La casera, detalles de calidad

Bruselas

En realidad, tuve mucha suerte. Pude encontrar una casa céntrica en Bruselas, junto a todo el meollo europeo. Una casa con terraza, cocina espaciosa, un zaguán planchado por una alfombra roja que te llevaba a los diferentes pisos de la estancia, donde en cada planta, un cuadro marítimo de la armada francesa colgando de elegantes paredes blancas, te recibía.

Teníamos lavadora en casa ¡un lujo en Bruselas! ¡Secadora! Un súper cercano, una piscina pública no muy lejana y otros manjares. Y además, una casera enrollada. Sí, sí, una casera enrollada. Eso es suerte, hermano.

Todo iba bien en Bruselas. La casera, una señora francesa entrada ya en años, pero perfumada por una fragancia de leñadora resistente, era y es una mujer muy activa, sonriente y siempre presta para ayudar. Que quieres una exprimidora para hacerte los zumitos, toma exprimidora, que tu cama está demasiado blanda, toma colchón nuevo y durito.

Todo iba bien en Bruselas. Por mi parte, yo era un excelente inquilino. Sí, había llegado a Bruselas, digamos, maduro ya. Lejos de esos tiempos universitarios que tanto provocan a uno para cogerse una marcha tras otra causando inevitablemente desorden y malestar entre el vecindario y otros segmentos.

Lejos ya de esas marchas universitarias, donde tras una marcha y otra, uno parece que empieza una nueva vida, que rompe con su pasado, y busca en medio de la adrenalina y la euforia espontáneamente alcohólica, un camino. Una luz, unas manos a las que agarrarse. Una oportunidad. Y otro ron con cola.

Pero todo eso ya había pasado para mí. Ahora las marchas eran esporádicas. Selectas. Tranquilas, donde abundaba más la conversación y las risas que el alcohol, aunque éste, seguía siendo un complemento fundamental para todo el engranaje. Total, a lo que voy, que yo, era un excelente inquilino.

Educado, tranquilo, pagador, puntual, serio, sonriente y bastante responsable. Sí, ese era yo. Total que cuando Madame Tireadu se pasaba por casa (venía a finales de mes) nos encontrábamos a veces en la cocina, y allí después de darnos la mano, comentábamos la situación de la casa como dos comandantes que se reúnen en algún búnker en medio de cualquier guerra.

Eso fue después claro, cuando yo ya era “veterano”. Al principio, como todos, fui novato. Aunque aquí también tuve suerte. Congenié con la peña que habitaba estas paredes: una francés afrancesado pero de buen fondo, una irlandesa siempre en busca de la fiesta y más fiesta, un boxeador alemán (cágate) brutito pero noblote, una francesa clandestina, encerrada siempre en su habitación con el ragazzo, etc. Yo era feliz. Luego, toda la peña fue desfilando, y un buen día, me convertí en el veterano del lugar, en el jefe.

La gente me preguntaba cosas, si tenían problemas tocaban mi habitación, me comentaban la incidencia y yo, tras llevarme la mano al mentón daba una solución serena.

Se me respetaba. La casera lo sabía, por supuesto, y estaba contenta de que alguien manejase el cotarro. Así que cada vez que se acercaba la Navidad, me regalaba postalitas musicales o cualquier obsequio cariñoso. A mí me hablaba con una confianza más alargada que a los demás, me confesaba estrategias militares, inalcanzables para el resto. Yo seguía dirigiendo la casa, con inteligencia: sin ir de líder ni nada, tan solo llevando el tempo, coordinando.

Total que pasan los meses, las cosas cambian y he de marcharme de Bruselas. Mientras, sigo pagando el piso, pensando que regresaré en breve a la capital de Bélgica. Pero no, no regreso y mi cuenta bancaria empieza a ponerse roja como una manzana verde. Joder, he de ir a Bruselas, he de hacer una mudanza, debo abandonar definitivamente esta ciudad.

Voy a Bruselas, recojo mis cosas y me voy. ¿Y la casera? Le envío un e-mail caluroso que busca una sincera despedida y la seguridad de obtener este piso cuando vuelva a la capital de Bélgica. Ahora sólo falta que me dé la garantía…¡¡¡chan, chan, chan!!! Hablamos de dinero, claro. Hablamos de dinero, eso que hace cambiar las miradas de los seres vivos hasta convertirles en ratones de alcantarillas. Eso, exacto.

Inexperto yo, me impaciento porque han pasado cinco días y la garantía no aparece en mi cuenta bancaria. Escribo a Madame Tireadu. Le recuerdo lo de la transferencia. A los dos días, la Madame responde. Se trata de un e-mail sorprendente, de lo más capullo, donde se me acusa del robo del mando de la tele (sí, si, ríete) y de una mísera llave que no abre ninguna puerta.

Además, me dice que me ha ingresado la garantía y me indica la cantidad. Ahora empieza lo bueno: la tipa se queda con 150 euros. Sorprendido yo, todos los caseros son unos hijos de puta, sorprendido yo repito, estallo repentinamente. No por la cantidad que la tipa me sustrae, que también, sino por el gesto, por el detalle de calidad de la buena señora. Por la suciedad inesperada, por la falsedad argumental, el puñal barrio bajero.

Ya en frío, le vuelvo a escribir y le insinúo que se quede con los 150 euros. No, no soy gilipollas: lo que quiero es volver a vivir en el mejor piso de Bruselas cuando vuelva. Y eso vale mucho más que 150 euros. La tía no responde. No hay ningún misterio: hablamos de una casa donde la demanda es constante, perenne, segura, fiel. A ella le importa un huevo que yo me mosquee, claro, a ella le importa un huevo yo, claro, a ella lo que le pone son los billetes, claro. Y éstos, los tiene asegurados en esta casa, al menos por muuuuuchos años. Así que la franchute esta ni se molesta en contestar. Total, que no tengo nada asegurado cuando vuelva a Bruselas.

Detalle de calidad de la casera, si señor. Chapeau Madame.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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