Atrapado por los charcos en Mamba Point y otras confusiones

Liberia

Hay alguien en la cocina. Es un hombre joven de mediana estatura. Se llama Anthony y se desplaza sigilosamente. Como si tuviese calcetines en vez de zapatos. Anthony abre la despensa, saca fruta y nos lo lleva todo a la mesa a Josep y a mí. Desayunamos en frente del mar que ahora de día se sincera y nos muestra cayucos aquí y allá deslizándose sobre el azul Atlántico. Velas desplegadas. Sin ruido. Estamos comiendo mango, bebemos café Nestlé instantáneo y al rato salimos por la puerta. La luz.

Caminamos hacia mi nuevo trabajo dejando atrás Waterside. Siempre bordeando el mar, subimos una cuesta empinada cubierta por un asfalto repleto de baches. Se respira humedad. La lluvia salió a pasear anoche. Puedo sentir su aliento.

Los árboles se pelean entre ellos luchando por cualquier espacio. Todos quieren crecer por todos lados. Algunos como el cotton tree parece que desean tocar las nubes. Y ahora estamos caminando aquí en Monrovia, en plena temporada de lluvias y se nos suceden intercaladamente las motos desvencijadas de los locales, los todoterreno blancos de los cooperantes, que dotan a la calle de un ambiente en reconstrucción.

Ya estoy de nuevo empapado en sudor cuando nos abren la puerta del trabajo. En la reunión matinal, cuando decenas de ojos se posan sobre mi persona, me presento un tanto nervioso, y agradezco el recibimiento de Joao en el aeropuerto. Recibo sonrisas.

¿Dónde estoy?

A la hora de comer, surge un Toyota Prado. Anthony está junto a él, al lado de mis maletas. Roland nos lleva a mi nueva casa, a mi compound de UN Drive en Mamba Point. Vivo en ese bloque de apartamentos acabados en tejados rojos. Lo sé al cabo de una media hora. Porque al primer intento, toco la puerta en el compound de Ocean View, un edificio anexo donde todo el mundo se encoge de hombros y parecen preguntarse cómo puedo estar sudando tanto. Cómo puedo estar vistiendo esta chaqueta y corbata en Liberia.

La situación se arregla cuando Nahim mi casero libanés, me indica con su dedo índice mi nueva casa. Me acerco hasta ella. “Así que viviré aquí”, me digo, mientras observo un salón amplio de sillones y sofá anaranjados que vienen a abrazarse con una cocina funcional que me presenta a un microondas, un frigorífico, una lavadora… Tengo dos cuartos, y en el mío se impone una cama de matrimonio que se siente observada por el espejo de la esquina. Hay varios baños. Viviré aquí, hermano.

Anthony ya está sentado en frente de mí. Sucede en la mesa del comedor. No es fácil entendernos al principio. El acento local, el inglés-liberiano parece como si saliese de una cueva rocosa que resultan en unos sonidos cortados, bruscos, tajantes. Oh man. Pero sí. Nos ponemos de acuerdo cuando le digo que le pagaré todo el mes, a pesar de que tan solo faltan un par de semanas para que éste acabe.

Anthony relaja los hombros automáticamente cuando le informo de mi propuesta. Su cara se alisa. Trato hecho. Anthony se encargará de las labores domésticas. Limpiará. Cocinará. Comprará. Se prestará para factótum si es preciso. Así que. Ese sueño universitario que contemplé un domingo de invierno en frente de la malvada lavadora se hacía ahora realidad.

Anthony ya se ha ido hace rato. Yo debo volver a trabajar. Pero no salgo hasta que para de llover. Efectivamente, hasta hace unos minutos estaba lloviendo con rabia, golpeando, ritmo constante. Sólo cuando veo que algún guarda se ha quitado el impermeable amarillo, salgo a la calle. Aquí hay un tráfico continuo de todoterrenos que al pisar sobre los charcos inventan unas olas antipáticas y traicioneras. Pero sigo caminando y de pronto estoy en medio de la calle, rodeado por unos charcos de profundidad incierta. Estoy atrapado en UN Drive y un paso absurdo me puede hacer caer de manera más ridícula aún. Los vehículos siguen pasando ajenos. ¿Hace falta decir que he venido sin coche a Liberia?

Noto ese “tipo” de miradas al otro lado de los cristales de los vehículos que pasan y pasan. ¿Y ahora qué? De repente el glamour se esfuma por la primera alcantarilla y ahora ahí, en medio de esta carretera de tierra y hormigón, pienso que tal vez debería pedir ayuda. Qué vergüenza, pedir ayuda… Doy un par de gritos a los coches fríos. Algún que otro chófer gira la cabeza, pero sigue hacia delante.

