Reseña literaria. ‘La milla verde’, de Stephen King

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Sucede en la cocina de mi casa en verano. Guardo una moneda de diez céntimos dentro de mi mano. Voy a lanzarla, ah, voy a lanzarla. Si sale cara, Stephen King, si entra cruz, leeré a John Grisham. La moneda vuela y sale cara, siempre sale cara. La misión ha comenzado: hay que atrapar a Stephen King. Vivo o. Stephen, voy por ti.

Una fragancia repelente me recuerda que debo leer al escritor de Maine en inglés, por aquello de la pérdida de esencia casi culinaria, que mucha traducción provoca (unas gotitas de sal, es sabido, pueden salvar el mundo).

Sé donde se esconde King, sé donde vive. Porque ahora, en verano, en la cocina de mi casa, recuerdo que en esta ciudad perdida se oculta una librería anglosajona. “The Bookswop” viste de apartamento cerca del mar.

Salgo de un hotel y me dirijo a la librería en un bañador azul y con una ridícula toalla amarilla a cuestas. Estoy latinamente eufórico: voy a empezar a leer un nuevo libro. Y camino tontamente con mi bañador azul, la toallita amarilla y entro en el apartamento, en “The Bookswop”, sonriendo. Pero allí, era evidente, no había ninguna fiesta.

Sé qué libro voy a comprar, sé lo que voy a hacer, pero no puedo evitar manosear unos cuantos tomos que me están chillando, puede que insultando a través de unas horteras portadas que susurran, “Hola, me llamo best-seller, feliz navidad”. Recuerdo en ese momento que a veces me gusta el Big Mac y las papas de luxe, y me preocupa enormemente que Paquirrín juegue tanto a la Play.

Me armo de valor: Stephen, voy por ti. El buen humor sigue ahí y me tropiezo con la dependienta. Una chica de rasgos finos, casi níveos, que me ausculta anglosajonamente mientras yo miro latinamente, con la toallita amarilla, ahí. Glacial permanece ella. No le hace gracia la toallita, vaya. Cambio de registro, soy un tipo duro, “¿King, Stephen King?”, espeto casi como cuando Schwarzenegger buscaba a Sarah Connor en Terminator. “There”, me dice ella, señalando una pila de libros que casi rozan mi nariz. Vale.

Sé lo que quiero, elijo La Milla Verde porque recuerdo (con cierta pereza) a Tom Hanks, y porque lo acaba de recomendar un ultra Kinginiano por la red. He ahí el origen. He ahí el libro. Lo agarro, ya lo tengo, ya lo tengo; tiene una portada azul, más bien celeste, histérica, bordes raídos; me gusta. Compro la milla por una cantidad ridícula, creo recordar y la dependienta tras sentir los billetes, se queda mirando la toallita amarilla. Pero yo salgo de ahí, esto es muy serio, ahora tengo a Stephen King en mis manos y ya no podrá escapar. Ni siquiera podrá llamar a un abogado.

King permanece encerrado en la biblioteca de alta seguridad de mi cuarto, hasta que un día decido tenderme en un sofá y abrir La Milla verde, expectante. Evito, comme d’habitude, las loas, lisonjas y demás peloteo mediático que suelen contener muchos libros en las primeras páginas: quiero tener mi versión, no deseo interferencias. El vino tinto puede saber a vainilla, lo sé.

Digamos que “La Milla Verde” o “El pasillo de la muerte” es el corredor de linóleo verde por el que han de desfilar los condenados a morir en la silla eléctrica. Un funcionario de prisiones, Paul Edgcombe, encargado de la vigilancia y cuidado de los asesinos, narra en primera persona esta historia que se remonta a 1932. Dentro del presidio conviven todo tipo de criminales. Destaca John Coffey: un negro muy corpulento de mirada triste y llorosa condenado a la silla por el asesinato de las gemelas Detterick.

Sin embargo, es posible que Coffey no sea el hombre que deba recorrer la Milla Verde…

Y otro día que cae, o llega, no se sabe muy bien qué es lo que quiere y hete aquí que La Milla Verde ha sido devorada… Sin embargo, tras semejante banquete que ni en las bodas de Camacho, hay un sabor que se resiste a marcharse, es un aroma un tanto… soso, claramente insípido. Tal vez fuese la sal.

Y eso que todo había empezado bien. Sí, todo había ‘pre-comenzado’ huxleynianamente feliz, nos respondíamos a los mensajes y todo eso. Ocurrió cuando el prólogo me saludó como ese vecino que te sonríe desde el primer día de la mudanza, familiarizando la situación.

