Últimos días en Malasaña. (6) de (6) “Ron con Coca Cola”

Antonio y yo también hablamos del tiempo y del daño, del cruel daño infringido por otro poeta nicaragüense, Rubén Darío, con eso de “el tiempo es oro”. Vale, sí, pero sin prisas, que no nos agobien. Yo me como un vips club y lo mezclo con mayonesa. Salimos a la calle y paseamos por Colón, pasamos por la Biblioteca Nacional y acabamos admirando la sobriedad del edificio colindante, el de la academia militar. La noche es redonda en Madrid porque lo digo yo.

El sábado duermo mucho y pienso que dormir es una bendición. Levantarse descansado es una obra de arte y escojo una película. La última que veré en esa casa. De pronto, por aquello de los insondables biorritmos, siento una gran tristeza, una incomodidad, como si la injusta conciencia me castigase una vez más. Me decido por Memorias de una Geisha, que visiono tras comer spaguettis con bacon.

Atento, escucho lo que dice la Geisha, Yasuri “no se puede mover un carro de lado”, y lo que le aconseja su maestra, “tienes que ser más lista que tus enemigos, salir de su radio de influencia”. Y pienso que tener un envidioso o envidiosa al lado, puede ser una suerte. Porque nos ayudan a mejorar, a estar alerta, a no desfallecer, a no rendirnos.

La noche ya ha llegado, y en realidad no me apetece salir. Porque ya me acostumbré a pasar los fines de semana en casa. Y porque hace frío. Y porque cuando salgo por la noche, con frío, y veo las colas enormes que se montan en los garitos, las risas etílicas de la gente que sale de los bares, los rostros arrogantes que la noche infringe, las carcajadas, cuando veo todo eso siento una profunda tristeza. 

Pero acabo saliendo, porque sé que lo necesito y tras ir al nuevo piso de mi amiga, me confundo de 3º. Y me sale una mujer muy vieja, que debe estar ciega porque me está hablando sin verme, y me dice que no oye bien, que en frente vive Teresa. Pero yo le digo que no busco a ninguna Teresa.

Por fin, me doy cuenta, que tengo que pasar un pasillo y acabo encontrando el piso de mi amiga. Hay un botellón y agradezco la presencia del Ron. Mezclo el Barceló con Coca-cola. Uno, otro, van entrando fácil. Por la tele, el Madrid acaba de marcar, y mi amiga y yo decimos, “mierda”. Seguimos bebiendo y se habla de Turquía, de Serbia, del metro de Buenos Aires que hace un ruido como de gggggg,. Y luego llega Antonio y más gente.

Y cuando salgo de allí me doy cuenta que afortunadamente estoy borracho. Llegamos al Honky Tonk y me digo mientras escucho a los Rolling Stones, que esto es música, coño. Y al llegar a la planta de abajo, ya estamos todos locos, y nos sacamos unas fotos de locos sonriendo, de borrachos de Velázquez y no sé como, salgo de allí a las seis de la mañana, tras hablar con una tipa que dice que odia a los tíos y que tiene un hijo.

Y le doy un abrazo a Antonio, y nos despedimos. Y el domingo, me levanto, justo para llegar como siempre, apurado al avión. Tengo suerte una vez más: apenas hay cola y mientras me dirijo a la laberíntica puerta D 54, pido que no haya mucha gente conocida en el avión. Pero nada más plantarme en la puerta, escucho voces conocidas, caretos de toda la vida.

Me hago el loco, voy aprendiendo, y logro meterme en el avión de los primeros, donde un gilipollas de pelo blanco se sienta a mi derecha. Y su novia que está detrás de él parece una tipa normal, pero le sigue el rollo a este idiota que no para de decir cosas que evitaré poner aquí, pero que dan ganas de levantarse y darle un puñetazo. Y luego, claro, echarlo del avión.

Sigo leyendo La isla de Odín, hasta que el avión aterriza. Y el tiempo, al parecer, sigue pasando. Pero siempre hay tiempo. De verdad, siempre hay tiempo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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