Grito cada vez más alto, con más ahínco, y por fin un todoterreno morado baja uno de sus cristales ahumados. Aparece un tipo que me mira como a ese extraño que te encuentras en un callejón oscuro. Debo parecer un tipo un tanto raro, un blanco ahí en medio de un tráfico acuático. Todo cambia cuando extiendo los cinco dedos de mi mano derecha, indicando que le daré cinco dólares si me lleva a mi trabajo que le queda de paso. El chófer me hace un gesto con la cabeza para que suba y yo voy corriendo hacia la puerta que se abre salvadora y acogedora.

Cuando nos estamos dirigiendo a la oficina, el chófer se presenta como Johnny y con una voz de esquina me dice, “anota mi teléfono, llámame cada vez que tengas que moverte”. Al girar mi cabeza hacia él, descubro sorprendido a una mujer con un pañuelo violeta detrás de nosotros. Debe ser libanesa y permanece impasible, mirando con sus dos ojos azabaches hacia el frente.

Johnny hace una mueca cuando le digo que tiene que esperarme afuera del trabajo, que no llevo suelto. Y cuando al cabo de cinco minutos, aparezco en la puerta ondeando varios billetes, no se lo cree. Pensaba que nunca saldría. Se acerca y nos damos la mano. Sonreímos. Como estaba la calle, tío.

Acabo de llegar a África y no sé aún si todo lo que estoy viendo es real. Ni siquiera estoy seguro de que este sillón sea el de mi casa. Al abrir la nevera no reconozco el agua, la leche. Camino silenciosamente por mi casa con la prudencia del invitado.

Aún es pronto claro, y dicen los compañeros que deben pasar al menos seis meses para que uno llame a su casa, casa, a su salón, salón, a su baño, baño.

Y me miro al espejo. Y me observo.

Sé que vivo en el barrio de Mamba Point. Vivo junto al mar. Alrededor de mi casa se multiplican las chabolas de zinc donde hombres y mujeres descalzos entran y salen. Pero también hay color, hermano. Muchas mujeres suelen llevar unos vestidos de colores muy chillones. El amarillo con el marrón, el rosa con el azul, el verde con el rojo… Desde la niña de siete años a la señora de sesenta, transportan cubos, palanganas, bandejas atestadas de plátanos, cocos, mangos, cassava, kala (un dulce que proviene de las flores) y más. Sobre sus cabezas.

Ellos. Muchos empujan carretillas conteniendo desde zapatos y sartenes hasta el último CD de P-Square. Podrás encontrar cuchillos, pantalones o un desatascador… Muchos también se mueven en motos, otros que pululan por ahí hacen gestos bruscos con las manos indicando a los coches que paren por aquí, que ellos lavarán los vehículos hasta dejarlos como los chorros del oro. Otros se dedican a hablar con el vecino mientras la mujer le hace unas trenzas a la hija. Otros caminan y caminan. Todos buscan.

Vivo aquí. Vivo en Mamba Point. Un barrio donde se combina el urbanismo institucional con algunos hoteles de grandes terrazas, con edificios coronados por marañas de antenas, con compounds custodiados de policías que visten de rojo, con chabolas de zinc, con casas sin techo, con rincones oscuros. Vivo aquí. Cerca de bares polvorientos que algún día fueron de color turquesa. También abunda el rojo de sangre en las edificaciones. En las edificaciones que se mantienen en pie, porque otras muchas aún permanecen quemadas, desnudas, recordando las heridas de la guerra civil liberiana.

Vivo aquí. En Mamba Point. En un ambiente que parece cubrirse de polvo cada vez que se le presenta la oportunidad. Recordando que ese es un color africano y que está aquí para quedarse.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

8 comentarios
  1. Es como si me hubiera trasladado a África a vivir. Qué belleza de descripción. Siento ese polvo, veo esos colores, noto la dificultad para hacerme entender con los nativos. 

Precioso relato.

  2. Hasta hoy no había podido leer tu blog. Es lo que me imaginaba, un viaje a “tu” África, porque creételo, ya formas parte de ella, y gracias a tu capacidad de descripción, tan sensitiva, podremos acercarnos un poco a lo que estas viviendo. Muchas gracias y Besos. Picuda roja.

  3. Hola Carlos, me he leido lo que nos has enviado de tu estancia en Liberia y una vez más he de decirte que me encanta como escribes, cuando envías algo para leer, siempre se me hace cortísimo y sobre todo cuando describes tus andanzas..

    Me ha parecido entender que tienes “asistenta”???? y que te hace la comida???? pero por diossssssss, eso es un lujazo!! yo de mayor quiero ser como tu, je,je…. joo qué experiencia tan bonita estás viviendo!!

  4. Hola Carlos,

    recibe un gran abrazo desde Lima y que tengas un maravilloso 2011 lleno de muchas alegrías y luz.

    Ya entré a tu blog, por un momento me transportaste a Africa, querido Carlos Battaglini…..

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