Así fue, Stephen King, a pesar de haber sido sacado de aquella librería por las malas, se mostraba cercano a través de las páginas amarillentas que iba desplegando, te daba palmaditas y mostraba una humildad impropia de este mundillo literario tan narcisista. Ahí, en el prólogo, cuenta un cómplice Stephen, como el insomnio le iba revelando las pistas, los cimientos de la novela, como rememorando a Dickens, decidió trocear esta historia y dividirla en entregas de seis capítulos. Llamando a la novedad.

Pero tras pasar unas cuantas páginas, dedos aún esperanzados, viene la novela y ay. Yo decía “ay”, y un día descubrí por qué. Y era que. A medida que iba pasando páginas y páginas y páginas de este innecesariamente largísimo libro (debido ¿sobre todo? a razones editoriales) me daba la impresión metafórica de estar ante ese tipo de personas que cuenta un buen chiste, el del español, el inglés y el alemán…, se le ríe la gracia, aplaudimos, éste se emociona y ya se apropia de toda la noche para repetir la misma broma una y otra vez.

¡Esa! fue la sensación exacta que tuve mientras iba superando hojas de madera fina: que todo era lo mismo, que aquí no pasaba nada, que se estaba llegando a un punto difuso de una manera concéntrica, pero sin verticalidad. Dando vueltas, siempre dando vueltas…

Y con tanta vuelta después vienen, claro, los tambaleos. La novela se balancea como ese barco de estructura frágil que decidió zarpar a pesar del mal tiempo. Un casco con grietas, demasiadas, que permiten la huida de la insinuación, la tensión que se ausenta, la incertidumbre se marchó con otro y más vueltas alrededor de una desorganizada trama, que no atiende a los consejos de la solidez ni quiere reposar sobre unos buenos cimientos. Todo muy complicado.

Cierto es que hay una cierta brisa renovadora a partir del quinto capítulo: la novela fluye, se dinamiza, cuando se narra el transporte de Coffey a casa de Moores. Pero la mejora llega tarde, y así, aunque el maquillaje es palpable, está más guapa La milla verde, ésta no puede disimular un rostro plagado de arrugas y alguna telaraña.

En las telarañas pensé también cuando reparé en el espacio. Stephen King no podía salir, se había enredado en su propia telaraña espacial. Al repasar las novelas y cinematografía de King, yo también me asfixié, caí en la cuenta de que a Esteban Rey le gustan los espacios cortos, cerrados, casi claustrofóbicos. Funciona, le ha funcionado (al menos en la pantalla) en Misery o El Resplandor, pero aquí me ahogaba sin gracia, la estructura también pedía un aire fresco que se le negaba, nos cansamos del mismo escenario, entra poca luz y se acaba tropezando con las paredes. Ay.

Pensé también en Truman Capote. En efecto, creí por un momento que King se pondría el abrigo de Truman, se ajustaría sus gafas y pasearía por Holcomb para beber de A Sangre Fría. Sí, sospeché que el de Maine quería construir un marco parecido al de Nueva Orleans: remontarse al pasado de los asesinos, comprenderlos mejor, ponernos un tanto Rousseaunianos y tal vez llegar a la conclusión de que la sociedad es la malvada, de que Perry y Dick en realidad son buenos chicos, y así la novela que transcurre.

Pero ¡no!, a pesar de que considero que hay una cierta influencia “Clutter”, King opta por otro sendero, gira. Esto le honra, pero ¡ay los peros! Stephen se atasca en su propio círculo, vuelve a enredarse. Todo es tan pegajoso. Como botón una muestra: Coffey no se sabe de donde viene, pero esta ignorancia sobre su origen no provoca interés, morbo, porque no se construye ese interés, ese morbo, más bien se sigue liando la perdiz. Acción, reacción. Niente.

Siguiendo con Coffey, John Coffey, nos cuesta aclararnos qué papel viene a representar. ¿No habíamos quedado en que era el protagonista absoluto? así lo presentó vos, Stephen, pero luego, los luegos, Coffey se desvanece durante largo tiempo y casi es anulado por la figura de Delacroix y por la del aburrido ratón malabarista: ocupando tanto espacio sin merecerlo: no es tan especial, no es tan peculiar el roedor. Al incidir en los personajes remato: no están del todo logrados..

Una elaboración que apenas se necesita en el cine porque los personajes se presentan con un simple plano. Porque ante todo, el cine. Y es que La Milla Verde es tan cinematográfica… que a veces uno pareciera o pareciese que en lugar de tener un libro entre las manos, más bien está sentado frente a una pantalla gigante, pero sin palomitas y encima atestado de bocazas alrededor.

