Fiesta de gilipollas en Bruselas

Bruselas

“Hoy es la gran fiesta”, me había dicho un colega, “vente”. Y fui. Uno, en el fondo, siempre espera algo de la noche. Que pase algo de una puta vez. Que aparezca ella, ese ser que nos cambie la vida, esa circunstancia que le de un vuelco a todo esto. Eso es. Que pase ya.

Y creo que eso es un gran error. Esperar, crearte una expectativa. Ya lo decía Dyer en Tus zonas mágicas, “no esperes nada de nadie”. Ni de nada. Así es mejor. Entonces, oh vida, te sorprenderás y agradecerás todo lo que venga de más. Pero nada, que no, en el fondo, yo siempre espero algo.

Iba con mi amiga Tatana por la calle cuando se puso a llover como si el cielo se hubiese enfadado o se hubiese dado la vuelta. Mamma mía. Y entonces Tatana lo decidió, “no voy a la fiesta”. Traté de convencerla, pero lo tenía claro. Había perdido efectivos antes de empezar, mierda. Sosas del Este.

Llamé a mi colega, y él ya estaba allí. En realidad, era “su fiesta”. Era un guatequillo organizado por la peña de su curro. Yo sólo conocía a algunos caretos. Muy pocos. Después de un pateo bajo una lluvia de gatos, llegué.

En la puerta del bar me encontré con un andaluz. Lo conocía de una época previa en Bruselas. Y claro, aquí se reprodujo la típica conversación que tienes en esta ciudad con la gente que no tienes mucha confianza, “Me va muy bien”, nos dijimos. Aunque él lo había dicho mirando al suelo, creo que no le va tan bien, pero claro, eso no se puede decir. “Nos vemos ahora”, me dijo. No lo volví a ver en toda la noche. De hecho creo que se iba. Transparencia del sur.

Entro al local. Todavía estaba la cosa tranquilita. Saludo a mi colega y me presenta a dos pibas. Una muy simpática, con cara de niña, quizás ligeramente estilo opusino, pero guay, buena piba. La amiga era sencillamente cortante, como si en lugar de un rostro o una nariz llevara colgado un cristal roto. No tocar, peligro de muerte.

Pasé de ella y me puse a hablar con la niña. Muy simpática, la conversación giró por donde gira siempre en estos casos. Qué haces aquí, cuanto tiempo llevas en Bruselas, hecho de menos tal o cual de España, etcétera.

Lo cierto es que hay rachas y rachas. Hay rachas donde yo estoy especialmente comunicativo, intrépido, locuaz, con ganas de profundizar. Hay otras, en las que me da pereza la gente. Las mujeres también. Me siento estúpido entrándoles con el palique teórico. “¿Cuánto llevas aquí?”, “¿Qué haces aquí?” y todo eso. Rachas, repito. Y ese viernes mi sensibilidad había caído del lado de la pasividad y de la pereza.

Así que mientras hablaba con la niña, no sabía qué decir y no tenía ganas de hablar demasiado. Me marché y empecé a dar vueltas. Pronto me di cuenta que no había mucha gente que me cayese bien, que no sabía a donde ir, con quien hablar. Así que felicité a la que cumplía años, por cierto, la fiesta era eso, un cumpleaños. Se trata de una chica que siempre me ha llamado la atención, de estas que siempre están en el punto de mira, pero nunca acaba de cuajar la cosa. No sé, hay algo ahí que no acaba de fluir.

Me presentó a dos amigas. Callos, callísimos y yo me di cuenta que la noche no iba a deparar grandes sorpresas. Eso pasa por esperar algo de la oscuridad.

De repente empezó a sonar música española coñazo, hortera y toda la peña se puso a bailar. Otra cosa que me mata. A mí, hermano, no me gusta eso de danzar. Pero tienes que mover el culo y sonreír, so pena de quedar como un aguafiestas, aburrido o marginado. Así que me puse a eso, a mover el esqueleto absurdamente y a pasear desde el fondo hasta la barra, sin saber que hacer.

A veces hablaba con alguien, conversaciones vacuas, sin ganas de progresar. Miraba las caras y sólo veía tontos: gordos acomplejados con cara de cretinos, imbéciles dando la nota etcétera. Como suele pasar, la que estaba más buena, no se podía tocar. Estaba casada la niña.

Otra cerveza. Poco a poco iba entrando en el lado oscuro, Darth Vader y todo eso. Me iba trabando paulatinamente. Volví a pensar en aquella chica que me rompió por el mes de noviembre, volvía a pedir explicaciones a la vida, me producía escarnio eso de que “hay más peces en el río”, si, ¿no?, más peces en el río. Vale, peces hay un huevo, peces colorados, muy poquitos.

Mi amigo me decía que no me fuese, la chica del cumple, estaba bailando todo el rato con un italiano alto que era un chulopollas sacado de Grease o algo así.

Lado oscuro, la noche, esperar y finalmente tristeza, frustración. Lleno de alcohol para nada. Otra vez la humanidad, lo estúpida que es la gente, lo predecible, las repeticiones de esquema, poner cara de imbécil cuando te sacas una foto, bailar absurdamente, preguntar de dónde eres, qué es lo que haces y si te gusta Bruselas, no encontrar a nadie que me comprenda, que me haga sentir algo.

Me voy. Dije. Cogí el paraguas, lloviznaba algo. Caminé por una calle de bares cerrados. Una noche más me sentía el ser más solo de la tierra. Me ponía enfermo unos tacones que escuchaba detrás de mí. Quería estar solo en la calle, llenarme de mierda interna sin interrupciones, sin intermediarios, castigarme, golpearme.

Llegué a mi casa enfadado con el mundo, como muchas veces.  Encendí el ordenador y leí algunos e-mails que le había mandado a una chica de la que andaba frito hace unos tres años. Leí sus respuestas, las mías. Definitivamente, estamos todos locos.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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