La ciudad más indeseable del mundo es Port Moresby

Port Moresby

No lo digo yo, lo dice The Economist en una de sus encuestas sobre las mejores y peores ciudades del mundo, donde situó a Port Moresby (también conocida como POM o Pot Mosbi) entre las más indeseables del mundo para vivir. Ciertamente, cuando uno consulta google para saber más sobre la capital de Papúa Nueva Guinea, lo primero que se encontrará, será con el rostro de fieros criminales apuntándole con enormes pistolas. Es un tierno inicio. Lógicamente, mucha gente, muchísima gente se viene atrás y acaban aplazando la aventura papú (o descartándola para siempre) después de visionar tan desalentadoras imágenes.

¿Pero cómo es Port Moresby en realidad?

Extraña. Es la primera palabra que se me viene a la cabeza. Y el viento. Mucho viento. Eso fue lo primero que sentí al aterrizar en esta capital del Océano Pacifico que debe su nombre al capitán británico John Moresby poseedor de los primeros ojos europeos que avistaron esta ciudad allá por 1873. Extrañez, viento, construcciones que nunca terminan por todos lados. Esa es un poco la primera impresión que uno tiene al aterrizar en el Jackson’s airport.

Luego pasan los días y uno se convierte en residente de Pot Mosbi y no puede evitar caer en la paranoia colectiva del hombre blanco en lo que a seguridad se refiere. “Port Moresby es una ciudad peligrosísima con un alto grado de criminalidad”, le recordarán a uno constantemente.  Y es “cierto”. Lo más que se teme es el llamado carjacking, que traducido a la lengua de Lope de Vega, sería algo así como “atraco de un coche a mano armada”. Un término que se nos queda largo, pero a veces el castellano no da más opciones.

La movida es como sigue. Uno está conduciendo su coche con toda la normalidad y placidez del mundo. Su cabeza está ahí, enviándole mensajes cotidianos, inútiles la mayoría de ellos; los árboles están ahí, los edificios están ahí, la gente está ahí caminando. Todo parece armónico, natural, hasta que sin comerlo ni beberlo uno siente una pistola en su sien y un criminal sudoroso le dice con un lenguaje ininteligible que baje del coche ahora mismo.

La teoría dice que en esos momentos, uno debe abandonar el coche inmediatamente y sin presentar la más mínima oposición. Cualquier conato de resistencia, discusión, pueden llevar al intrépido o intrépida al otro mundo (donde tal vez haya más tiempo para leer) en cuestión de milésimas. Eso es lo que dice la teoría, pero a la hora de la verdad los nervios, el estrés, la paranoia pueden actuar de otra forma… En Port Moresby pasan ese tipo de cosas, es “cierto”.

En Port Moresby uno también tiene la sensación de estar en medio de una fiesta privada. Algo se está cociendo y yo me lo estoy perdiendo. Sí, sí es algo así. Como si uno condujese por el arcén en lugar de la autovía que es donde están los coches, la emoción. Igual que si uno caminase por el filo de una olla a presión sin mirar a lo que hay debajo. Es así. Hay dos vidas en Port Moresby. La que llevan los pudientes y la que arrastran los necesitados. Entre los primeros se sitúa la comunidad internacional, con una mayoría de australianos pero también conteniendo a ciudadanos de otros países “desarrollados”. También hay un importante número de papús conduciendo buenos coches y cenando en caros restaurantes. El resto de la población se dedica a deambular por la ciudad, muchos masticando el llamado buai o bettle nut, que viene a ser una especie de fruto seco que puede colocar bastante y si se combina con lima hace que a la gente se le ponga la boca roja, como si se hubiesen dado un buen festín de sangre. A algunos les sienta bien lo del bettle nut, a otros no tanto.

“El 95% de la gente en Papúa Nueva Guinea es buena”, dice una amiga papú. Luego hay un 5% que lo estropea todo a base de pistolas y carjacking. La mayoría de la gente sí, sonríe por la calle pero es casi imposible evitar una sensación de inseguridad, de peligro.

El peligro aquí huele a algo así como a metano, a gas. Las esquinas se vuelven sospechosas, los grupos se convierten en una amenaza, una mirada, dos miradas crea paranoia. Por eso casi siempre se va en coche en esta ciudad.

Se coge el coche para disfrutar de un buen almuerzo o cerveza en The Edge, para tomarse un vino en el hotel Grand Papua, porque aquí “la marcha” sobrevive principalmente en los hoteles. Y uno sigue conduciendo, sorteando otra realidad que se planta a diario de perfil. Una realidad que a veces huele a metano, a gas, o se pone roja de bettle nut, o se llena de sonrisas de niños que piden ser fotografiados. Se siente un murmullo callejero, una extraña convivencia entre el ‘desarrollo’ introducido por manos foráneas y la realidad local que se resiste a perder sus señas de identidad y que recuerda que Mosbi también puede ser un buen sitio.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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