Sigo en Madrid. Ella niega un poco con la cabeza, hasta que yo digo, “me quedo con esta calculadora”. Salgo, aún no puedo hacer el examen. Y afuera hay un tipo con cara de voy a hacer el examen y tengo miedo. El de jersey verde ya está haciéndolo. Y entonces afuera estoy yo y el tipo con cara de voy a hacer un examen y tengo miedo. Y algo me dice que no lo lleva muy bien y que quiere hablar.
Pero yo antes de los exámenes no quiero hablar con nadie, pero tampoco quiero ser borde. Entonces me siento, y no miro a nadie, no quiero que me dirijan la palabra, menos ahora. Miro de reojillo, y el tipo con cara de voy a hacer un examen y tengo miedo me mira, quiere hablar. Pero yo vuelvo mis ojos sobre mi chupa negra, “déjame”.
La chica me dice que pase, que ya puedo hacer el examen. Entro y le doy el carnet. Ella empieza a apuntar mis datos. La miro, estoy nervioso y le dijo, “los momentos previos son excitantes”. Ella sonríe y me abre la puerta. Allí estoy ya sentado. Con mis tapones, mi ritual. A mi izquierda una tipa no para de hacer escándalo: teclea y teclea, qué coño estará haciendo. Me concentro, cojo fuerzas y le doy al go.
La primera parte, es normalmente la más sencilla. Pero esta vez no es tan fácil. Tengo que dejar muchas preguntas para el final, dudo en unas cuantas, y al final, bueno, creo que campeo bien el temporal. Ahora llega la prueba de fuego: comprensión verbal y las matemáticas.
Empiezo por las mates como siempre. El primer ejercicio sé que lo sé hacer, pero no me sale. Vuelvo a intentarlo, no sale. Coño, paso al siguiente. Intento no perder el ánimo ni la concentración. Empiezo a resolver algunos, otro los dejo y paso a la parte de comprensión verbal, donde creo, lo hago bien.
Vuelvo a las matemáticas, me queda muy poco tiempo. Por fin, resuelvo el que sabía que sabía hacer, respondo otros, me quedan nueve segundos y un ejercicio por responder y elijo la respuesta que dice, “Suecia”, pero el ratón no va bien, como durante todo el examen, y no marca la respuesta, y me sale como no contestada y un letrero que dice “you are run of time”. Y yo respondo que el mar, en realidad, es transparente.
Salgo y hablo con la empollona. Estoy cabreado como casi siempre que hago un examen. Le digo a la chica que mi compañera de al lado no ha parado de dar el coñazo, que (esto no se lo digo) me han dado ganas de levantarme en medio del examen y tirarle de los pelos. Salgo de allí. Bueno, estoy libre.
Vuelvo al puente de Villaviciosa, ahora escucho los pájaros, me fijo en un riachuelo que pasa por allí. Llego a Villaviciosa y me meto en Internet. Compruebo que no me ha ido tan mal, que más bien, la cosa ha salido bastante decente.
Regreso a Madrid y veo como el Barça empata. Lo celebro con mi amiga. Luego llega su novio. Llega mosqueado del Bernabéu. Ha perdido el Madrid. Mi amiga y yo lo celebramos. El acaba riéndose y se une. Sin darnos cuenta, estamos sacando unas botella de ron, de vodka y de whisky. Sin darnos cuenta nos estamos mandando unas copazas. Sin darnos cuenta estamos viendo Muchachada Nui y nos estamos explotando de risa. Y yo me fumo un cigarro, y otro, y pienso que estos tíos de Muchachada son realmente buenos. Son inteligentes, entienden el humor, ven la jugada.
Y sin darnos cuenta, tenemos un buen pedo y nos volvemos a reír y sin darme cuenta me quedo dormido.
Y llega Jueves, que ya suena bien, Jueeeves. Que bien suena el Jueves. Jueeeves y me dirijo a la Fundación March para ver la exposición de Tarsila do Amaral. Y al llegar a la entrada, compruebo como la azafata o la recepcionista habla con los seguritas de trivialidades, mientras me detengo ante un cuadro de Tarsila y de fondo escucho al segurita que le dice algo a la secretaria y esta le contesta con una cara de pasar muchas horas haciendo lo mismo.
Y me fijo en la secretaria o azafata y me doy cuenta que no está nada mal. Y camino por el suelo de moqueta gris de la Fundación March y aprecio el canibalismo de Tarsila, su africanidad, sus colores, París y sigo a un guía sin seguirlo. Él habla y yo lo sigo pero lejos, detrás de varias obras, porque sé que me tengo que ir. Y él a veces se dirige a mí, otras no: debo de estar poniéndolo nervioso.
Me voy porque me pelo. En efecto, a las cinco de la tarde tenía cita con el mejor peluquero del mundo, del Atleti. Llego a la peluquería y le doy la mano. El dueño se sienta al lado mío y hablamos de paddle, de no sé qué más, así que cuando el tipo se levanta para ir al baño, agarro el Interviú y evito que se vuelva a sentar a mi lado mientras sigo esperando.
Por fin es mi turno y me lavan el pelo. Antaño, cuando lo hacía una chica joven, que deslizaba sus dedos dentro de mi cabello, era excitante. Ya no es lo de antes. Ahora tenía a una tipa arrugada, que parecía que ni me tocaba el pelo. Me siento donde me van a pelar y aparece ‘el mejor peluquero del mundo’, “¿Conoces a algún hindú?”, me dice. “Sí”, digo yo.
“Bueno, pues dile que le compro arroz indio. Que tengo un socio que está muy interesado. Me da igual, 1000 toneladas, 10,000, 10 millones”. “Joder, digo ¿10 millones de toneladas? El año pasado pasaron por ¡el canal de Panamá! 600 y pico millones de toneladas y tu me estás diciendo que tú solo quieres 10 millones?”. “Bueno, ponle 5”, me dice el tío.
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