Me dan el masaje. Y entonces, empiezas a rezar para que el tiempo se alargue. Te das ánimo diciéndote que todavía le falta la mano izquierda, los pies, que todavía hay tiempo. Hasta que ya, desgraciadamente, no hay nada por masajear y ella da dos palmaditas y dice, “ya”. Y tú, que estás con los ojos cerrados, boca abajo, piensas, “no”, “sigamos”. Y te levantas, y una música oriental te acaricia, y un agua que cae y te sientas y bebes agua, hasta que ves que ya, que te tienes que ir.
La cena solía ser parecida todos los días: ensalada. El almuerzo lo repetía: spaguettis con tomate y bacon. Era la cartera la que obligaba. Día a día, ensalada, spaguettis, ensalada, spaguettis, sándwich de vez en cuando, y spaguettis, ensalada.
Ese día duermo bien, nada como un masaje y me levanto a las nueve y pico el miércoles.
Hoy es el día del examen. Mientras me voy aseando y todo eso, pienso que estoy hasta los cojones.
Que tengo ya mis años y estoy nervioso una vez más, que llevo casi dos años estudiando, sufriendo y que todavía queda mucho. Que quiero que esto se acabe ya, y me miento diciéndome que este será mi último examen.
Medito, oh medito. Y luego me hago una ensalada potente: troceo el tomate, lavo la lechuga, corto la cebolla, vierto el maíz, exprimo un limón, derramo el aceite, revuelvo y como. Me dirijo ahora a la estación como si fuese a jugar la final de la copa de Europa: mi cara debe ser de concentración absoluta y al llegar a la Gran Vía, me encuentro con una vaca plantada en medio de la calle.
Una vaca que no es una vaca, sino una exposición que lleva años recorriendo Europa. Camino por la Gran Vía y me encuentro con esa vaca y esta vaca está plagada de garabatos, de recortes de periódicos, y uno de esos recortes dice, “he tenido miedo toda la vida”. Y pienso, “joder, no me digas eso ahora” y sigo leyendo y otro garabato dice, “la gente piensa que al trabajar con Woody Allen ya te has forrado”, y me digo, necesito otra frase, y leo, “siempre creí en mí”, perfecto, ya no necesito leer más esa vaca.
Las calles en Madrid están repletas como siempre. La energía ni se crea ni se destruye, tan solo se transforma. Esa es una ecuación que da como resultado una cifra que se llama Madrid. Y me meto en el metro de Tribunal y llego a otra estación y cojo el autobús.
Y mientras el autobús arranca me siento feliz al comprobar como mis vecinos de la izquierda son una pareja alemana heavy que hablan sobre un disco: no tienen nada que ver con mi examen, y eso me relaja. Hemos salido de un túnel, y ahora la claridad es protagonista. El sol.
Llego a Villaviciosa que es donde me tengo que examinar. Estoy a las afueras de Madrid y al mirar el reloj, me doy cuenta que me he pasado. Que he llegado prontísimo, joder. Entonces me doy una vuelta por el pueblo a cámara lenta. Busco la sombra porque Punset dice que demasiado sol nos puede atrofiar la mente. Así que busco la sombra. El paseo es agradable, pero el tiempo va muy despacio. Supongo que debo portar una expresión bastante extraña, tal vez asesina.
Y a lo lejos veo la universidad de Villaviciosa. Y camino. Y paso por un puente y por ese puente viene una chica con apuntes pegados a su pecho, y al cruzarnos nos miramos, y ella está sonriendo ligeramente, y yo creo que digo, “hola”, y sigo caminando y me cruzo con un tipo flaco, carpeta en mano derecha, lleva gafas y no nos decimos nada.
Llego a la universidad ¡ay los momentos previos! Camino por los pasillos. Soy un loco que va a asesinar a toda la peña.
Camino por los pasillos, llevo un arma. Que nooooo… Camino, repito, y al llegar a la sala de exámenes, que dulce palabra, “examen”, leo un letrero que dice que se ha trasladado la sala al otro edificio. Ummmm. Llego al otro edificio, bajo a la cafetería, salen varias chicas riendo, ataviadas de apuntes y bolígrafos. Sigo caminando y me meto en una sala donde sólo veo aparatos de dentista, esqueletos y dentaduras. Aquí no debe ser. Veo a un tipo con jersey verde y escasa barba que no para de dar vueltitas por estos pasillos. Sospecho que también viene a examinarse.
Me meto en otra sala y me salen dos mujeres, que me dicen que ahí no hay nada. Miro el reloj, tranquilo hay tiempo. Vuelvo a ir al baño, a lavarme a la cara, a mirarme al espejo, sonreírme y decirme, “vamos”. Y lo encuentro, aquí está, querido Watson, la escena del crimen. Compruebo como la encargada ya la conozco. Es una piba seria. Con tintes de empollona, pero amable con el proletariado.
Pero sé que no pasa ni una, y sé que no me va a dejar hacer el examen con mi calculadora. Y la saludo. Y me saluda. Y me dice que no, que no puedo entrar con mi calculadora. Y me enseña una caja y me dice que elija una de esas. Y cojo una, y luego otra, y ella me dice, “es la misma”. Y yo las pongo encima de la mesa y me pongo a hacer cuentas, 6×5 = 30 y hallo porcentajes, y debo tener una cara de loco tremenda, mientras le doy a las teclas, tas, tas, 7×3, es 21. Sin duda.
El examen está a punto de empezar.
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