquí y por allá, transitando a un ritmo. A un ritmo que me gustaría entender, descifrar. Pero no, continúo, continúo apresado por mi cerebro blanco, mis costumbres, mi bautizo, y todo eso.

No sé si tenía ganas de hablar hoy de la destrucción del paisaje en Monrovia, pero al parecer algo he contado. Lo curioso de Monrovia, Cleveland y otras ciudades donde aparentemente no hay nada, es que no pueden acabar con la luz. Es el mismo problema que padece tantas ciudades: que no pueden destruir la belleza.

Porque la belleza se revuelve como un jugador de ajedrez desesperado en los apuros de tiempo (sacrificando alfil por torre justo ahora) como la rata acorralada que se pone en pie y mueve sus dedos en posición agónicamente defensiva, como el gladiador que besando la arena confía en que el César le de una nueva oportunidad, cómo cuando ya sólo nos queda escuchar el himno de Italia y salir a morir.

Es realmente desesperante descubrir entonces que la infravalorada nada, que el receloso deshecho y la sorprendente basura y todo lo feo, son realmente bellos, poseedores de virtudes insospechadas que sólo unos ojos curiosos y abiertos pueden observar. La desolación tenía su garbo.

Y así. Veranearemos en las pocilgas en lugar de en las playas, tomaremos el sol en medio de un llano repleto de piedras y desesperación, beberemos un aperitivo llenos de fiebre, ahogados en sudor, aprovecharemos la lluvia torrencial para pasear y darnos la mano entre los escombros, tendremos mucha hambre y será el momento ideal para enfadarnos y darle una patada a la tierra donde salpicaremos a un ratón esperanzado, creeremos que tenemos ganas de llorar y serán los sesenta segundos de la risa y el canto, pensaremos que vamos mal y aplaudiremos muchísimo al lado de un niño rodeado de moscas, se nos vendrá a la cabeza incluso desaparecer de una vez por todas y al arrodillarnos, oh no, podremos escuchar entonces a un mar. A un mar soberbio, caballo, colosal y anunciador: “señoras y señores, la luz de Liberia permanece con nosotros”. Ella, sigue aquí.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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