¿Quién no se ha hecho alguna vez las mismas preguntas que Lorenzo en La Llamada? Seguro que un importante número de seres humanos. Y es que la empática historia del turolense plantea posiblemente la pregunta más importante de la vida: hacer lo que le pide el alma a uno o llevar por el contrario una vida para satisfacer a los otros y a los patrones de la sociedad.
Por supuesto, tanto la decisión de seguir el verdadero anhelo del alma como el camino a recorrer, no son tareas para nada fáciles. Ya decía Elías Canetti que el camino del hombre no es rectilíneo, sino más bien lateral, casi como se traslada un caballo en el juego del ajedrez. Lorenzo lo experimenta en sus propias carnes, llevando una vida no exenta de dudas y retos antes de enderezar el rumbo.
Como la misma novela afirma, se trata de unas dificultades que siempre estarán presentes y que ponen a prueba a los buscadores espirituales de manera constante.
Los lectores acompañarán a Lorenzo en este camino a través de una novela de la que enseguida se siente que ha sido escrita con ganas de verdad.
Quizás esas ganas sean el secreto de que La Llamada posea un poder magnético que haga que uno piense en ella cuando no la está leyendo o sienta el deseo de atraparla nada más llegar a casa. Dichas sensaciones, no son nada fáciles de lograr por lo general, pero La Llamada consigue ese objetivo máximo que busca todo lector.
Y eso que la obra tiene un amplio margen de mejora. Por ejemplo, se atisba un claro desequilibrio entre un componente espiritual mucho más desarrollado que la técnica literaria. En este sentido, apenas se aprecia una descripción espacial y material en la novela.
Sí se consigue trasladarnos al siglo XIII a base de una correcta documentación histórica que se implanta de manera liviana y afortunada, pero dicho marco adolece de un correligionario espacial que nos dificulta imaginar en qué espacio físico están ocurriendo los hechos, qué objetos se están tocando, así como qué vestuario se está empleando, aspectos todos éstos que se tratan de manera borrosa e incompleta.
Hay también un uso excesivo del adjetivo abstracto (belleza, magnífico) que realizan más bien una función informadora, dejando poco margen para la intervención del lector que prefiere que le sugieran los hechos, para poder intervenir de manera cómplice en los mismos. Algunos personajes por otro lado no acaban de desarrollarse del todo y en ocasiones se confunden los unos con los otros.
No parece afortunado tampoco eliminar a los padres de Lorenzo de la manera tan abrupta con la que se hace, ya que pareciera que la pareja merecía mayor continuidad, ser más recordada por un Lorenzo que parece olvidarse de ellos de una manera que no es coherente con su naturaleza bondadosa y cuyos contornos por cierto hacen pensar en muchas ocasiones en el Santiago de El Alquimista de Coelho o en el Arnau de La Catedral del Mar de Ildefonso Falcones.
Alguien podrá decir por otro lado que la mujer en sí no sale muy bien parada, con una clara proliferación de “mujeres fatales” que parecen representar al mal y contribuir a dotarle de unos colores oscuros a la novela que en muchas ocasiones hacen pensar en el estilo tenebrista de Zurbarán.
Haría mal por otro lado “la progresía” en no perdonar el culto religioso de la novela a la que podrían tildar de excesivamente conservadora. Dicho juicio no sólo no respetaría el libre pensamiento, sino que tampoco reconocería los elementos rebeldes de la obra, como su negación del monopolio eclesiástico. La veneración por la religión judía y el respeto por lo árabe, son además una muestra de cosmopolitismo religioso que fue posible ya hace mucho tiempo en Toledo.
A propósito de Toledo, puede resultar difícil confluir con la novela cuando la designa como “el lugar más rico de Europa y a donde llegaban las personas más evolucionadas de todo el mundo”, teniendo en cuenta por ejemplo el etnocentrismo europeo, especialmente el británico y el francés e incluso el italiano que seguramente tendrán otras ciudades en mente como atalayas de evolución en el siglo XIII.
Para completar los aspectos mejorables, sería importante advertir que para una potencial reedición de la novela, es preceptivo corregir también una serie de erratas que aparecen en el libro.
Con todo, como se ha dicho, la luz triunfa en esta novela gracias a esa fuerza magnética que arrastra al lector a pasar páginas y páginas y situarse en la península ibérica de aquel entonces, núcleo de batallas religiosas y enfrentamientos entre reinos e imperios.
Un escenario que ayuda a comprender mucho mejor la historia de la España y Europa actual a través de una prosa muy sencilla que hace incluso uso de un cierto realismo mágico en algunos de sus apartados al tiempo que se apoya en unas trabajadas ilustraciones que ayudan a adentrarse aún más en la historia y reforzar el punto fuerte de la novela: el componente espiritual. Ayudan también unos dinámicos diálogos que le dota de esa sensación de liviandad a una novela que fluye y que nos invita a abrazar la paz y amor del mundo espiritual.
Un mundo espiritual en el que el autor madrileño Gonzalo Simón Rey desarrolla a diario su propia vida. Y es que la verdadera historia de Simón Rey es sencillamente remarcable. El autor madrileño sabe que es posible desviarse de los caminos convencionales y llevar una vida fiel a uno mismo, porque él mismo lo ha hecho en vida. Abandonó así una carrera financiera para adentrarse en los mundos espirituales e intelectuales que era lo que le pedía el anhelo de su alma. Por ello la historia de Lorenzo Díaz tiene que ver bastante con la de Gonzalo Simón Rey, quién al igual que Lorenzo también realizó el camino a pie entre Teruel y Toledo, donde encontró más inspiración para escribir La Llamada. Además, al igual que Lorenzo, Gonzalo Simón Rey también ha elegido Toledo como su lugar de residencia donde ha creado una escuela del alma como hizo Lorenzo en su momento.
Por otro lado, Simón Rey le dedica la novela a su madre y agradece la inestimable ayuda de su hermana en el diseño de muchas ilustraciones del libro, así como la influencia de Warren Kenton, seudónimo anglosajón del autor judío Z’ev ben Shimon, miembro fundador de la Cábala. Se da las gracias también a Belén Fernández por su corrección de estilo y a Ana M. Juan por encargarse del diseño y la maquetación.
El autor que se autopublicó la novela, sigue escribiendo a mano en su morada toledana al tiempo que refuerza su escuela del alma. Esperamos con interés los progresos de dicha escuela así como su segunda obra de la que esperamos nos reporte tantas satisfacciones o más que la primera.
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