Viaje a Madrid (5) de (7) “Más madera”

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A los pocos días, llegó la segunda sesión de Reiki. Esta vez me puse a patalear el suelo como un descosido y luego le conté a Andrés una movida que me venía trabando desde hace tiempo. Salí de allí respirando un nuevo oxígeno, fresco. Esta vez dormí en casa. Me desperté e hice el segundo y de momento, último examen. Te diré que esta vez el examen fue más difícil que el primero, y me salió mejor. Es la incoherencia que me persigue. Aunque tiene su explicación. Esta vez la concentración fue casi perfecta. Era una máquina de resolver cuestiones, una tras otra ¡había acabado todo! Por fin y me lancé de nuevo a la deriva.

Con la chica que me hospedaba, me fui a ver “Elegy, peli de Isabel Coixet, que me resultó extremada y sorprendentemente floja. Un importante aburrimiento, explicado por el monopolio del plano entre Penélope Cruz y Ben Kingsley. No se puede hacer una peli con ese abuso visual. La fotografía, un tanto borrosa en ciertos momentos, en la peli abunda la ausencia de ritmo, la lentitud y la decepción.

Quizás fue ese día cuando me metí en mi templo particular: el Círculo de Bellas Artes. Busco eso que llaman la literatura universal, el arte universal, “lo rarito”. Así que me metí en la charla de Janne Teller, escritora danesa. Acabé incluso comprándome el libro, “La isla de Odín”. Teller me transmitió algo que echo mucho de menos en la literatura: honestidad. Mirando con esos ojos azules, fuertes y tímidos, Janne, de vez en cuando me miraba transmitiéndome serenidad y oficio honrado. Lo valoro. No había mucha gente. Al final de la charla, pregunté algo que hizo sonreír a toda la mesa, incluida a Teller. Al fin y al cabo, Janne, seguimos rutas parecidas.

Por cierto, antes de entrar en la conferencia de Teller, me metí involuntariamente en una conferencia lésbica.

Empezó la charla y cuando me di cuenta donde me había metido, me levanté y di media vuelta entre las risas de los presentes. Ya me extrañaba a mí, el rapado que llevaba la tía del micro.

Salí del Círculo, libre. Seguí caminando cuando recordé que al día siguiente llegaban mis amigas. Ja, mis amigas. Ahora recuerdo cuando nos sentamos en La Latina y le dije a mis colegas, que este finde llegaban “mis amigas”. El jolgorio fue general, la imaginación se disparó, el instinto asesino sexual corría de vena en vena. Pero yo ya les había dicho que controlasen esas pajas mentales…

Mientras tanto, no paraba de encontrarme peña por la calle. Me dirigía a Serrano a comprar un reloj. Por la Gran Vía, me cruzo con Santiago Segura, antes, aún por Malasaña, algo horrible y alto, se elevó junto a mí: era Tamara, la de “no cambié”. La acompañaba su madre, la de los 6 dedos. Parecían el Quijote y Sancho Panza, en plan chungos. Sentí miedo, colega, miedo.

Seguí caminando, libre hasta llegar al barrio donde posiblemente se concentre el mayor número de gilipollas de toda España: hablamos de Serrano.

Entre los hippies y los pijines estos, me quedo con los hippies asquerosos. Y eso que los pijines van de lo que van. Pero cuando observo esos rostros blancos, esas corbatas ridículas, esa arrogancia provinciana mezclada de arados y pasado paleto (y presente) y presente nuevo rico avasallador, me dan ganas de vomitar. Yo que también soy un extremista, pero es así. Es la mediocridad que no cesa.

Llegué al Corte Inglés y me compré el dichoso reloj: ¡mira que es difícil encontrar un reloj que tenga cronómetro hacia atrás! Lo conseguí al fin y luego comí en el Vips de Serrano, sentado entre peperitas y peperitos con sus respectivos rostros de empresarios de tres al cuarto, ellos, y la ultra mojigatería, ellas.

Los que llevaban la comida, los camareros, los que hacían el trabajo sucio, por supuesto eran sudamericanos. Seguí comiendo mierda (comí mucha basura estos días) y luego en casa, me vi varios capítulos de Riget. Tenía ganas de conocer la obra de Lars Von Trier, y la verdad es que el tipo se sale: la fotografía, la trama, la cámara, todo tiene su sello. Y ese es el mérito. Chapeau, Lars.

Mis amigas estaban al caer… Antes, como un zombie que viaja a lomos del pasado, me dirigí a mi antiguo trabajo. En realidad no me apetecía encontrarme con nadie, tan solo quería hacer la ruta laboral que antaño realizaba. Me acababa de pelar con mi peluquero favorito, ese que dice que “aquí en España, quién está jodido es el español”, o que el no puede escribir, “sinoR que cuando me cabreo, le doy un puñetazo a alguien”. Es el mejor.

Tuve suerte: mientras caminaba, no me encontré a nadie del curro. Recordé mi paseo diario por Argüelles. Día a día, como Rambo. Día a día. Lloviznaba un poco. Quedé con Josu. Las chicas ya habían llegado. Yo ya las conocía, al menos a dos. Una, íntima amiga, me comprende. La expectación era la francesa: la había visto en fotos y parecía estar buena. Pero cuando la vi aproximándose a nosotros, desvelé un cuerpo un tanto alargado, poco estético. Josu y yo las íbamos a sacar por Madrid. Las llevamos a la Plaza de Santa Ana. Nos metimos en una discoteca, donde te metías en un ascensor, salías en el séptimo piso y te plantabas en una terraza. Cuando pedí una copa, recordé, la mierda de precios que estos cabrones ponen: ¡9.45 euros por un ron! Daban ganas de coger al camarero por el cuello. Invitamos a las pibas.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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