El gran Bobby Fischer

El genial Bobby Fischer

La noticia me alcanzó hace unos años navegando por no sé qué web. Allí, en lo alto de la pantalla, aparecía  el rótulo maldito: “Muere Bobby Fischer a los 64 años”. ¡No!, enseguida pinché sobre la maldita noticia. Se daban más detalles sobre la desaparición de Bobby, pero todavía había muchos datos que se desconocían. Hasta su muerte había sido misteriosa.

Todo empezó en los noventa. En un verano de los noventa, yo andaba recluido en casa por un tratamiento epidérmico: el sol no me podía dar. Fue el año que me chupé las olimpiadas a saco, el Tour y todo el deporte que retransmitían en la tele. De pronto, un día, llegó a mi casa una noticia en el periódico, que hizo que me parase un rato a leerla. En el ángulo inferior derecho se hablaba de un duelo ajedrecístico que estaba aconteciendo en la isla de San Esteban, perteneciente a la ex Yugoslavia. Se enfrentaban un tal Bobby Fischer, contra un tal Borís Spasski.

El nombre de Bobby Fischer ya me sonaba: me lo había encontrado en alguna pregunta del trivial o lo había leído o escuchado en algún sitio que no recordaba. Seguí leyendo la noticia.

Leí que Fischer había escupido sobre la orden del gobierno norteamericano que le espetaba a no jugar dicho duelo. Me fascinó ese halo de violencia, de rebeldía. Me llegaba energía, fuerza y me interesé por el desafío.

A mí el ajedrez siempre me había gustado. En diferentes épocas de mi vida, me había enganchado, pero esta vez sería diferente. Empecé a leer a diario las noticias sobre las partidas. Además de los comentarios, al lado, aparecía siempre la reproducción de las partidas en forma de números y letras, que para mí, resultaban un código extraño y difícil.

Un día, descubrí que en el teletexto también se seguía el duelo. Allí estaba yo, en el cuarto de la tele, con mi tablero. Intenté descifrar el código. Empecé a mover las fichas, a tratar de reproducir las partidas: e4 – e5, Cf3, Cc6… Enseguida aluciné con la armonía, el orden y la fluidez con la que se desplazaban las piezas. Aquello era poesía, movimiento de lunas, arte sobre unos cuadritos… Allí estaba yo, con mi crema impregnada, con un sol que intentaba colarse por todos lados, moviendo las piezas. Probablemente me brillaban los ojos. Me brillaban los ojos, porque acababa de descubrir una pasión que iba a absorberme durante los próximos años.

Seguí escrutando el duelo. Seguí reproduciendo las partidas. Comencé a aprender cada vez más, a arrasar a mis amigos, a interesarme por el mundillo ajedrecístico. El verano acabó, y llegó el instituto. Mi maldito tratamiento ya había acabado, pero yo ya estaba hipnotizado, apartado, convertido, aislado.

Sí, me había convertido en un jugador de ajedrez. Devoraba libros, jugaba hasta que ya no podía más. Ese otoño gané el torneo juvenil de mi área y luego me fui al torneo autonómico.

Para aquel entonces, los libros de Bobby que yo había pedido a una librería madrileña, habían sido enfermizamente leídos. Bobby era mi ídolo. No sólo por su personalidad excéntrica, sino por su juego bélico, ofensivo, espectacular. Lo más probable, sí, es que yo no fuese feliz durante aquellos años. La adolescencia, es una etapa jodidilla, en muchos aspectos: el cacao que uno lleva en la cabeza, la inseguridad, el desconocimiento de la vida, las cadenas sociales y todo eso, hacen que uno no acabe de encontrarse. Y eso duele. A todo esto, agitado y exprimido, se le añadía mi sectaria afición que me hacía sentir, una vez más, diferente.

Nada me importaba. No me interesaba absolutamente nada, sólo el ajedrez. Todo lo demás era aburrido o no existía. Quería ser jugador profesional, quería ser campeón del mundo. Los estudios me iban de puto culo, pero siempre, había un fondo de moralidad responsable en mí, que me hacía aprobar por los pelos.

Estaba todo el día en el club, jugando. Con mi secta. Una secta donde la mayoría era mayor que yo, donde en realidad nunca tuve ningún amigo. Y así, hermano, pasaron más de 3 años. Jugando, jugando, estudiando ajedrez, jugando, y viviendo un mundo de 64 casillas: aquí empezaba y seguía todo. Sí, aquello había comenzado en el 92, inspirado por Bobby. Después de leer la biografía escrita por Bjelica, mi fascinación por el campeón norteamericano, no hacía más que crecer. A veces, imaginaba que conocía a Bobby, que quedábamos en cualquier lado, y él con su barba, me comentaba cualquier cosa, me confesaba cualquier confidencia.

Cuando fui a la universidad, el ajedrez empezó a irse poco a poco de mi vida. Creo que lo hice porque no quería estar solo, por un lado, y sobre todo porque quería ser alguien en el mundo de los normales. Quería tener mi carrera, sabía que era muy inteligente y que podía lograr todo lo que me proponía. El resto que pululaban por las aceras o por las cafeterías, el resto de la peña no era mejor que yo. Y lo sabía. El ajedrez, como una nube tímida, se fue evaporando. Empecé a abrirme de nuevo al mundo, tuve amigos, viví experiencias, aprobaba los exámenes con nota, me interesaba la política, la literatura empezó a fascinarme.

Un buen día, en mi casa o no sé donde, ya desenganchado de las 64 casillas, me pregunté si el ajedrez había servido para algo. Sí, la pregunta era cruel e injusta. ¿Quién coño, si no, me había desarrollado la inteligencia, había aumentado mi capacidad de concentración y me había dotado de un sentido estratégico y táctico que me era de completa utilidad en la vida? Sí, era el ajedrez, probablemente me salvó la vida. Y todo empezó en los noventa, con Bobby.

Por eso cuando leí la noticia, me dolió mucho. Era la crónica de una desaparición cercana, de alguien difícil que sabías que estaba sufriendo, que se había convertido en una piltrafa esquizofrénica, pero que seguía siendo genial, un fenómeno. Pero aquello no era divertido: Bobby sufría.

Muchas, muchas cosas podría contar de todos aquellos años de ensimismamiento alucinógeno, hoy he contado algo. He dicho que todo empezó con Bobby, aquel verano del noventa. Y sí después de todo, lo voy a decir, faltaría más: gracias Bobby, descansa en paz, maestro. Cuídate. 

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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