¿Qué ciudad elegir? Cuando uno vive en Papúa Nueva Guinea, siempre tiene que pasar por muchas ciudades tanto a la ida como a la vuelta. Uno siempre tiene la oportunidad de bajarse en Singapur, en Bangkok, en Brisbane… ¿Y por qué no Manila, esa ciudad de la que no hablaba ni bien ni mal?
Volvía de España, hice escala en Dubai, y después de muchas horas en un avión de Emirates, puse mis pies en la capital de Filipinas. Medio sonado con el jet-lag, fui asaltado por todo tipo de jovencitos que se ofrecían a llevarme al hotel mostrándome unos extraños taxis. Para darle más profesionalidad a sus embestidas, muchos de ellos portaban acreditaciones.
Arrastrado por uno de ellos, estuve a punto de meterme en un taxi, pero milagrosamente me paré en seco, calculé y me di cuenta que me iba a cobrar una diez veces más de lo que costaba el trayecto. Me quité de encima al pirata con mi codo izquierdo y me metí en un autobús que ahora sí, me dejó en el hotel Red Planet del barrio de Aseana. Era de noche, el jet-lag me pedía hábitos extraños, pero lo único que recuerdo es que me tumbé en una cama de la que no me volví a levantar hasta el día siguiente.
Después de un rápido desayuno, me metí en un autobús con un guía y dos turistas más. Nos dirigimos al centro, absorbiendo desde el primer minuto un tráfico intenso, “el tráfico es parte del encanto de Manila”, decía el guía con un acento muy norteamericano y una gorra yanqui. La influencia de los Estados Unidos era evidente. Una influencia que se iba conjugando lentamente con un cierto toque español, una cierta reminiscencia de una época colonial pasada. El guía nos dijo que este barrio repleto de rascacielos era Makati, “el New York de Manila”, donde la familia Ayala había fundado un imperio.
Junto a la descripción de la ciudad caótica, el guía hacía continuas referencias al cruel pasado español que había acabado con la vida de muchos filipinos, incluyendo el ahora héroe nacional, José Rizal. “Los españoles mataron aquí, los españoles mataron allá”, seguía diciendo el guía con ese acento norteamericano. En un momento dado, el autobús se paró y el guía se dio la vuelta para preguntarnos, “por cierto, ¿de donde son ustedes?”. La pareja que iba conmigo resultó ser una madre y un hijo suecos. “¿Y usted?”, inquirió el guía. “Ah bueno, yo nací en España, pero no he matado a nadie”, dije entre la risa de todos.
Visitamos el memorial a los estadounidenses caídos en la segunda guerra mundial y más tarde fuimos a Intramuros, de claro corte colonial y español, sobre todo el Fuerte Santiago, con ese arco de piedra donde se alzaba un escudo de armas rezumando orígenes castellanos.
Tan lejos, tan cerca. Visitamos también el “Rizal park”, que homenajea al escritor y héroe nacional filipino que fue fusilado aquí. Aplaudí a Rizal pero también escuché sobre otro héroe más tímido de nombre Andrés Bonifacio.
En medio de los monumentos, Manila se desenvolvía silenciosa y bulliciosa al mismo tiempo, un caos amable pero pegajoso. Bastaba levantar la vista para observar los altos edificios, las grúas confusas, las paredes sin pintar mezclándose con cables telegráficos, con carteles que se caían, con gente caminando por todos lados, con los jeepneys (curiosos vehículos a modo de tuk tuk alargado, forrados de chapa metálica y muy coloridos) haciéndose paso.
Los suecos le dijeron al guía que querían quedarse por la ciudad en lugar de volver al hotel. Yo tuve que decidir qué hacer en tres segundos, y sin saber muy bien lo que decía, expresé mi deseo también de quedarme descubriendo Manila. El guía de la gorra asintió y un tanto confuso observé como la furgoneta se iba alejando poco a poco. Uf, qué calor, uf ¿qué se puede hacer aquí?
Pude ver como la madre y su hijo sueco se perdían en una especie de garito. No iba a seguirles claro, no éramos amigos. Me puse entonces a caminar sin ton ni son, confiando en encontrar un rincón amigo, un espacio de sombra, una terraza. Pero Manila me decía sencillamente, que fuera de esta área, donde también descansaba una imponente catedral, todo era más bien inasible, un tanto antipático.
Desafiando a dicho susurro, seguí caminando, pero todo era urbano, todo eran cables, aguas sucias, coches y más coches. “Quiero volver al hotel”, escuché dentro de mí. Tratando de buscar algo de paz, un espacio, una persona, di con un tipo que arrastraba una bicicleta con palio, una especie de calesa, pero sin caballo. Su cara de pillo me dijo que me llevaría al centro, al centro de algo. No tenía internet y no sabía lo que me estaba cobrando.
