Fui escritor

escritor

Me pasa como a Mickey Rourke con la interpretación. A Micky le resulta cursi ser actor, casi amanerado y totalmente burgués. A mí, desde que escribo regularmente, la palabra escritor también me ha parecido siempre demasiado suavita, y claro, también cursilísima.  Creo que nunca me he autodenominado “escritor”. Y sé que una corriente de incomodidad ha electrocutado mi cuerpo cuando me han presentado como, “Es Carlos. Es escritor”.

Y eso que el rollito de la literatura está bastante bien para ligar. Uno se va proveyendo de vocabulario, va enriqueciendo la imaginación, dotándose de recursos metafóricos, y ellas, escuchan. Je, je. Bueno, hasta esto me parece estúpido también, me refiero al “je,je”.

Pero volvamos a lo de escritor. Esa palabra que aún no me entra. Y es que puede ser sencillamente que todavía no me considere un escritor. Es así. Dicen algunos que uno se siente escritor cuando publica. Puede que sea bastante cierto. Ya lo comprobaré.

Pero te cuento que la semana pasada fui escritor. O al menos viví como un escritor. Acababa de hacer un examen de algo y debía centrarme en otra prueba que se avecina. Pero dije no, un momento, paremos, voy a probar. Voy a dedicarle una semana a la escritura. Solamente a ella. A ver qué tal.

Y eso hice. Me levanté a las 8.00 todos los días y ahí estaba yo, en frente del ordenador. Sí, no era la primera vez que me dedicaba sólo a escribir. Lo había hecho, creo, una vez. Pero en esta ocasión lo di todo, le metí horas ¿Cuántas? No más de 4 al día. He descubierto que ese es mi tope. 4. 4 más una hora de lectura, hacen 5. No puedo dedicarle más tiempo a la literatura. Si me paso de esa cifra, como el miércoles, donde estuve 7 horas frente a las teclas, lo acabo pagando, me llega una especie de embotellamiento, jaqueca y puede que hartura.

Porque 4 horas para mí son suficientes. Porque busco literatura, innovación, nuevos campos. Trato de evitar escribir lo ya escrito, evitar senderos ya transitados, esquivar montañas que ya han sido escaladas millones de veces. Y eso cuesta. Eso duele.

Crear es muchas veces, o casi siempre, sufrir. Hablo ¡ojo! de crear. Si yo me sentase (como el 90% de lo que leo) para informar, y me atrevo a decir, narrar, ten por seguro que podría estar frente al portátil 8 horas diarias. Mi cerebro, mis neuronas fluirían cómodas por caminos de sobra conocidos, por rutas plagadas de señales de tráfico, tópicos y finales conocidos, porque sabes que él acabará salvando a la chica, y porque también sabes que al poli que le quitan la placa acabará resolviendo el caso y convertido en leyenda. Todo eso.

Negar lo evidente, retar al cerebro, confundir a la neurología, pisar nuevos planetas, embarcarse como Colón en un barco que no se sabe a donde va. Busco eso. Busco eso, no que rescaten a la chica o se salve el mundo una vez más.

Y eso, repito, cuesta. Escribir es una actividad dura. Me resulta cursi, injusto, cuando pienso en el tópico del minero y lo comparo con el de escritor, y digo que la escritura es una actividad dura. Pero me reafirmo. Sentarse todos los días en frente del ordenador a inventar historias puede ser más complicado que llevar a cabo una rutina, por muy dura (físicamente hablando) que ésta sea.

Hablo, claro está, de los que quieren descubrir, crear. No me refiero a plumillas y “profesionales” de las letras que escriben con una tarjeta de crédito en el subconsciente y teclean con prisas pensando en el fin de mes o escriben de algo que no les apetece, sólo por dinero o porque no son libres. Ese tipo de literatura “mercenaria”, pienso, está destinada a desaparecer con el tiempo, a llenarse de polvo.

Son meros flashes que acaban apagándose. Porque no sale del corazón. Así de simple. Ni de las tripas. Otra putada, es la falta de talento, pero ese es otro camino que hoy no me apetece explorar.

Sigo. Descubrí, o mejor dicho, comprobé que si me dedicase a escribir, necesitaría compañía, calor, gente alrededor. En una casa, en un cuarto estaría yo con la puerta cerrada; y fuera gente, familia, mujer, hijos, haciendo cosas, viendo la tele, duchándose, caminando por el salón, realizándose. Y que a la hora de comer se escuchasen voces, un ladrido, un coche que aparca, una mesa que se ocupa, una comida que se comparte.

Creo que necesito eso. Solo más que solo, no puedo estar. Pienso, no podría estar, por muy literario y guay que quede. Como me dijo un amigo una vez paseando por Estrasburgo, “tendrías que residir en esta ciudad, encerrarte en un cuarto y ponerte a escribir sin más, sin conocer a nadie”. La respuesta, amigo, es, “no”.

Y así pasaron los días, y así transcurrió la semana, entre relatos, traducciones, y otros experimentos literarios que deberían fomentarse. Por ejemplo, por primera vez, escribí en el baño. Lleno de luz, rodeado de desodorantes, cremas y gominas. Con dolores de espalda, tropezando con zapatillas, pero creando, ah, amigo, creando.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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