Rumbo al Pacífico. Aterrizaje en Australia.

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¿Y si me fuera de África? ¿Lo recuerdas? Así rezaba uno de mis posts no hace tanto tiempo. Primero un pie, luego el otro. Así es, soy yo el que introduce un pie y luego el otro en un avión de Emirates en el aeropuerto de Dubai en donde he aterrizado proveniente de Ghana. ¿Destino? Brisbane, Australia. ¿De verdad? De verdad, de verdad. Sólo los nombres provocan en mí una sensación de liberación, fuera plomos, Brisbane, Australia, Pacífico… Tan solo hace unas horas he abandonado mi querida Liberia, mi querida África a la que llevo tatuada en el corazón. Ella y yo sabíamos que nos teníamos que dar un tiempo.

Separarnos era lo mejor ahora. Y me lo vuelvo a repetir: es el momento de vivir el presente, el ahora, oler el murmullo de las teclas que estoy presionando. Ahora.

Todo eso debe parecerse a la libertad ¿Verdad? Brisbane, Australia. ¿Pero no habíamos quedado en que Australia quedaba lejísimos, lejísimos? Y ahora, en este avión de dos plantas que tiene hasta bar, una azafata morena de la Emirates me dice que el vuelo durará trece horas. ¿Son trece horas muchas horas? Ya no sé nada. Antes sí, antes eran muchas, ahora no sé. Mira, pienso que Australia está cerca. Ya no tengo el mundo en mi cabeza hermano, tengo el universo, la vida. Mira, todo lo que hay ahí fuera nos recuerda que el mundo al final, es pequeño. Tan pequeño, que la expectación del cambio, la euforia nerviosa de la nueva etapa, se combina con un miedo a verlo todo demasiado pronto. Por otro lado, como una lanza afilada, compacta, cae sobre mí el pensamiento aliviador de que algún día me moriré. Entonces (supongo, supongo) ya no tendré que preocuparme por recorrerme el mundo antes de tiempo y quedarme en el cabo de Buena Esperanza, en la Patagonia, en Groenlandia, en Helsinki, en Fuerteventura con los brazos en jarra mirando al cielo y gritando ¿y ahora qué?

No. Afortunadamente, desgraciadamente, vas descubriendo que la vida consiste en cuatro cosas importantes, todo lo demás son matices en los que te puedes perder o no.

Por suerte, ya lo sabemos ¿no? la vida es demasiado vasta como para tratar de conquistarla, está muy bien diseñada, es una película que nunca termina, que siempre puede ser continuada por aquí, retocada por allá. Por eso, mientras me acomodo en la segunda planta del avionazo de la Emirates, estoy contento. Nerviosamente radiante, me digo a mi mismo que lo he conseguido. Que lo he vuelto a conseguir. Quería un cambio, aquí lo tienes, toma cambio.

Trece horas en un avión.

Lo reconozco. Visionando la película La gran familia española del director Daniel Sánchez Arévalo, se me han saltado algunas lágrimas. La peli en sí no llega a la emoción ni mucho menos de Azul oscuro casi negro del mismo director, pero da la casualidad de que he encontrado esta película en el avión y he sentido la cercanía del hogar, la familiaridad aquí surcando los cielos sobre no se sabe donde. Porque ya no sé ni cuantas horas llevo aquí dentro, me he tomado un limován y me he quedado lo suficientemente atontado como para revolverme entre la realidad y un cielo. Que no puedo ver.

Y de pronto aterrizo en Brisbane, Australia. De manera que estoy en Australia, vaya. En Australia… Es cierto que estaré aquí unos pocos días, los justos como para obtener la visa que me dará derecho a pisar Papúa Nueva Guinea, mi destino final, donde empiezo una nueva vida. En el aeropuerto de Brisbane todo parece funcionar de manera rápida, eficiente, “hi Carlos”, me dice un policía que acaba de auscultar mi pasaporte. “Hi”, respondo yo sorprendido por el trato cercano. En Brisbane va amaneciendo y sorprendentemente descubro que hay un poco de frío. ¿Por qué no iba a hacer frío? Porque yo ya me había olvidado del frío. Pero a veces hace frío. De hecho (descubrí después) Brisbane se encontraba en pleno invierno… Después de recoger mis maletas, cogí un taxi conducido por un indio con unos cuantos kilos de más, que acabó estafándome, jugando con la similitud de las monedas australianas y las coronas suecas. “All good?”, me preguntó cuando me vio contando las monedas un tanto confuso en frente del hotel Grand Chancellor. “Sí, sí”, respondí yo sin saber ni cuanto había pagado.

Brisbane, ¿cómo explicártelo? Es una ciudad limpia, bien pintada, con edificios perfectos, con gente perfecta. Todo es perfecto en Brisbane. Pero salgamos a la calle. Llevo un jet-lag del caraillo, pero salgo a la calle con una sonrisa idiota que surge ante el encuentro con la libertad. Eso es casi todo. Salir de un hotel en una ciudad desconocida con todo el día por delante. Sé que dentro de poco, cuando ya esté en Papúa Nueva Guinea, será complicado encontrar restaurantes, peluquerías, bares. Y plazas. Y sombrillas. Y terrazas. Lo sé y por ello trato de disfrutar hasta el último instante del mundo moderno y todo eso. Bajando una cuesta que me llevará a Elizabeth Street me encuentro con gente perfecta, rubias perfectas y un vendedor callejero subido a un muro y vestido con un traje blanco que sonríe a la gente y abre las manos gritando, “hello!”. A mi también me sonríe, me cuenta algo y cierra la interacción con una nueva sonrisa y la frase perfecta, “see you later”.

Seguí caminando pensando qué podía hacer en Brisbane. ¿Qué podía hacer en Brisbane?  

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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