Pero la Poxilina lo pega todo. Y en Hollywood más. Exacto, La Milla pega con Hollywood: uno (o dos) tiene la impresión de estar viendo la típica producción comercial de Hollywood, ante todo taquillera, cuando lee este libro. Un blockbuster como dirían por Beverly Hills. Un blockbuster cargado de temas manidos: la silla eléctrica, los asesinos, la muerte y otros etcéteras cargados de un halo previsible, faltos de sorpresas, lo he dicho: el círculo, las vueltas.

Gracias a que al menos el celuloide tuvo la habilidad de resumir el libro para salvar la película. Ahí estaba Tom Hanks para corroborarlo, dirigido por un Frank Darabont que sí sabía a donde quería llegar, algo de nitidez…

¿Entonces si a la novela le quitáramos unas 200 páginas, funcionaría mucho mejor? A pesar de que se trata estrictamente de una cuestión cualitativa (podrían ser 1000 páginas maravillosas…), parece que en este caso, La Milla caminaría hacia delante de una manera mucho más fluida de la que lo hace con bastante menos peso.

Al cabo y al fin, este barco llamado La Milla Verde no acabó de naufragar gracias a su ritmo constante, unidireccional, pero constante. Digamos que se trata de un ritmo un tanto especial, una música pegadiza pero repetitiva… Ese es el ritmo que mantiene enganchado a millones de lectores a lo largo de todo el mundo. Tú ya sabes.

Por tanto, un día, lo reconocí, “Está bien señor King”, le dije encendiendo un cigarro, “reconozco que tiene usted una capacidad retórica muy respetable, es preciso en las descripciones, es rápido, tiene oficio, experiencia, imaginación, y se nota, lo palpa. Usted tiene ¡de acuerdo! talento, pero creo que sobre todo sabe cuál es su género, sabe qué tipo de escritor es y cumple su papel”. Di tres caladas, fruncí el ceño y continué, “uno se llega a preguntar que tipo de escritor sería usted con una base más erudita y no ese bagaje tan cinematográficamente comercial, quizás tendríamos a un ¿portento?”. King gemía, apenas podía hablar, maniatado por una toallita amarilla que le cubría toda la boca.

Durante días seguí vigilando a Stephen King. Seguía leyendo La Milla Verde y sospechaba, tal vez desease su absolución pero aquello se estaba complicando. El intentaba ‘convertirme’, pero a medida que pasaba páginas amarillentas, la situación era más delicada, aquello era demasiado, esto iba a estallar: tanto vino mezclado, tanta silicona, que al final, claro, fui incapaz de sumergirme en la última oportunidad: en ese halo místico, en ese supuesto espiritualismo en el que me quería introducir King al final de la novela. Sobre todo cuando la figura de Coffey se va alargando… Yo seguía sin ser captado, permanecía en mi butaca sin aplaudir, pensando en que esa secta vendía algo así como un espiritualismo de Coca-Cola, no me entraba, ni siquiera reía.

Y eso que ya había aceptado pulpo como animal de compañía. Sí, entendí a Stephen: de acuerdo, Coffey vendría a ser algo así como Jesucristo. Esto es la historia de la crucifixión de Jesucristo: murió por todos nosotros. Pero las formas, “le fallan las formas, señor King”, decía yo incrédulo. Y viene el cansancio. “Me cansa todo esto”, tuve que reiterarle un día a Stephen. “Me cansa ya lo del asesino bueno tan de moda, hasta Delacroix, criminal reconocido en la novela, parecía al final una criaturita inocente, sus asesinatos mera anécdota”. King, pataleaba.

“¿Y qué me dice –continué encendiéndome- con “el trasvase de King”, es decir, cuando resulta que el asesino era en realidad…?” no lo diré para aquellos que afronten esta lectura, pero es posible que a ustedes también les sorprenda el repentino cambio. Quizás Stephen, cansado ya como nosotros, “se quitó el muerto de encima”, zas, de repente. Así encajaba todo. Nunca me lo ha querido confesar.

Y no pude más. Cuando acabé la novela extasiado, tuve que hacerlo. Me dirigí a mi cuarto y escondí la novela en un algún lugar recóndito de la biblioteca. “Señor King, me temo que va a seguir usted detenido”, fue todo lo que le dije. Creo que King trató de decir algo, no lo entendí bien. Lo cierto es que al día de hoy, Mr. Stephen King sigue retenido en la biblioteca de alta seguridad de mi cuarto. Será difícil salvarlo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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