Agárrate, venga, agárrate ahora

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Esta mañana me ha levantado una vez más el puto pájaro. Esta vez ha sido el otro, el menos ruidoso. Uno que cuando gorjea lo hace de manera intermitente. Nunca lo he visto, pero me lo imagino gris con dos manchas negras en el cuello. Es un gorjeo que no sé por qué me hace recordar a una especie de detector de algo, tal vez de minas, aunque el detector de minas probablemente no emita ningún sonido.

Es un ruido plano de fondo acentuado por dos constantes inflexiones, dos gorjeos rotundos, largos y profundos que se introducen en los oídos como un chorrillo de agua. El otro pájaro es más cabrón aún si cabe. Ese no gorjea, ese grazna, chilla, se desgañita. Tampoco lo he visto pero debe tener un pico descomunal. Debe tener también un aspecto tropical, multicolor, salido de la jungla brasileña o algo así. Su grazneo constante, chirrioso, de coche antiguo desfalleciendo te levanta a las 5 de la mañana como un tortazo en la cara. Y tú abres los ojos sin saber ni donde estás. Entonces, ya sabes.

Durante meses, muchos meses, he callado. Nunca dije nada. Todo se reducía a quejas, lamentos autistas, insultos que no salían de casa, protestas que nunca llegarían a nada. Y ahí quedaba la cosa. Meses. Pero el otro día, sábado creo, ya no pude más y cuando ese mamón, el que chirria, me despertó, me presenté en la casa de la vecina. Temo a esos vecinos. Temo su falta de educación. Temo su rudeza. Temo su falta de valores. Temo que se deteriore una convivencia indiferente pero al fin y al cabo amistosa, y que incluso en alguna ocasión ha llegado a ser irremediablemente cercana. Pero yo no puedo más. Ya me da igual que la vecina de los cojones me mire con mala cara cada vez que voy a tirar la basura o cuando salga del coche. He aguantado mucho, me cago en la puta.

Así que voy a su casa. Antes, cuento hasta 10. Y antes de eso, el casero me dice que no vaya. Lo dice porque él no oye al pájaro. Nos ha jodido.

Así que voy, presiono un botón y escucho una voz de ama de casa vulgar, de claque de Sálvame, de primera fila de cualquier programa de cotilleo basura. Ese estilo. Estoy respirando hondo, me concentro para pronunciar con voz calmada y cuando la vecina se planta en frente de mí, explico la situación.

Sorprendentemente, se muestra conciliadora, quiere colaborar. Dice que va a tapar la jaula. Me voy de allí perfumado por un alivio tranquilizador.

Pero a los pocos días, el mamón vuelve a chillar como un descocido. El pájaro me refiero. Claro que la mamona es por supuesto, la vecina. Ya con confianza, cabreado, bajo las escaleras, busco el número de la vecina en mi móvil. Marco, espero, me vuelve a salir esa voz de nariz tapada, esa melodía de rutina y platos grasientos. Esta vez la vecina pasa al ataque y tras algunas excusas absurdas acaba colgándome sin derecho a réplica. Así que la situación está empeorando y yo cada vez voy más en serio.

Cuando uno duerme mal, evidentemente, suele estar de mal humor. Pero el día es largo amigo, y uno nunca sabe lo que te puede deparar. Así que voy al hospital y compruebo que la doctora titular aún no se ha incorporado. Y ahora que me siento crecer al escribir estas palabras, continúo diciendo que seguía ahí la sustituta. Debajo de la bata blanca, la sustituta descubre unas botas negras altamente eróticas.

En otras ocasiones, cuando nos mirábamos, notaba algo, pero hoy ella ha decidido ir un poquito más lejos. Después de decirme sonriendo que tuviese cuidado con tanta inyección (uf, uf, uf) me ha firmado el volante de una medicina y de pronto me ha dicho, “¿algo más cariño?” mirando a la vez la pantalla del ordenador. Buffff, he sentido que crecía, ya me entiendes, me salía otro cuerpo.

La he mirado, supongo que con un leve arqueo de cejas, responsable de una situación muy cachonda, pero también embarazosa. ¿Qué hacer? He dicho una gilipollez, una idiotez como una casa. Algo así como, “pues nada, tengo que seguir recopilando medicinas, este rollo”. Ella me ha respondido, “bueno, Carlitos”. Bufff, buffff, buffff, y yo ahí, en clave pornográfica he pensado en hacer algo, no sé, y cuando seguía pensando, me he dado cuenta de que ya me encontraba fuera, lejos de aquella habitación de paredes celestes.

He bajado las escaleras completamente excitado, pensando que todos los médicos y todas las enfermeras sabían “lo mío con la doctora”. Luego he salido a la calle y he reproducido mentalmente unas cien veces la situación, reprochándome mi actitud, lamentando mi reacción, pensando quizás que debí decirle algo, algo que me pudiese llevar a algo. He pensado de pronto que la doctora me auscultaba y me acariciaba el pecho, y luego se levantaba para cerrar la puerta con llave y se acercaba de nuevo a mí y se agachaba.

Y luego he pensado que soy un gilipollas más. Que cualquier cachonda en un momento dado me puede manipular, como manipulan a millones de hombres. He pensado que podría ser en un momento dado un viejo idiota más. Un viejo idiota que se deja seducir por una atractiva jovencita que le saca hasta el último céntimo. Y luego he pensado una vez más que tenía que haber hecho algo con la doctora. Joder, joder, joder.

Luego he seguido caminando por la calle principal y me he encontrado con una que conozco. Los dos hubiésemos reaccionado igual si no nos hubiésemos descubierto: hubiéramos pasado de largo, mirando a otro lado. Mucha pereza parar. Ella estaba ahí con su hijo, que me decía, “¡hola!”. Y yo no me atrevía a preguntarle a ella qué tal, porque sé perfectamente lo que me iba a contestar. Puedo adivinar el 80% de su vida pasada y futura en 15 segundos.

Sé como se toma la vida ella y la mayoría de mis “amigos”. Sé que quieren estar sobre todo cómodos, muy cómodos, y luego ya veremos. Yo quiero el mundo y lo quiero ahora. Los sobrepaso. Los abrumo. Los despisto. Les intereso desinteresadamente porque los descentro. Y ellos a mí me producen una enorme pereza.

Cada vez nos alejamos más. Y más, y más, y más… y llega un momento en que el verdadero reto consiste en salir pitando de allí sin que se note la falta de interés. Cuanta gente aburrida hay por ahí tío, cuanta gente sin ganas de hacer algo sonado, algo grande. Sabes, tío, algo impresionante.

Entonces he llegado a mi casa y he visto por Internet que han detenido al empresario más poderoso de aquí. Se trata de un auténtico tiburón que venía pasándose la ley por el forro de los huevos desde hacía tiempo. Mafioso total, ha robado lo que ha querido y más. Y en realidad, esta situación casi me supera. Lo que en otros tiempos (o en estos) esperaba, cuando llega, reaccionas de manera curiosa, pasiva, casi paradójica, probablemente sea así porque es demasiado pronto para sobreponerse a la sorpresa.

Y luego, he paseado y he vuelto a pensar en la doctora y en el polvo del siglo. Y pienso que me gustaría estar con ella, pero rápido, muy rápido, que me dejase seguir haciendo mis cosas.

Y al pensar en los comodones, he pensado en Nietzsche y en su crítica feroz a este “gremio”, y he asentido para mis adentros, dándole la razón al alemán. Las cosas que pasan.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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