La palabra verano ya de por sí me producía una especie de inyección alucinógena. Cafeína. Todo era posible. El verano comenzaba y se dejaban atrás las rutinas, los horarios, el profesor de inglés, el de lenguaje, el dos y dos son cuatro.
Entonces me levantaba muy pronto listo para vivir algo diferente todos los días. Éramos muchos los que estábamos en la misma situación: pocos años, tiempo libre, adrenalina rebosante, bicicletas, playas, en busca del tesoro…
Era algo incontrolable. Me superaba. Sí, yo siempre pensaba que miles de cosas estaban pasando al mismo tiempo por todos lados y yo me las estaba perdiendo. Hojeaba Cambio 16 y veía las juergas de Ibiza, la excentricidad marbellí, la Costa azul, las islas griegas, París, Londres, bañadores, caras relajadas. No había planes, no había control y eso me producía una sensación estimulante y por otro lado desesperante: siempre pensaba que en otro lado, el verano era más loco aún, más imprevisible. Y yo quería estar en todos esos sitios.
Recuerdo llegar a mi casa recién venido de la playa, prepararme un bocadillo y salir otra vez por la puerta temblando, sí, temblando porque todo podía pasar.
Luego la gente dejó de venir. Poco a poco. Cada verano éramos menos, caían como moscas hasta quedarnos tres o cuatro. Nos despertábamos tarde y nos dedicábamos a vaguear, a sentarnos en un muro y a dejar que el tiempo nos fuese empujando como si nos bañásemos en una balsa de aceite, todo muy viscoso. Lento. La playa claro, seguía ahí, pero era otra cosa.
Los años siguieron pasando y todo fue a peor. Sólo algún día, imbécil de mí, me di cuenta de lo que había pasado: nos habíamos hecho mayores, habíamos crecido, éramos adultos. La gente iba emparejándose, trabajando, moviéndose y poco a poco desapareciendo.
Y pesar de todo, el verano seguía siendo mi estación favorita. Aquello era algo evidente, clarísimo. Como siempre lo había sido.
Sin embargo, a medida que fueron pasando los años, pasó algo que jamás pensé que pasaría: comencé a disfrutar más en invierno, en otoño, o en primavera. O al menos, ya no notaba tanto la diferencia de estaciones, el verano ya no era esa ola rabiosa que se levantaba en medio de la calma. No, el verano, julio, agosto y algo de septiembre, se habían convertido en épocas raras, tranquilas, previsibles, descoordinadas y a veces, ¡nunca lo diría! Aburridas.
Así que cuando llegaba el otoño, la pena ya no era tal pena. A veces, incluso me sacaba de un ambiente insulso y me introducía en un esquema preestablecido, laboral o académico que me resolvía el día a día. Algo que hacer, algo de lo que preocuparme. Empecé a leer mucho durante estos meses de julio y agosto. Entre otras cosas también leí que muchas depresiones venían durante estas fechas. La gente no sabía qué hacer y eso les mataba. Levantarte un día soleado, salir a la terraza con todo a tu disposición, y no saber que hacer.
Todo era más egoísta ahora. Cada uno hacía su vida y sólo le interesabas si tenías algo que ofrecerle. Empezó a resultar todo un coñazo. Tal vez una piba, una novia resolvería esta situación tediosa, los viajes. Ah, los viajes, eso empezó a cambiar un poco las cosas. Los viajes, la imaginación.
Tomé medidas, me defendí. Ámsterdam, Cuba, País Vasco… ayudaron a llevar mejor estos meses. Me ayudaron a darme cuenta que la fiesta continuaba, que no estaba solo, que todavía quedaban miles, millones de personas que querían seguir sorprendiéndose día a día. Que todo volvía a ser blanco y a ti, a mí, nos daban un lápiz para poder escribir ahí lo que quisiésemos. Llegó la lectura voraz: Tolstoi, Miller, Sábato, Poe, Vargas – Llosa, Voltaire, Goethe, Hemingway, Orwell, Neruda, Balzac, Saramago, Vázquez-Figueroa, Marías… y muchos más.
A esto se le llama defensa, negación del hastío. Luego vinieron más cosas: animé a otros colegas a crear una asociación. Una organización que se dedicaba a observar la realidad y a intentar cambiar las cosas. Parecía que todo volvía a empezar. Me había salvado la vida sin yo casi saberlo. Me volví a divertir.
Pero pasan de nuevo los años y todo es más diferente, más homogéneo aún. Vuelvo a no saber qué hacer. La realidad y todas las putas ovejas que rodean mi vida me presionan para que salga con una mujer a la que no amo, para que tenga una novia por cumplir, para que hable de fútbol, para que me beba una cerveza, para que conduzca un coche, para que salude a una persona mayor, para que me bañe cuando hace calor, para trabajar. Difícil escapar.
Y de fondo, el verano, sí creo haberlo dicho ya: ya no es lo que era. Ah, y a pesar de todo, Julio, Agosto, antes de que lleguen, me siguen produciendo una alteración del sistema nervioso. Sólo que antes era un huracán, ahora, llamémoslo un pellizconcito.
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