Carlos Battaglini en Burkina Faso (5) de (6) “La fiebre contra la oportunidad histórica”.

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Mohamed, el guía burkinés del hotel me tocó la puerta cuatro veces y me dijo que me llevaría a la mezquita “y otros sitios importantes”. El sol, el clima, seguían disparando. El mío era un cierto turismo forzado. La fiebre contra la oportunidad histórica de descubrir Bobo-Dioulasso. Un combate donde ésta última acababa venciendo en el segundo asalto.

Así que me puse en pie y acordé el precio con Mohamed al que le había entrado una risa contagiosa cuando le pregunté el montante a pagar. “A la mezquita se llega por aquí”, le dijo el guía a Gaston dentro del Mercedes despachurrado mientras progresábamos por un Bobo concurrido.

Gaston dio unos volantazos más y ante nuestros ojos nació una mezquita rodeada de pirámides blancas y puntiagudas dejándose atravesar por unas estacas de madera que soportaban la estructura y ayudaban también con el enyesado.

Construida en 1893, la Grand Mosquée viene a ser un destacado ejemplo de la arquitectura Sahel.

Fuera se encontraban varios fieles contemplando la mezquita y el día, otros dormían. “Vamos dentro”, me dijo Mohamed. En el interior vi varios pasillos donde entraban la claridad y las golondrinas sobrevolando a toda velocidad antes de posarse en las estacas del techo. Las paredes eran gruesas y repletas de secretos si uno las escalaba y descubría los inesperados vericuetos y las ocultas estancias. Mohamed elevó su dedo índice para que subiésemos hasta arriba y desde ahí me señaló la torre donde en su momento debían permanecer las mujeres.

“Y ahora vamos al barrio de Kibidwe”, me dijo Mohamed después de unas cuantas fotos. “Kibidwe representa la parte más vieja de Bobo, barrio de herreros donde conviven musulmanes y animistas”, afirmaba un solemne Mohamed. Nos pusimos a caminar y llegamos andando a los pocos minutos. Yo miraba para el sol, rogándole un poco de piedad, pero Él dijo “no”.

En Kibidwe predominaban las estructuras de barro que rozaba mientras recorría un área serpenteada de rincones donde se rendía tributo a distintas religiones y tribus. Uno de los clanes eran los responsables de dar el visto bueno a los matrimonios del barrio.

Seguimos caminando flanqueados por el barro y ropas que se tendían sobre los muros y pronto nos rodearon varias vasijas y calderas humeantes. “Aquí”, me dijo Mohamed y me mostró el sorgo, gramínea utilizada para hacer cerveza. Las calderas facilitaban la fermentación. Mohamed rellenó una bacinilla de calabaza con un poco de cerveza y me la acercó.

Di varios tragos, pasándome la lengua por la boca del disfrute. El sol seguía a lo suyo, implacable, iluminando como una sobredosis de antorcha nuestro paseo hasta la calle principal, donde Mohamed dijo, “mira, se juntan y hablan, conviven”, en referencia a los musulmanes y animistas que caminaban tranquilamente frente a nosotros.

Mohamed era un buenazo y de vez en cuando soltaba un gracioso “voilá”, muy acentuado en una ‘a’ que se acababa estirando. Uno le decía por ejemplo, “¿y la mezquita es de estructura Sahel?”, y el guía te contestaba con un “voilàaaa”. Risas. Mohamed dio unos pasos más y me mostró un montículo de barro lleno de plumas, fruto de un ritual recién culminado.

Al lado, varias mujeres maniobraban con el maíz y las legumbres. En un riachuelo cercano retraté a las mujeres y los niños limpiando la ropa junto a unos oscuros peces gato, intocables debido a su carácter sagrado. Por la zona pululaban unos cuantos turistas franceses, víctimas también de un sol que lo quería todo.

No muy lejos, presioné el botón de mi cámara para inmortalizar a una niña de hermosos ojos y luego dimos más pisadas en la tierra para plantarnos en un taller de bronce donde varios burkineses trabajaban concienzudamente junto a herreros y tejedores.

Observamos el acabado de varias obras durante unos minutos y luego Mohamed dijo, “y ahora vamos a acabar en el mercado”. Seguí al guía hasta el Grand Marché, atestado de puestos, gente, productos, sombrillas y un infinito de sutilidades. Tras zigzaguear varias marabuntas, regresamos al hotel con el taxi de Gaston.

En L’Auberge le pagué con gusto a un agradecido Mohamed. La visita a Bobo-Dioulasso y su olor a cobre, a tradición y voces del más allá había finalizado. Ahora era el momento de volver a Uagadugú. Quería conocer a Thomas Sankara.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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