El tipo hacía un esfuerzo considerable para llevarme a lo que resultó ser una especie de parque donde se congregaban muchas furgonetas. “Ahí”, me dijo. Y luego me pidió unos pesos que sólo a la noche comprobé, suponían un precio multiplicado por diez respecto a su valor real. Me metí en una furgoneta atestada de locales, que permanecían indiferentes ante el trayecto, esas caras de rutina de hacerlo todos los días. Vino el chófer con una cesta como en misa, para recoger los dineros, un precio que me pareció sencillamente ridículo. No sabía muy bien si me habían entendido, pero unos minutos después, me bajé en el agradable barrio de Aseana con sus anchos espacios.
Siempre empeñado en mis rarezas, al día siguiente quería ir al quinto pino, es decir a Quezon City. ¿Por qué? Porque desde hacía un tiempo, sólo relacionaba Manila con Mohamed Alí y Joe Frazier, y su dramático combate de 1975 que fue llevado a la pantalla en el inolvidable documental, Thrilla in Manila. A partir de ese documental, dejé de admirar a Ali, debido a su repugnante actitud para con Frazer, y me hice por el contrario en un fan del boxeador de Carolina del Sur por su estoica defensa, su valor guerrero que desde entonces me inspira.
Como suele pasar, los responsables del hotel, la gente, decía, “buf, eso está muy lejos”. “Me da igual”, respondía, “llame por favor a un taxi”.
Apareció por fin un tipo de gorra al rato y le dije que me llevase a Quezon City, concretamente al Smart Araneta Coliseum donde Ali y Frazer casi se habían matado hace unas cuantas décadas. El taxista asintió y cuando le dije que era español, me contestó que había muchos filipinos con nombres españoles, “y muchos apellidos, claro”.
Avanzábamos a duras penas, en medio de un tráfico ralentizado, muy pesado. Nos adelantó un coche que llevaba una pegatina de un puño y encima el nombre de Duterte, el nuevo presidente filipino que está empeñado en matar a todos los drogadictos. “Está loco, completamente loco”, me dijo el taxista. Más tarde, me dio por preguntar por Mindanao, “yo no quiero ir a Mindanao, en Filipinas la mayoría somos católicos”, contestó ya a la puerta del Araneta Coliseum.
Me quedé mirando al Araneta Coliseum y su estructura acristalada que también acoge partidos de baloncesto, un deporte que causa furor en Filipinas. El tiempo era soleado y yo ahí en frente mirando como un tonto, mientras la gente hacía su vida sin parar, tratando de conectarme con el 1 de Octubre de 1975, el día de la pelea final. Quería pensar en Frazier, en su heroica defensa y por ello permanecí varios segundos con los ojos cerrados.
Almorcé luego en el Ali Mall, (“no hay nada dedicado a Frazier”, me había dicho el taxista) rodeado de pantallas que no paraban de retransmitir partidos de la NBA. Ahí estaban los Clippers de Chris Paul. Más tarde agarré el Manila times en el Starbucks, sumergido en las locuras de Duterte que ahora se había hecho íntimo de los rusos. Está de moda hacerse amigo de los rusos.
Pagué un café y volví al hotel, subí en el ascensor hasta la séptima planta y caminé por el pasillo de moqueta que me desplegaba una Manila en plena ebullición, luces de casinos, movimientos tranquilos e incontrolados. Ese paseo por el pasillo de moqueta, al son de un día soleado, esos segundos de recogimiento y tranquilidad, los recuerdo como uno de los mejores segundos de mi vida.
Ocurrió en Manila.
¿Y tú lector? ¿Alguna vez has estado en Manila? ¿Qué te pareció?
Que tal Carlos gracias por compartir tus expericencias,lei ayer en el diario La Provincia que tenías un blog, soy de Las PAlmas y posiblemnete viaje a Papúa en septrimbre del proximo año.
Casualmente me quede en Manila con tres amigos también en el Red Planet jeje ,estuve solamente una noche y recuerdo cenar en restaurante koreano justo debajo del hotel que estaba,buenísimo . Al salir de cenar compre un helado en la tienda de al lado y decidi cruzar la acera y cambiar de manzana,la manzana donde se encontraba el hotel estab llena de seguridad privada,nada mas cruzar uno niños ya intentaban robarme el helado aja ,era de noche asi que no me arriesgueéy subi de nuevo al hotel para viajar a Palawan el dia siguiente, no vi nada interesante que conocer por Manila
¡Qué tal Luis! Gracias por compartir la experiencia de Filipinas, espero que te haya gustado Papúa Nueva Guinea, un abrazo
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